domingo, 13 de septiembre de 2009

Óscar Montes Trinidad - El libro de juguete (3ª parte)


Exterior de juguete


1. El pasadizo


Los escalones nos hundieron en las tinieblas. Fedor tomó mi mano derecha. No me quejé. Al contrario, hizo bien, me daba fuerzas. Seguimos por un pasadizo ciego. El rumor del tráfico apenas se percibía, amortiguado por la tierra. Una corriente de aire fresco me llenó de escalofríos y temores. Ante esto se interponía la mano de Fedor, firme como una roca. Poco después vimos una luz, delante de nosotros. Resultó ser una bombilla sobre un cartel herrumbroso con el siguiente mensaje:

SALIDA 1293808

Seguimos caminando. No podía quitarme aquel mensaje de la cabeza. Tampoco sabía qué hacer con él. ¿Tendría algún sentido? Supuse que sí, pero el aquel momento mi cabeza era un hervidero de confusión. Cuando me di cuenta, el rumor de la autopista había desaparecido, sólo se escuchaban nuestros pasos. Aquel silencio resultaba insoportable. ¿Así es como me iba sentir fuera de la ciudad? Esperaba que no, sólo se trataba de un pasadizo, pronto saldríamos de él, pero el silencio, un silencio sin matices, negro, me hacía daño. Avanzábamos pegados el uno al otro, tanteando con los pies el siguiente paso. Entonces empezamos a ascender unos escalones invisibles; en lo alto había un cuadro de luz: la salida. Sonreí mientras soltaba la mano de mi desdichada sombra.

2. La disolución


La salida se hallaba en un montículo cubierto de arbustos, de espaldas a la autopista, en medio de una pradera cubierta de hierbajos, junto a dos colinas de piel verduzca. Tras éstas, al fondo, destacaba el perfil de las montañas. El cielo estaba cubierto por nubes negras, rotas en varios puntos por donde el sol se colaba. Rodeé el montículo. El ruido de los cláxones hizo vibrar el aire. Los coches estaban parados a unos doscientos metros. Más allá asomaban las construcciones a medio hacer: ventanas mudas, grúas como alfileres, etc… Un manto de polución uniforme coronaba la ciudad. Parecía el humo de un incendio increíble e intencionado.
Empezó a chispear.
Las nubes volaban camino de la ciudad: Atila y su batalla interminable.
¿Querrá apagar el incendio?
Fedor se entretenía olisqueando una flor verde, arrodillado cuan largo era, cuidándose bien de no dañarla. Se le veía feliz y tranquilo, mientras que yo, desbordado por la experiencia, estaba sumido en la angustia y la indecisión.
-Maldita sombra.
En realidad, era consciente de que él no tenía la culpa. Quizá yo me había hecho más de lo que pensaba a la ciudad y ahora que por fin había escapado, necesitaba de alguna forma sus reglas, la masificación impersonal de sus espacios, la somnolencia de lo cotidiano. El caso era no estar nunca satisfecho. Reconozco que es mi sino. ¿Qué podía hacer? El miedo a lo desconocido me paralizaba. Me decía, como el que reza, que carecía de un plan, que tal vez debería regresar a la ciudad y buscarla allí, en las calles de siempre, ya que mi plan se resumía en ella. No había otra cosa.
¿No querías ser el dueño de tus actos? ¡Ahí lo tienes!
Fedor continuaba jugueteando con las flores. Ante semejante indiferencia no podía flaquear. ¿Qué pensaría luego de mí? Fedor valía como sombra, no más. Que le diese más cuerda podía romper nuestra relación, que no es que la tuviera en mucho, pero si tenía que ser, que fuese como siempre había sido. Me alejé pisando con fuerza, pendiente de si venía detrás, pero no le oí. Tampoco quise girarme, no fuera a pensar que le daba una importancia que no tenía. Apenas caían ahora unas gotas y el viento había desaparecido. Avancé dando grandes zancadas. La hierba, a cada instante más verde, copiosa y aromática sobrepasaba mis rodillas, parecía querer jugar con ellas.
En lo alto de la colina un golpe de aire me empujó hacia atrás. A duras penas me rehíce y pude descender por la otra vertiente. El viento y yo nos fuimos calmando. Un arroyo se deslizaba entre la hierba procedente de las montañas. Más allá, a su paso, había una construcción de color hierba. Hierba sobre hierba: hierba.
Debía de ser la casa de la que habló el crío.
¿Por qué hablas de él de un modo tan impersonal? ¿Acaso olvidaste que se llama Pedro?
No, pero…
No hay peros que valgan: ¡se trata de Pedro y le debes una!
Quizá no sea él, uno no debe ser tan crédulo...
De quien no te puedes fiar es de ti mismo.

¿No contestas?
Para qué, ¡maldita conciencia!
Empezaba a llover con fuerza cuando llegué a la puerta; sobre ésta, claveteada sin tacto, había una placa de madera:

Refugio 3



3. El castigo


Apenas se vislumbraba una mesa y una silla en la penumbra del interior. Nada más. Fedor surgió en lo alto de la colina; pequeño gran amigo, ¿vuelves para volver a ser sombra o con la intención retadora de oler más flores? No voy a negar, en todo caso, que me alegró volver a verle. Quizá me estaba acostumbrando a ser su mejor amigo, pero que quede claro, este sentimiento no era recíproco, estaba hablando de sus sentimientos, no de los míos. Para mí era una sombra y punto.
Fedor bajaba la loma a la carrera, sonriente, saludando con las manos en alto.
¡Serás bobo!
El tirador estaba bloqueado. Forcejeé hasta que la cerradura cedió con un ruido seco. Empujé la puerta dominado por un temor repentino. ¿Estaría habitado aquel lugar? La empujé mientras saltaba la alarma herrumbrosa de los goznes, lamento herético que casi consigue que diera media vuelta para regresar junto a la presencia protectora de las grúas. Una última mirada al interior evitó la estampida; en concreto, una mirada de soslayo a una banqueta cubierta de polvo, tirada sobre el piso, que me convenció de que aquel lugar estaba abandonado. Franqueé el umbral con precaución, no estar el peligro agazapado y a la espera. Dentro sólo hallaría silencio cubierto de polvo, varias mantas y el ruido profanador de mis pisadas. Fuera la lluvia se redoblaba y el horizonte enmarcado de la puerta desapareció tras el telón del agua. El color de la hierba explotó su verde, y junto a él, su aroma.
Pensé en Fedor bajo la lluvia. ¿Me dejaría llevar por el sentimentalismo o sería por una vez en la vida mínimamente realista? No tenía opción, él lo había querido.
Cerré la puerta y descubrí dos soportes metálicos, oxidados, a ambos lados del marco. Debía encontrar una tabla rápido: Fedor estaba al caer con su sonrisa intacta y esos abrazos de niño sin estrellas. No tuve que buscarla, la tenía justo delante, apoyada en una esquina. La encajé en los soportes hecho un manojo de nervios. Aguanté la respiración. La lluvia azotaba el refugio. El viento aullaba poseído por los demonios. Oí los pasos de mi amigo sobre la hierba encharcada, casi imperceptibles bajo el ruido del agua que caía sobre el tejado como una catarata salida del cielo. Fedor empujó la puerta, los soportes se tensaron, la tabla crujió. Cesó un minuto o más. Luego dio dos golpes cortos, su señal. Imaginé que debía de estar desconcertado. No contesté, evidentemente. Volvió a embestir la puerta, esta vez con todas sus fuerzas. La tabla se crujió con fuerza. Esperé lo peor.
- Abre, amigo, ¿no ves que llueve?
Claro que lo veía, ¡no estaba ciego! Dejó de golpear la puerta y me buscó por la ventana, como si el contacto visual le fuera a servir para algo. No tenía nada que hacer, en cualquier caso, pues me había escondido en la penumbra. Ni siquiera oyó mis carcajadas. Desapareció poco después. Por fin había entendido la situación: ¡Abriría, si es que le abría, cuando me diese la gana!
La tormenta siguió su curso; yo el mío, que no fue otro que abandonarme al sueño.


4. La conmutación.


Desperté. Estaba oscuro. Ya no llovía. Al recordar a Fedor fui a retirar la tabla dejándola en el rincón en el que la había encontrado. Regresé al catre para seguir durmiendo, pero antes sentí cómo Fedor entraba sigilosamente, no fuera a despertarme; cómo me tapaba con una manta, diciendo con cariño amigo; cómo se le escapaban dos gotas de lluvia sobre mi mejilla expuesta, porque sólo fueron eso, gotas de lluvia, ni se me ocurre imaginar que fuesen lágrimas.
Ni me molesté en abrir los ojos.


5. El sueño.


Soñé con mi banco, en un parque indeterminado, lleno de gente. El sol dominaba mis pensamientos, en lo alto del cielo, amarillo y furioso sobre el azul inmutable. Debía de ser mediodía. De vez en cuando echaba una mirada al sol y éste me revelaba su silueta. En una de estas, vi con estupor cómo se desprendía un fragmento abrasador; este fragmento de sol descendió por el cielo a gran velocidad, sin aumentar su tamaño, hasta caer sobre el parque, en la espesura de una alameda, justo delante del banco, como un asteroide mágico. Tuve la impresión de que nadie se había percatado del incidente salvo yo.
No puede ser, ha caído delante de sus narices, tienen que haberlo visto.
Pero estaban tan acostumbrados a la ciudad que fuera de ésta nada existía nada, ni siquiera el cielo.
El sol era el de siempre. La alameda pareció no inmutarse con la bola de fuego. Había tal sensación de normalidad que incluso yo abrí mi libro más íntimo y revelador, el libro de juguete, dispuesto a leerlo. De repente estallaron las llamas, una corriente indomable y roja derramándose por todas partes, enroscándose en troncos y bancos, atravesando las alamedas, destruyendo sin inmutarse todo lo que hallaba a su paso. Pude huir con los demás pero no quise. No me convertiría en una oveja asustada ¿Acaso sospechaba que no era más que un sueño? Puede, pero no creo. Decidí disfrutar de mi última función sentado en mi banco de siempre, como tantas veces, aunque en otras circunstancias, lo admito, mientras la corriente endemoniada, la corriente sedienta crecía sobre sí misma y creaba a mí alrededor un cerco cada vez más estrecho y abrasador. Que el fin estuviese cerca no me preocupaba. Pensé con satisfacción que la muchedumbre estaría al otro lado de las llamas, sentada en el anfiteatro placentero de sus televisores, todo ojos y miedo de mentira, mientras yo, peón sacrificado a la fatalidad, aguardaba el golpe definitivo de la audiencia.


6. El mapa


Desperté con el corazón lleno de fuego; desperté huérfano de esperanza a renacer de mis cenizas; desperté alejado de la ciudad y también de mi mismo, pues mi verdadero Yo seguía entre las llamas del parque, orgulloso e inamovible; desperté perdido en la nada que asolaba el exterior de la ciudad, abandonado a mi suerte en el interior del refugio. ¿La nada del exterior? ¿Con esto quiero decir que en la ciudad había algo? Claro, había caos, y a él me había acostumbrado. Así era el calibre de mi ceguera.
Donde sí ardía el fuego - quién sabe si traído del mismo sueño - era en la chimenea. Se trataba de un ejemplar de pequeñas dimensiones, aparentemente inofensivo. Fedor lo debió de preparar antes de echarse a descansar. Por la cadencia de su respiración supe que dormía. Sancho al menos servía de manta. En cualquier caso, pensé que era buen momento para darle esquinazo, pero el campo extenso y solitario, la noche cerrada, los charcos invisibles y el viento helado de las montañas me echaron atrás. Lo dejaría para una ocasión más propicia.
Presencié la agonía del fuego y el dominio paulatino de la oscuridad con un nudo en la garganta. El viento silbaba fuera, la respiración de Fedor dentro. De haber tenido un televisor lo habría puesto a todo volumen. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que los primeros rayos de sol cruzaron la ventana, una dolorosa eternidad en todo caso, pero cuando al fin lo hicieron, me incorporé agradecido. Fuera los pájaros empezaron a trinar. Todo parecía perfecto hasta que despertó Fedor. Tosió rompiéndose por dentro. Vi que sudaba.
- Maldita lluvia – le oí, y se incorporó farfullando algo ininteligible, en un idioma escabroso, a base de estornudos. La fiebre se le escapaba por los ojos. Tardó en percatarse de mi presencia.
- Ah, ya despertaste… - habló con la vista perdida en el suelo, cubierto con una manta de cualquier manera.
No dijo más. Tosió antes de arrebujarse. No apartaba la vista del suelo. Parecía que no podía despegarla de él.
En una alacena encontré queso, miel y nueces. No me pregunté qué hacían allí, sólo sé que comí hasta quedar saciado. Fedor seguía a lo suyo, temblando como una flor agitada por el viento. Le coloqué la manta, no fuera a resfriarse de verdad.
El día entraba a raudales por las ventanas. Estudié con curiosidad un tablón polvoriento que colgaba de una pared. Se trataba de un mapa: el dibujo de una decena de casas, tres o cuatro grúas y la sempiterna autopista representaba la ciudad; un poco más al este estaba el refugio número 3, dibujado con forma de choza; el refugio número 1 quedaba más al este, en las montañas; el refugio número 2, situado entre los anteriores, parecía ser una especie de enlace.
Mensaje recibido: debía dirigirme a las montañas.
Volvía a ser un peón en manos de ella. Era lo que quería, ¿no? Sí, quizá fuese lo mejor, ya había visto cómo me sentaba la responsabilidad. Hice una foto del mapa para inmortalizarlo. Parecía el mapa de una de esas novelas de género fantástico que leyera años atrás, siendo un crío, algo desconcertante por otra parte, lo reconozco, pero qué le vamos a hacer, tenía que asumir aquella realidad, si no estaría perdido.
-M-O-N-T-A-Ñ-A – deletreé esta palabra lleno de euforia, observando el perfil rocoso en el horizonte. Nunca había estado en una. En la ciudad, que yo sepa, nadie lo había hecho. Las había visto en la tele, en el cine y en algunas viejas fotografías; había leído sobre ellas en infinidad de libros, revistas y periódicos. Espigadas, blancas por la nieve, secas y rocosas, temibles, descomunales, todas libres… L-I-B-E-R-T-A-D. Para mí las Montañas, sin haberlas visto, habiéndolas soñado únicamente, siempre equivalieron a Libertad, pues no se debían a nadie, vivían su vida en otro nivel, una vida generosa que permitía que las marcasen con caminos, que parcelasen su piel, que las habitasen, y que aún así seguían conservando su esencia, rasgando las nubes como torres de la naturaleza. Por eso yendo a ellas, a pesar del mapa y de la orden implícita que representaba, sería libre.
Salí del refugio. El sol, ojo majestuoso de mis sueños, pendía a baja altura. Las nubes habían desaparecido con el viento. Observé las montañas, mi destino, el primer horizonte no urbano de una vida entre ladrillos y hormigón. Saqué la cámara y tiré una foto.
Fedor dormitaba con la fiebre pegada al rostro.
- Hasta siempre, Sancho – cerré la puerta antes de marchar.





7. Mi nuevo amigo


Mientras me alejaba, sentí algo parecido a remordimientos, pero sin llegar a tanto, ¿o es que Fedor no era una sombra? El asunto es que tal inquietud no iba más allá de su simple formulación, pero eso ya era algo, quizá le estuviese cogiendo algo de afecto, aunque no mucho, por supuesto.
- Fedor, lo siento un poco, tendría que haberte arropado mejor, tendría que haberte dejado más nueces… - grité al campo solitario.
¡Qué desahogo! Con qué alegría proseguí mi marcha, poniendo tierra de por medio, no fuera a recuperarse y me diese alcance.
El sol siguió trepando el cielo azul. La temperatura era agradable. Empezaba a sentirme mejor. De tanto a en tanto me arrodillaba a beber del arroyo. Su agua era fresca y cristalina, con poco sabor. Para corresponderle, le hablaba con dulzura; de aquel torrente poético creo recordar los siguientes versos:

Riachuelo pequeño
de aguas y sonrisas,
de brillos y caricias,
riachuelo de empeño
qué dulce que es el agua
que suave deslizas,
riachuelo, riachuelo
frágil como mi propia vida.

El riachuelo y yo fuimos así intimando, y como la hierba era copiosa y traicionera, pues ocultaba despiadadas cavidades, decidí caminar descalzo por su cauce. Esto aumentó el aprecio que sentía por mi nuevo amigo y refrescante compañero, al cual recompensé con un recital de versos de gran valor literario. De vez en cuando me daba la vuelta y oteaba el camino que iba dejando atrás, pero Fedor no aparecía. Mucho mejor.
Horas después, cuando el sol descendía camino de su morada nocturna, observé mi sombra alargada:
- Una sombra por otra sombra… - dije pensando en el bueno de Fedor.
El sol siguió cayendo, pasando del amarillo al naranja. El viento salió de su guarida con su aliento helado. Las aguas del arroyo, templadas hasta ese instante, refrescaron, enturbiándose con las primeras oscuridades de la tarde. ¡Qué forma de tratarme era esa! Me calcé enfadado.
Estaba cansado. Apenas había comido. Las montañas estaban ya cerca, alzándose como colosos de piedra. ¿Faltará mucho para el refugio?
No había terminado de contestar a la pregunta cuando apareció el refugio número 2. Entré sin despedirme del arroyo. Trabé la puerta por si acaso.


8. En la noche omnipresente


La noche se derramó sobre el refugio como un alud de nieve negra. Poco antes había buscado las primeras estrellas pegado a la ventana; sólo hallé oscuridad uniforme, infinita.
Por una vez el viento me tranquilizaría, pues su voz me rescataba del aislamiento que sentía dentro y fuera de mí. Me acosté en el jergón asomando la cabeza de la manta, los ojos bien abiertos, el corazón martilleando en mi pecho. El temor a que Fedor regresase recorría por todo mi cuerpo. Me dormí con los dedos pegados al reloj de arena, asido a la balsa de su símbolo perenne, rodeado de una negrura impenetrable.


9. La ascensión.


La mañana despertó sin Fedor. Las nubes tapiaban el cielo. Desayuné queso y nueces y partí decidido. Pronto alcancé las primeras estribaciones montañosas. Hacía frío y el viento soplaba del oeste, agitando los escasos arbustos que poblaban la tierra. Ascendí por un camino que se fue haciendo cada vez más abrupto, con el riachuelo saltando siempre a mi izquierda, agitado por la pendiente. El camino desembocó en un sendero que aunque empezó casi llano, se fue haciendo dificultoso. Un par de relámpagos cegadores rasgaron el cielo, ahora prácticamente negro. Apreté el paso preocupado. El sendero atravesó una serie de túneles escarbados en la roca, no muy largos, habitados por murciélagos. El riachuelo surgió tras un recodo transformado en una cascada de más de treinta metros. Descansé unos minutos junto a ella. La ciudad, una línea irregular y grisácea, se extendía por el horizonte igual que una mancha pegajosa llena de recuerdos. ¿Se trataba entonces de recuerdos manchados? Creo que no es necesario contestar a esta pregunta. Desde la montaña era difícil imaginar el hervidero de existencias enjauladas, el apilamiento sistemático y la soledad masificada que sufrían los habitantes de la ciudad. Desde la montaña la ciudad sólo era una conjetura, un espejismo repleto de vida sin consumar.
Otra vez en camino: nuevas rampas, un oscuro pasadizo que parecía no tener fin y una escalera arañada en la piedra con una terrible caída a la izquierda. Me dije que estaba recorriendo los mismos escenarios que leyera años atrás en los libros de literatura fantástica. Ascendía, pues, como los héroes que me inspiraron, a través de un mundo creado con mi imaginación. ¿Hacia dónde me dirigía entonces? ¿Hacia fuera o hacia dentro? Puede que mi viaje no fuese más que una ilusión y en lugar de huir no dejaba de penetrar más y más en mi mismo. ¿Qué sorpresas me deparaba el destino? Me obligué no contestar. No era el momento. El último corredor desembocaba en la cima sin nombre, cubierta de nubes. Una luz desvalida, anaranjada, señalaba el refugio nº 1. Dentro aguardaba una sorpresa de dos metros.
- ¡Amigo!


10. Nubes


- Llegué hace varias horas. Ella ya estaba aquí…
¿Ella aquí?
Mi cansancio desapareció al oír la palabra mágica. ¡Lo que hubiese dado por preguntarle a Fedor! Pero cómo le iba a hablar, no sería consecuente conmigo mismo y ¡sólo de pensarlo me ahogaba y no podía respirar!
Sancho, yo te hablaría, pero ya ves, la naturaleza es sabia y me lo impide. Mejor no forzar las cosas. Si tengo que enterarme de algo, supongo que lo haré de todos modos. ¿Qué podrías aportarme realmente? Gracias de todos modos y no insistas.
Salí del refugio con Fedor haciendo de sombra. Las nubes se cerraban a mi paso, formando un muro vaporoso e impenetrable a mi alrededor. ¿Cómo sería el paraje en el que me encontraba? Un camino empedrado se esfumaba delante de mí. ¿Dónde llevaría?
- Amigo – dijo Fedor-, no vayas, no es seguro…
No podía perderme, sólo con desandar el camino regresaría. Además, ¡necesitaba saltarme el guión!
Empecé a caminar. El piso era irregular. Debía ir con cuidado o me torcería un tobillo. De nuevo tuve la sensación de que aquel lugar no me resultaba ajeno. ¿Seguía en uno de mis escenarios? Seguramente. Fedor se había quedado atrás. La luz anaranjada del refugio desapareció entre las nubes. Hacía un frío húmedo que llegaba a los huesos. No se escuchaba ningún ruido. Avanzaba a tientas. De no haber sentido el piso de piedras bajo los pies habría creído que estaba flotando en el aire.
Apenas formulé este pensamiento, oí su voz, de nuevo ella, a mi izquierda, entre la espesura:
- Vuelve, no sigas…
Luego, silencio.
- Ven, ¿dónde estás? – pregunté emocionado.
Percibí el murmullo de unos pies ligeros deslizándose a mi alrededor.
- Vuelve, las nubes te engañan.
¿Por qué no podía seguir? Algo me dijo que debía obedecer. Antes de regresar me alejé aún unos cuantos pasos, desbordado por el peso de la conciencia.
Ella no volvió a abrir la boca.





11. El reencuentro


Cenamos. Queso, nueces y miel. La misma comida en los tres refugios. ¿También formaba parte del escenario? Estaba convencido de que su origen volvía a ser las novelas de género fantástico. Dicho así, más que cenando, estaba recordando. ¿Puede uno alimentarse de recuerdos? Me dije también que sí. Entonces ¿qué estaba comiendo Fedor? ¿Mis recuerdos, los suyos, una mezcla de ambos? El fuego de la chimenea bailaba frente a nosotros. Recordé las llamas del parque con una punzada de remordimientos. Fedor me observaba desde su vacío masticando un montón de nueces.
La puerta se abrió de golpe. Era ella: alta, pelirroja, con un vestido verde.
- ¡Salud! - dijo sonriente.
Devolví el saludo azorado. Ella tomó asiento entre los dos. El fuego dibujaba curiosas sombras en su rostro. Estaba bellísima pero…
-¿Por qué me obligaste a parar en el camino?
Se tomó su tiempo antes de responder:
- Huías ciego…
-¿Y no es para estarlo? Tú misma te encargas de ello. Además, ¿qué es todo esto? Me refiero a las montañas, al refugio, a la comida, ¿son un producto de mi imaginación?
- Identificas el escenario porque lo conoces, es tuyo.
-¿Qué quieres decir?
- Sé que las dudas te corroen, pero entiende, saliste de la ciudad sin salir antes de ti mismo, qué quieres, eso siempre es un problema, de ahí que cargues con tus obsesiones y que tengas esa impresión de estar perdido e indefenso. El verdadero objetivo de este viaje es que te conozcas mejor, en ello estás.
-¿Entonces seré libre?
-¡Otra vez con eso! – y me miro enfadada - La libertad no existe. Existen estados intermedios, actitudes adecuadas. No hablo de formas maquilladas de sumisión, hablo de objetivos realistas, de un punto de clarividencia que hará tu vida más feliz y llevadera. Pobre, creíste que saliendo de la ciudad dejarías atrás los problemas. Te equivocaste de plano. Tú formas parte de ellos. En cierto modo tú eres el Problema. ¿Entiendes?
-Entiendo…
-Ésa es tu mejor baza, que entiendes, y como entiendes, puedes cambiar… El que no sabe no tiene posibilidad de cambio.
-¿Por qué te preocupas por mí?
-¿Quién lo haría si no? - miré a Fedor con cierta complacencia, pero me topé con un muro que ni siquiera parpadeaba.
-Bueno, ¿qué debo hacer?
-Aprender.
-Sí, pero cómo…
-En su momento te dije que la cárcel más grande cabe en el hombre más pequeño, y tú no eres precisamente un hombre pequeño; eres un hombre grande, un hombre grande atrapado en una cárcel de las más grandes, que no dejas de ampliar con tus preocupaciones, con esos muros ideológicos que has levantado a tu alrededor y con tantos pensamientos en los que te enredas tu sólo. La falta de libertad plena hay que asumirla sin temor. Asume tu propio escenario sin miedo. No se trata tanto de huir como de saber cambiar. La ciudad necesita cambiar. Tú te has dado cuenta, pero para cambiarla primero necesitas cambiar tú. Y de eso no te has dado cuenta. Así de sencillo.
-Mi objetivo, por lo que veo, es un sucedáneo de la libertad…
-Tu objetivo es ser más feliz – sentenció - ¿Te parece poco?
-No, claro…
-¡Pues no le des más vueltas!
Fedor tomó la palabra de un modo desconcertante:
- Cadena perpetua de hastío.
¡Sancho haciendo de Quijote! Esto sí que no lo esperaba. Ella dio un largo suspiro antes de continuar:
-Bueno, ¿qué te ha parecido el exterior?
- Antes dame un beso… - parecía un niño caprichoso.
Sus labios cayeron sobre mí. Me sentía afortunado, único. Cómo deseé que Fedor se volatizara, pero el beso terminó en cuanto ella quiso, y Sancho seguía ahí, observándonos de un modo indescifrable.
-En general, me ha ido bastante bien. Hubo ocasiones en que estaba alegre y lleno de curiosidad, no me preguntes por qué, pues en otras me veía insignificante, igual que uno de esos arbustos con los que me cruzaba por el camino, o me sentía como este refugio, aislado en mí, sombrío, invadiendo un lugar en el que no debía estar. Días en los que siempre tuve la sensación de no avanzar, el campo era siempre el mismo y las montañas parecían inalcanzables. En la cuidad cada calle es una referencia. Referencias que en el campo desaparecen. Aquí la única referencia eres tú mismo.
- Y ¿qué te ha parecido a ti? – preguntó a mi sombra.
- Una experiencia inolvidable de la que estoy muy agradecido…
-Gracias Fedor por la concisión… Ya es tarde; es hora de dormir - Y mirándome fijamente sentenció - Mañana hablaremos de cosas importantes.


12. Llamas y menta


Tumbados en torno a la chimenea, arropados por el fuego, con el viento ululando enfurecido, impotente de no poder colarse dentro, mis pensamientos se fueron relajando hasta convertirse en sueño, estaba otra vez en el parque. Las llamas me rodeaban peligrosamente. La muchedumbre tomaba palomitas y coca-cola. La corriente roja azotó los árboles más cercanos y un clamor sordo brotó de las gradas que habían levantado a la sazón. El calor era abrasador. Las llamas reptaron por el suelo, aproximándose a mis pies. Una columna endiablada se alzó a mi espalda. El anfiteatro guardó un silencio terrible, expectante. Apreté los dientes, esperando el desenlace. Alguien tomó mi mano derecha, con delicadeza. Cuando las llamas cayeron sobre mí, sentí como si me rociasen con agua fresca con sabor a menta. Su contacto me había salvando. Un murmullo de desconcierto y desaprobación creció en el anfiteatro.
-No les está gustando el final de la historia.
-Que se vayan preparando. Se avecinan cambios que tampoco les van a gustar – y sonriendo - El fuego te ha purificado. Espero que te sientas mejor cuando despiertes.
Reí bajo las llamas, alzando una carcajada fresca.
-Ahora que Fedor no nos ve – me dijo-, ¿por qué no me das otro beso?


13. El pedestal


Las nubes se habían marchado dejando tras de sí pequeños bancos grises. La cumbre era un conjunto de grandes rocas de cantos afilados y cubiertas por el musgo. El refugio quedaba a un lado, en un pequeño claro, junto a la boca del túnel por el que llegué. El camino empedrado descendía por la otra vertiente, retorciéndose en cada recodo. El sol ascendía hacia el cielo despejado, de un azul intenso.
-¿Preparados para caminar? – dijo ella.
-¿Dónde vamos? – pregunté.
-Hacía ti – contestó enigmática, y yo no añadí ni una palabra.
Tomamos el camino que, estrecho y bien trazado, descendía entre grandes rocas. Respiré feliz aquel aire puro, que llenaba mis pulmones como un brebaje exótico, lleno de vida. Poco después la marcha se hizo más abrupta y empinada. El paisaje se fue abriendo a nuestros pies, mostrando un valle amplio, coloreado con marrones y amarillos de todas las clases. Parecía una manta vieja devorada por el sol cruzada por un río casi seco. Era el río de mis sueños. Por él había navegado en mis sueños durante los últimos años.

“…desciendo por un torrente caudaloso, indiferente al sol y a las nubes, a la lluvia o al viento que llora, pendiente de no volcar, en un viaje de muchas millas donde los paisajes cambian antes que las ideas y uno tiene que recapacitar rápido…”

Deslicé la vista por el río, fue como si lo estuviera navegando con mi barca, la de siempre, la que construyera con tanto dolor y desconocimiento, mientras la vista, que se creyó barca - que en verdad fue barca -, se deslizaba por el cauce, hasta desaparecer en la distancia. Cuando la vista no dio más, navegué con la imaginación, que entró en el mar con firmeza, encarando los envites de las olas y los azotes del viento como buena barca que era. Recuerdo que me detuve en ese punto del horizonte en donde el agua se confunde con el cielo.

“…en un mar casi ilimitado con un horizonte por descubrir y mil puertos en los que recalar, en una travesía en donde las ideas pueden explotar como la espuma en la tormenta o acompañarte durante días en la estela tranquila de mi mar en calma…”

Discurrimos por el camino, ahora menos escarpado, junto a un riachuelo que tuvimos que sortear dos veces por sendas plataformas de piedra. Las cumbres apuntaban al cielo con su perfil majestuoso. Sentí un respeto indescriptible hacia aquel paisaje inmenso y desinteresado. Mi sombra caminaba delante, junto a ella, ajeno a mis emociones. Intenté remediar la afrenta acelerando el paso y poniéndome a su altura. Pronto descubrí, no poco contrariado, que no había espacio suficiente para caminar los tres en paralelo, así que lo pensé mejor y desistí con la generosidad de las montañas; que mi sombra fuese libre, ya regresaría…
El caminó entró en un espacio protegido por una cerca de piedra. Era amplio y estaba cubierto de mala hierba. Al fondo había un pedestal esculpido en la roca.
Fedor rompió el silencio:
- Qué lejos queda ahora la ciudad…
Sí que queda lejos, maldita sombra. Allí nadie nos echa de menos; bueno, tu mujer quizá sí, pero a mí, ¿quién lo hará?
Cosette lo hacía cada segundo, pero ¡qué me importaba entonces! Luego vería la luz, en fin, esas cosas que se dicen… En cualquier caso, volvamos al pedestal de mis sueños, no profanemos el final de la historia, que ya llega.
Ella tomó la palabra, con voz firme:
- Éste es el pedestal de tu Voluntad, sobre él fraguaste muchas de tus ideas y esperanzas. Puedes ver lo abandonado que está. Lo olvidaste hace demasiado tiempo, desde que la ciudad pudo contigo, pero el pedestal existe, siempre existió. Es tuyo. Dentro de esa bolsa - se refería a una bolsa negra que había sobre el pedestal- hay una llave única que, de utilizarla correctamente, conllevaría grandes cambios.
-¿Es una llave de verdad?
- Mejor que lo veas tú mismo. Toma - cogí la bolsa - Eres libre de hacer con ella lo que quieras.
Como se ve, aquella libertad no era tal; en realidad, se trataba de otra orden encubierta, en toda regla. Volqué el contenido sobre la palma de mi mano derecha. Una semilla grande, similar a la de un albaricoque, rodó hasta la punta de los dedos. No supe qué pensar.
- ¿Qué hago con esto?
- Lo que quieras.
- ¿Es la semilla de un frutal?
- Mucho más que eso; se trata de tu voluntad concentrada. Deberías darle (darte) una oportunidad.
No sé por qué pensé en el huerto de Ryu. Plantaría allí la semilla.
Qué ocurre, ¿añoras la ciudad?
Ni mucho menos.
¿Entonces?
Qué se yo. Lo haré así y punto.
- Regresaré a la ciudad – dije no demasiado convencido.
- Bien.
-¿Y después?
-Después qué.
-Sí, que después qué debo hacer, qué pasará…
-Date un respiro, disfruta del momento... Aunque no lo creas, eres libre.
-Entonces regresaré…
-Yo todavía no – dijo Fedor con la vista clavada en el horizonte -. Antes he de ir al mar. Luego, ya veremos…
¡Increíble! Sancho y la rebelión consumada. En fin, se veía venir. No lo impediría, por supuesto, allá él...
- Adiós – alargó su manaza desagradecida. Sé que tenía que haberme mantenido firme y no haberle correspondido, pero heme allí estrechándosela como iguales.
Sin llegar a darme la espalda del todo, se acercó a ella:
- Adiós – dijo con una sonrisa que no me gustó. Dos besos sellaron la despedida.
Desapareció tras la cerca. Todo fue tan rápido que aún no me lo creía.
- No esperaba esto de Fedor, la verdad…
- Y qué esperabas – dijo ella frunciendo el ceño-, ¿su esclavitud permanente? La libertad debe ser completa. Asúmelo y deshazte de tus prejuicios de una vez.
- Qué remedio me queda…, por cierto, quiero bajar un momento al río ¿Me acompañas?
- No, mejor te espero por aquí…
- Como quieras.


14. La tumba


Tomé un camino cubierto de maleza que corría paralelo a la cerca. Unos escalones tallados burdamente en la roca me llevaron a una pequeña planicie en la que nacían dos senderos. Fedor se alejaba por el de la izquierda, en dirección al mar. Yo escogí el de la derecha, que llevaba al valle. El sendero dibujaba peligrosas pendientes. El paisaje era cada vez más árido, la vegetación escaseaba. El aire soplaba abrasador. Un par de aves trazaron caprichosos dibujos en el cielo, lienzo azul en el que no dejaban más huella que su misma presencia, cual pintor sin paleta, todo pincel.
Llegué al valle sudando por cada poro. Las aves proseguían su danza en lo alto. Encontré una barca varada en la arena. Era la barca de mis sueños. ¡Qué grande se me hacía aquello!
La corriente del río era tan débil que la crucé sin esfuerzo. La tabla descolorida del túmulo destacaba en la ribera requemada. Acaricié con los dedos la caligrafía muerta de la inscripción: Pedro Duarte.
- Gracias por ayudarme a salir de la ciudad – susurré de rodillas, con la cabeza gacha, las manos cruzadas y los ojos cerrados. No obtuve respuesta. El sol caía a plomo, el viento soplaba a rachas ardientes, las aves daban vueltas sobre mi cabeza formando un círculo perfecto.
- Gracias por ayudarme – repetí apretando las manos hasta fundirlas en un doloroso abrazo de dedos cruzados.
La salida siempre estuvo ahí; yo no tuve que hacer nada - respondió al fin mi voz de Pedro.
-Eres el hijo que nunca tuve.
Yo soy el hijo que nunca fui.
-Te quiero, Pedro.
Te quiero Pedro.


15. El pedestal vacío


La tumba supo serenarme. Regresé sin prisa, con la mente despejada, afrontando con entereza, sin quejarme, los rigores del ascenso y el calor sofocante; todo este castillo de naipes se derrumbó al llegar al pedestal y no verla. Me sentí engañado, vacío. ¿No dijo que me esperaría? No te alarmes tan pronto; quizá esté en el refugio. Quizá, sí, pero algo me decía lo contrario. En esto, empezaron a brotar margaritas y claveles de vivos colores. Coronas de hojas verdes adornaron los arbustos secos. Un ruido atronador surgió del el valle, era el río, su corriente se había multiplicado milagrosamente.
La alegría también llenó mis ojos. Sentado en la cerca, sin proponérmelo, localicé a Fedor; un punto distante en el valle, y por primera vez no sentí ningún rencor ni malevolencia hacia él.
-Ve en paz, amigo.


16. Besos desde ninguna parte


Subí las últimas rampas dominado por los peores presagios. Dentro del refugio encontraría la siguiente carta:

Al final no pude esperar. Deja que el corazón te posea y camina alegre. Mil besos desde dentro de ti. Abajo la sonrisa perpetua. Cántame por dentro.

Y la canté, ¡vaya si lo hice!, releyendo la carta de forma obsesiva, deteniendo mis emociones en cada palabra, devorando cada frase en busca de una clave oculta, de una brizna de esperanza donde parecía que no lo había. ¿Se trataba de una despedida? Podía ser, por qué no, pero ¿así, sin más?
- Gracias por quererte tanto – canté con los ojos rotos.
Si me daba prisa, podría llegar al refugio nº 2 antes de que cayera la noche, y quién sabe, tal vez nos reencontrásemos en la ciudad, aunque lo cierto es que no muy optimista.
Sobre la mesa había un libro de pasta roja, letras doradas: El libro de juguete. Era el mismo que encontré en el carro de los mendigos. El final estaba en blanco. Leí la última página escrita:

“Subí las últimas rampas dominado por los peores presagios. Dentro del refugio encontraría la siguiente carta”

Al final no pude esperar. Deja que el corazón te posea y caminarás alegre. Mil besos desde ninguna parte. Abajo la sonrisa perpetua. Cántame por dentro.”

No quise leer más. El libro seguía registrando el curso de mis andanzas, en tiempo real. Lo dejé sobre la mesa, conmovido. Antes de partir hice varias fotos. Quise atrapar aquel lugar para la posteridad. Trabajo vano; el pasado es pasado; las fotos, telarañas en las que nos enredamos si se las mira más de la cuenta. Empecé a bajar la montaña dándole vueltas al libro, a ella e incluso a Fedor y su desplante, hasta que alcancé a mi buen amigo el arroyo. Entonces me puse a pensar en otras cosas que no recuerdo.
Lejos, rayando el horizonte, la luz del atardecer bañaba la ciudad con tonalidades rojizas. Era como un bosque en llamas. El sol penetró en la nube de polución.
Seguí mi camino.

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