viernes, 28 de septiembre de 2012

Sobre peces, ovejas, gusanos y ángeles

 
En nuestro siguiente encuentro, el organista me dio una explicación.
-Acostumbramos a trazar límites demasiado estrechos a nuestra personalidad. Consideramos que solamente pertenece a nuestra persona lo que reconocemos como individual y diferenciador. Pero cada uno de nosotros está constituido por la totalidad del mundo; y así como llevamos en nuestro cuerpo la trayectoria de la evolución hasta el pez y aun más allá, así llevamos en el alma todo lo que desde un principio ha vivido en las almas humanas. Todos los dioses y demonios que han existido, ya sea entre los griegos, chinos o cafres, existen en nosotros como posibilidades, deseos y soluciones. Si el género humano se extinguiera con la sola excepción de un niño medianamente inteligente, sin ninguna educación, este niño volvería a descubrir el curso de todas las cosas y sabría producir de nuevo dioses, demonios, y paraísos, prohibiciones, mandamientos y Viejos y Nuevos Testamentos.

-Bien -objeté yo-, ¿dónde queda entonces el valor del individuo? ¿Para qué nos esforzamos si ya llevamos todo acabado en nosotros mismos?

¡Alto! -exclamó violentamente Pistorius-. Hay una gran diferencia entre llevar el mundo en sí mismo y saberlo. Un loco puede tener ideas que recuerden a Platón, y un pequeño y devoto colegial del Instituto de Herrnhut puede recrear las profundas conexiones mitológicas que aparecen en los gnósticos o en Zoroastro. ¡Pero él no lo sabe! Mientras no lo sepa es como un árbol o una piedra; en el mejor de los casos, como un animal. En el momento en que tenga la primera chispa de conciencia, se convertirá en un hombre. ¿No irá usted a creer que todos esos bípedos que andan por la calle son hombres sólo porque anden derechos y lleven a sus crías nueve meses dentro de sí? Muchos de ellos son peces u ovejas, gusanos o ángeles; otros son hormigas, y otros abejas. En cada uno existen las posibilidades de ser hombre; pero sólo cuando las vislumbra, cuando aprende a hacerlas conscientes, por lo menos en parte, estas posibilidades le pertenecen.

                                                                     
                                                                                                                                                                Demian (Hermamm Hesse)

jueves, 27 de septiembre de 2012

Hablar bien



Hablar bien no es hablar con elocuencia, ni siquiera con facilidad. De ordinario, el que habla fácilmente tiene pocas cosas que decir. Es que su pensamiento no le ofrece resistencia y lo viste con trajes confeccionados. Hablar bien no es hablar con fluidez sino hablar con precisión.  Puede titubearse cuando el titubeo obedece al deseo de ser fiel a los hechos y a las ideas. Habla bien [...] el que actúa como árbitro entre su pensamiento y su expresión. Hay que habituar a nuestros alumnos, cuando hablan, a ser serveros consigo mismos, a dudar, a tantear, en lugar de decir cualquier cosa.

                                               
                                                 De un memorándum ministerial frances acerca de la educación (1976)

miércoles, 19 de septiembre de 2012

La suerte está echada



Que suene el teléfono en mitad de la noche, arrancándome del sueño, no es una
circunstancia que me reconforte demasiado, pero si tras aguardar con paciencia a que
salte el contestador y se esfume el maldito ruido, regresan los timbrazos, la situación
adquiere unos tintes rotundamente molestos. Que me levante aturdido, arrastrando
los pies en la oscuridad que cubre el suelo, para llegar al salón después de tres o cuatro
tropezones, al tiempo que el teléfono enmudece por segunda vez, puede sobresaltar el
ánimo aunque uno no quiera. Que el teléfono vuelva a la carga, y que indefenso y
alterado tome el auricular para decir con un melifluo hilo de voz “¿dígame?”,
condiciona, se quiera o no, lo que viene después; en este caso, mi reacción frente a las
palabras emitidas por un desconocido: “¿Quiere hacer el favor de no descolgar y
dejarme a mi aire?” Que tras semejante contestación, le cuelguen a uno, es una
experiencia que no se la deseo a casi nadie; aunque lo que realmente no deseo a
nadie es que después de esto, el teléfono vuelva a la sonar, una y otra vez, y que uno
no me se atreva a descolgar durante un buen rato, hasta que desesperado, aturdido y
roto por el sueño, se vea empujado a hacerlo, para que al otro lado de la línea le
suelten sin miramientos: “Mire, son las 4 de la mañana, y no son horas para molestar a
la gente de bien. Compórtese con responsabilidad o se las verá conmigo. Si le dije que
no descolgara, fue por una razón de peso. Por eso espero que tenga una justificación
igualmente de peso para semejante negligencia. ¿La tiene?” “No lo sé”, logro
responder en plena desbandada emocional. Que luego me empiece a gritar el otro,
no está fuera de lugar, entendiendo por lugar este contexto que ni entiendo ni puedo
llegar a entender, pero que tratando de entenderlo, me aplasta en el sofá cuando el
desconocido afirma que va a acercarse a mi portal a llamar al portero automático y
que por mi bien no se me ocurra descolgarlo, contestar o cualquiera de su variantes, so
pena de enfadarle más de lo que ya está. Se entenderá que no abra el pico ante
tamaña amenaza y que bien prudente, aguarde a que cuelgue el misterioso individuo
que me mantiene en vela. Que luego sea incapaz de volver a la cama y continúe en el
salón, arropado por la luz de la lámpara, entra dentro de lo razonable. Lo que no tiene
nada de razonable es mi esperanza de que el otro no cumpla su amenaza. Máxime
cuando a los diez minutos suena el timbre del portero automático tres veces, hecho
que me sobresalta sobremanera y que altera el ritmo de mi corazón, agitándolo más
de la cuenta. En consecuencia, y con la firme intención de no contrariar a alguien tan
susceptible como el personaje con el que, de alguna manera, me enfrento, decido
ponerme unos tapones y esperar bajo su resguardo auditivo a que la tormenta pase.
Que dicho resguardo sea imperfecto, no debería sorprender, sobre cuando nos
enfrentamos a un sonido agudo como el llanto de un niño; como tampoco debería
sorprender que exhausto ante este acoso tozudo, me acerque finalmente al telefonillo
con la firme intención de cantarle al otro las cuarenta, y que lo único que sea capaz de
articular sea un misérrimo “¿puede dejar de llamar, por favor?” con voz aflautada. Ni
que decir que aquí se confirma que el remedio es peor que la enfermedad, cuando
escucho al lado de la línea: “Pensé que por fin entendía las reglas, pero veo que va por
libre, a la suya, ajeno al equilibrio necesario que debe tener con los demás
ciudadanos. Esto no puede quedar así… Subiré hasta su puerta, a tocar el timbre.
Espero que esta vez sepa estar a la altura de las circunstancias y no me moleste. Ahora
ábrame, por favor, que no tengo llaves del portal.” Abro, por supuesto, intimidado por
el discurso categórico del que sube hasta el tercero, que es mi planta, por las escaleras,
sin hacer uso del ascensor. Cuando surge en el rellano y empieza a aporrear el timbre,
constato que se trata de un desconocido en toda regla, de unos cuarenta años,
moreno, vestido con pantalones oscuros y camisa blanca bien planchada. Descubro
sobre la marcha que el timbre de casa suena bastante más fuerte que el de la calle,
algo en lo que no había reparado anteriormente, y que se revela de vital importancia
en estos momentos, ya que los timbrazos traspasan los tapones con una alegría que no
me hace ni pizca de gracia. Resisto las siguientes tres horas con la presencia de ánimo
adecuada, relativizando por fin la situación y llegándome a convencer de que de nada
me serviría quejarme. Esta buena onda desaparece cuando tengo que salir para ir al
trabajo, lo que me enreda de nuevo en una maraña de incertidumbres. Que a pesar de
los obvios inconvenientes, decida enfrentarme al problema, se entenderá si se está al
tanto de la reunión que tendré en menos de una hora con el jefe de sección de mi
empresa. Cuál será mi asombro al abrir la puerta, cuando encuentro al desconocido
roncando a sus anchas apoyado cómodamente en la jamba sin dejar de pulsar cada
pocos segundos el timbre en un gesto mecánico e inconsciente. Que le sortee sin
rozarle siquiera y que cierre con llave es algo que haría cualquiera que esté en su sano
juicio, ya que uno no se puede fiar de ciudadanos anónimos de estas características.
Que más tarde, en la reunión, caiga en la cuenta de que me he dejado las llaves
puestas en la cerradura, aunque parezca inverosímil, no deja de ser cierto, ya que
precisamente lo confirman la ausencia de estas en cualquiera de mis bolsillos. Cuando
a la hora de comer abro la puerta de casa con la copia que guarda mi vecina del
segundo y veo al desconocido poniendo la mesa, aunque una parte de mí estaría
encantada de echarle a patadas de mi sagrado territorio, sólo soy capaz de articular
un casi insonoro “¿qué se supone que hace usted?”, al lo que el otro, con una
suficiencia envidiable, me contesta: “Unas lentejas, que hay que comer de todo. Por
cierto, mañana trate de ser más puntual. Hoy se ha retrasado diez minutos.” Engullo
las legumbres muerto de sueño, sin cruzar palabra con mi acompañante, que se
entretiene viendo la televisión. Reconozco que en tres o cuatro ocasiones estoy a
punto de reprenderle, pero cada vez creo reunir las fuerzas necesarias, un bostezo se
me apodera, neutralizando estos inofensivos arrebatos. Que regrese más tarde al
trabajo con la moral por los suelos es bastante lógico, como lo es que allí no sea capaz
de hacer una a derechas; no lo es tanto, sin embargo, que vuelva a casa con un atisbo
de buen humor. De hecho, entro en ésta silbando, y silbando encuentro a mi
compañero, que está tendiendo la colada. Aunque no me apetece mucho, vemos una
película después de cenar, una de sus favoritas. Varias horas después me despierto en
el sofá. Todas las luces están apagadas. Que escuche roncar al otro en mi habitación,
hace que me replantee seriamente el optimismo que empezó a brotar esta tarde. En
cualquier caso, acomodado en el sofá, dejo transcurrir la noche en un duermevela
poco reparador. Que a uno lo despierten con un beso en la mejilla, podría parecer algo
hasta cierto punto agradable, pero si el beso se lo da un tipo al que le huele mal el
aliento y, lo que resulta más revelador, apenas conoces, no debe extrañar que se
reaccione mal…, o al menos, que se trate de hacerlo, porque si a sus “buenos días,
cariño” se le contesta con timidez “no me gusta que me despierten así”, admitamos
que la suerte está echada.
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