La ciudad de juguete
1. El pasadizo.
Una colisión múltiple en la autopista me daría la bienvenida a la ciudad. Alguien podría pensar que los coches volcados sobre la calzada dormían a pierna suelta si no fuera por el fragor de las bocinas de los demás vehículos y las sirenas de las ambulancias que pedían paso con sus voces psicóticas. Una línea de bloques mellados y grúas indiferentes destacaba por encima de esta escena. Calculé que quedaban tres horas de luz y aún tenía que encontrar la entrada a la ciudad entre la vegetación. Cuando hallé la puerta un buen rato después, escondida tras unos arbustos, la autopista ya había recobrado la normalidad. Fedor vino entonces a mi memoria. Casi podía verle frente a mí, arrodillado cuán grande era, restregando su narizota en una flor. Pero Fedor ya no era el de antes, se había transformado en una paradoja de dos metros que pululaba dentro de mis sueños a sus anchas. Lo imaginé tendido en una de las orillas de mi mar, con las olas rompiendo a sus pies, contemplando la puesta de sol y el ir y venir de las gaviotas...
La oscuridad y el silencio del pasadizo me aterraron. Por dos veces me di la vuelta añorando, he de confesarlo, la mano infinita de mi amigo. El caso es que me rehíce y seguí avanzando, a tientas, helado de frío, dando pasos cortos.
- Ayúdame, amigo.
Empecé a canturrear una canción para tranquilizarme, aunque no recuerdo cuál. Mi voz débil e indefensa rasgaba la noche estrecha y húmeda del pasadizo mientras apretaba la bolsita negra y el reloj de arena contra mi pecho.
Tara tata tata ta ta tata…
Un punto de luz emergió en la oscuridad; era el cartel iluminado:
SALIDA 1283809
El rumor de la autopista llenó el pasadizo poco después. Avivé el paso hasta que tropecé con los escalones.
2. Camino a casa
Llevaba dos días roto de amor y sin sombra. Caminando entre construcciones a medio hacer, levanté al fin la vista del sueño y salí de la abstracción que me atrapaba, pero ¿qué diferencia había? La libertad está en la cabeza.
Recorrí una calle cortada por una obra. Un par de excavadoras con los cristales tintados agujereaban el asfalto sin mucho sentido, gruñendo como bestias que devoran su presa. Varías grúas giraban sus plumas sobre mi cabeza. No se veía un alma. Nadie tenía el menor interés por aquel erial.
Penetré en una avenida recién terminada. Los bloques parecían enjambres marrones de 15 plantas con las persianas bajadas. Los locales a pie de calle estaban tapiados. No me encontré con nadie. Un coche pasó a lo lejos a toda velocidad. Nada más. De vez en cuando veía algún cartel anunciando viviendas de nueva construcción a la soledad dominante: Residencial Los Pinos de las Montañas, Urbanización Las Dehesas, Los Jardines de Tebas… A todos, sin excepción, les lancé un corte de mangas, en defensa propia, eran ellos o yo, pura cuestión de supervivencia.
Llegué a mi barrio: voces, gritos, tiendas bien surtidas, coches, portales recién fregados, aceras concurridas, cubos de basura repletos en los que seguían arrojando basura, un autobús de línea, otro, varias motos, un mendigo, dos colegios, más tiendas, más cubos de basura, semáforos, pasos de cebra, algún ciclista con mascarilla, un par de obras controladas, una grúa, más portales y finalmente mi bloque.
3. Sabemos que fuiste tú
Eché una mirada sin querer a mi coche; estaba destrozado. Era como si una horda salvaje la hubiese tomado con él. La televisión, por cierto, había desaparecido.
…te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo…
Los vehículos de alrededor - con la chapa impecable y los cristales relucientes - parecían recién salidos del concesionario.
…te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa…
¿Habrá sido el bándalo?
…no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj...
Un par de vecinos husmeaban desde el balcón. Al saludarles empezaron a disimular haciendo como que buscaban algo. Otro tipo, que me sonaba de vista, lavaba su coche echándome miradas de soslayo continuamente.
- ¿Qué ocurre aquí? – murmuré sin despegar los labios.
Entre los cristales rotos que cubrían el asiento del conductor de mi auto había una nota arrugada:
Sabemos que fuiste tú.
Fdo.: El Vecindario Enfurecido.
El tipo que lavaba su coche me observaba ahora sin disimulo, desafiante. Al girar la cabeza creí ver movimientos tras las cortinas de varias ventanas. Un vecino que salió de mi portal, al toparse con mi mirada, apartó la suya, molesto. ¿Se habrán vuelto locos?
Ante semejante estupidez comunitaria, descargué parte de la tensión que arrastraba en los últimos días, gritando:
- A mí no me ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Y como tampoco tenía intención de ponerles demasiado fácil mi linchamiento, decidí refugiarme en casa.
4. El alpiste
Salí al balcón lleno de curiosidad. Un grupo de vecinos discutía junto a mi coche. Un tipo con el que siempre tuve una relación de lo más cordial propinaba patadas a uno de mis neumáticos. Aunque su obcecación era estéril, pues la rueda ya estaba pinchada, me preocupaba la agresividad latente que conllevaba. Si hacen esto con una rueda qué no harán conmigo. De pronto me vieron: insultos, mofas y provocaciones, y como no quería ser el blanco de tanta estupidez, entré en casa, cerré la puerta y bajé las persianas para aislarme cuanto pudiera. Estaba agotado. Procuré evadirme tumbándome en el sofá, recreando el beso que soñamos en el refugio, a hurtadillas de Fedor, suspirando ahíto de recuerdos insuficientes. Me dije ese tópico de que el tiempo lo arreglaría e intente creérmelo, de verdad, luego recordé la semilla, se supone que debía hacer algo con ella, lo que fuera, pero no en ese momento, mejor cuando tuviese más fuerzas, tal vez al día siguiente. Puse la semilla en mi mano.
- ¿Qué sombra aguarda en nuestro camino?
El clamor aumentó considerablemente. Las descalificaciones, que prefiero no transcribir, pues sólo servirían para emborronar el texto, se volvieron más soeces. El griterío se volvió insoportable. No escapaba de él ni encerrado en el baño. Un improperio especialmente sangrante, que atravesó la puerta del balcón, la persiana, la puerta del salón, la del baño y las manos con las que me tapaba los oídos, tocaría la campana del primer round:
- ¡Me voy a pasar por la piedra a tu amiguita!
Quizá fue producto de mi imaginación, quién sabe, en ese momento no me lo pareció, al contrario, parecía que era tan real como el odio de mis vecinos, cuyas risas avivaron aún más la ira que me devoraba. No puede contenerme. Salí al balcón fuera de mis casillas. La turba, que ya pasaba la veintena, explotó al verme:
- ¡CABRÓN! – no necesito explicar el grado de crispación dominante. Dos tipos no paraban de dar golpes a mi coche con sendos martillos. No podían ser tan tontos:
- Dejadle, él es inocente… - solté con sorna.
- Sí, pero tú no – replicó uno que no había pillado la broma. Por lo que vi, ninguno la cogió; no eran más que un gallinero cacareante. Así que seguí mofándome a mis anchas:
- Apenas tiene siete años, dejadle marchar…
- Sí, pero a ti no – era la misma gallina de antes. Había coincidido con él en la panadería del barrio varias veces y alguna que otra en el aparcamiento. Un conocido perfectamente prescindible de hola y adiós.
- Bueno, decidme quién ha dicho lo de mi amiguita.
Tras cuatro o cinco segundos de desconcierto, gritaron al unísono:
-TODOS.
- Muy bien, vosotros lo habéis querido - entré en casa dejándoles con los ojos clavados al balcón.
Del fondo del armario saqué un paquete de alpiste de dos kilos, sin estrenar, último vestigio de un canario cojo que tuve dos años y que dejé marchar por respeto hacia mis oídos. Sopesé el paquete: estaba casi lleno. Fuera no se oía ruido alguno. Salí al balcón. La turba callaba, expectante. Adiviné una sombra de temor en sus ojos, quizá intuían la que se les iba a venir encima, por eso quise darles otra oportunidad, la última:
-Gallinitas, sed buenas, ¿quién ha dicho eso de mi amiga?
Se miraron entre sí buscando consenso. Ellos mismos firmaron su sentencia al responder:
- TODOS.
- Vosotros lo habéis querido...
Tiré el alpiste por encima del balcón, con generosidad, a la voz de pitas, pitas, pitas procurando esparcirlo equitativamente. Los granos cayeron como dardos pillándoles con la guardia baja y los ojos bien abiertos. Heridos por mi arma inverosímil gritaron como niñas de párvulo, bailando de dolor con un ritmo diríase que tribal, aunque exento de encanto estético, ya que movían el cuerpo con fuertes sacudidas y ponía muecas sumamente desagradables. Todo un espectáculo. Buscaron refugio en el portal como pudieron. Guardé la respiración pegado a la mirilla. Sus insultos retumbaron entonces en la escalera. Aquella jauría de ojos colorados surgió de repente, chocando contra la puerta. ¡Gracias a dios que era blindada!
- Si queréis más alpiste, no lo pidáis de este modo; salid a la calle y os lo daré como es debido, por el balcón.
Replicaron con insultos. La puerta tembló a base de golpes. Así estuvieron cinco minutos. Luego regresaron a la calle en silencio, derrotados. Me asomé al balcón con el paquete de alpiste, no fueran a creerse que me amilanaba, pero no percibí ánimo de guerra inmediata.
Pasé al salón y corrí las cortinas para otear la calle sin ser visto.
5. Cosette
Llegó la noche. El grupo no había dejado de crecer. Muchos indecisos se habían ido sumando a última hora, agitando sus brazos hacía mi balcón. ¿Dónde se habrá metido la policía? Era consciente de que la mayoría de aquellos individuos no había cruzado entre sí, durante años, más que monosílabos, si es que no se habían ignorado directamente, y que ahora compartían cervezas y bandejas de embutidos entre risas y palmaditas en la espalda. Yo era, obviamente, la razón de ser de su camaradería y cuánto mayor era ésta mayor era mi pesar.
Sonó el telefonillo; contuve el aliento: ¡Que no vuelvan a llamar! Tras varios segundos de espera, volvió a sonar: Pero ¡qué querrán ahora! Y otra vez más: ¡Malditos!
Observé el telefonillo horrorizado, se había convertido en un enemigo a punto de abalanzarse sobre mí de un timbrazo traicionero. ¿Qué debía hacer? No me atrevía a moverme. En la calle reinaba el silencio. ¿Ocurrirá algo? El timbre sonó otra vez. Tomé el auricular:
- ¡Sí! - dije entre enfurecido y asustado
- Hola, soy Cosette – era su voz. Esto si que no lo esperaba.
- Hola… - y recordé sus imágenes en la casa, saludándome con tanto amor.
-¿Qué ocurre aquí, qué has hecho? Estoy preocupada.
- Nada… - espeté al auricular.
- Aunque no debería ser yo quien lo diga, ¿quieres que suba?
Claro que sí, Cosette, pero consigue antes que se esfumen esos animales. Sube entonces y te hablaré de las fotografías y de todos los dibujos que vi en una casa de la calle Amnistía. Allí estabas tú con otras chicas, o acaso seáis la misma, quizá tú me lo puedas explicar... No se trataba de un lugar corriente en cualquier caso. Tampoco lo era ella. O tú. O todas las que “estabais” en aquella casa. Dime si eres quien dices ser. Dime lo que sea, pues me viene bien oír tu voz, saber que quieres estar a mi lado y que me apoyas. Espanta a esa chusma y sube, por favor …
Podría haberlo dicho así, tal cual, pero no abrí la boca; apreté el interruptor del telefonillo, que vino a ser una especie de venga, sube inarticulado. Oí por el auricular el zumbido eléctrico de la puerta. ¿Sería una trampa? Y si no lo era, ¿merecía la pena implicarla en mi tormenta? Cosette apareció en la mirilla y pulsó el timbre. Tomé aire presa de la indecisión. Pasaban los segundos y no me decidía.
- ¿Estás bien?
Por supuesto que no; me prometió más libertad y ni siquiera puedo salir a la calle. Sólo soy libre de pasearme por mi casa hasta desgastar el suelo o de mirarme en el espejo hasta decir basta. No puedo seguir así. Quizá debería meterme en un armario y dejar de molestar. Con que alguien me trajese pan y agua sería suficiente, no más, igual que al reloj enjaulado de mi relato, pues conmigo tampoco se sabe, y a la mínima me pueden los impulsos y me pierdo.
Me tragué cada palabra. Un nuevo timbrazo llenó el recibidor con una vibración estridente que penetró en mi cabeza obligándome a soltar (y mira que no quise):
- No puedo abrir…
- Estoy sola. Venga, abre, me preocupas.
- Mejor no. Podemos hablar así. Te estoy mirando a los ojos.
- Yo a ti no.
- Qué más da, ¿no dicen que son el espejo del alma?
- No me asustan tus ojos: te conozco.
- No creas, he cambiado…
- En la calle dicen que has destrozado varios coches pero no les creo, no has podido hacer eso, ahora debes de estar muy asustado.
- He cambiado, créeme; si no fuera así, nada tendría sentido.
- ¿Por qué tendría que tenerlo? Eres agotador, tus obsesiones te dominan. ¿No fue Flaubert quién dijo soy un místico y no creo en nada?
Aquella exposición me dejó perplejo. Cosette tenía razón, aún así, contraataqué parafraseando a Rimbaud:
- Sin embargo, mi caos es sagrado.
- El caos del que hablas está más cerca de tu DNI que del animal enjaulado en el que te estás convirtiendo.
- Quizá no entendí todo, lo admito, pero he cambiado… - suspiré -. Me rindo, hoy puedes conmigo, mejor me callo.
- Calla pero abre.
No solté palabra.
- Bueno, no voy insistir más. Llámame si me necesitas. Mi número es el 908324. Sí, es un móvil. Sabes que nunca he llevado, contigo era complicado, supongo que lo compré para rebelarme de tu recuerdo. Triste, ¿no? Bueno, ya sabes: 908324.
Empezó a bajar las escaleras. Vi cómo se alejaba calle abajo oculto tras las cortinas del balcón. Su paso era lento, abatido. ¡Mi buena Cosette! Gracias a ella algo estaba cambiado en mi interior. Aunque exageraría si dijera que me había olvidado de la otra, suponiendo que fuesen mujeres distintas, supe con ternura que nunca había dejado de amar a Cosette. Mi péndulo emocional estaba oscilando hacia el otro extremo. Se trataba de un movimiento ambiguo, desconcertante, que asumía como una liberación.
7. La huída
Mis vecinos empezaron a cantar cogidos de los hombros. La duración de su camaradería dependía enteramente de mi captura; una vez consumada, volverían a sus quehaceres sin decirse adiós.
Vagué por la casa agotado, pensando en la forma de escapar, con tapones en los oídos para oír lo menos posible el alboroto de la calle. Tendría que esperar a que el grupo se disolviese. Pasé un buen rato haciendo que leía una revista, con las preocupaciones sacándome constantemente del texto. Los minutos se arrastraban por el suelo como sombras alargadas, los sentía uno tras otro, inabarcables, cubierto por mis propias sombras y por mi propio tiempo. Tomé una ducha fría para romper la dinámica autodestructiva de mi mente. Luego busqué el sofá y caí en un sueño del que no guardo ningún recuerdo.
Desperté con la primera impresión de que aún estaba en el refugio de la montaña. Pronto eché de menos a ella y a la chimenea. La irremediable textura del sofá me devolvió a mi casa. El reloj del dvd marcaba las 03:47. Fuera nadie cantaba. Del nutrido grupo de antes sólo quedaban dos hombres haciendo guardia al otro lado de la calle. Tras otear por la mirilla y aguzar el oído, abrí la puerta con cuidado, zurrón en ristre. El rellano y las escaleras estaban vacios. Empecé a subir de puntillas. En la cuarta planta, se abrió una puerta; era la mujer de Fedor, que salía a tirar la basura.
- ¡Usted! – exclamó sin elevar demasiado la voz, algo que no dejó de sorprenderme -. ¿Qué quiere ahora?
- El mar, Fedor está en el mar… - dije sin meditarlo.
- En la ciudad no hay mar.
- Es que no está en la ciudad.
-¿Cómo que no está…? - mi semblante terminó de convencerla.
- Quiso cumplir un sueño…
- Los sueños no existen…
- El suyo, sí… – un amago de tristeza nubló el rostro de la mujer. Supe que no me delataría.
Continué hasta la quinta planta. La trampilla del techo no quedaba muy alta. Subí a pulso con facilidad. El tejado era una plancha oscura de pendiente empinada. Nubes invisibles cubrían el cielo con su silencio monocromo. El resplandor del alero me recordó, en una inexplicable asociación de ideas, a la espuma de la orilla del mar de mis sueños, en dónde Fedor podría estar ahora recordando, tal vez, el resplandor del alero del tejado de su casa. Caminé con un pie en cada agua del tejado, con los brazos abiertos para guardar el equilibrio. Un tocón de cemento delimitaba los bloques. Sorteé tres antes de ponerme a buscar la trampilla correspondiente. Alguien tenía puesto el noticiario:
…murió al ser embestido por un camión. El conductor se dio a la fuga…
Bajé las escaleras despacio, sin dar la luz. Cada puerta representaba un peligro a punto de abrirse y explotar. El sudor bañaba mi cuerpo. Salí del portal nº13 sin mirar a la derecha. Doblé la esquina aguantando la respiración, pendiente de que aquellos hombres diesen la voz de alarma en cualquier momento. Pero no lo hicieron. Entonces ¿ya era libre?
Para subrayar lo absurdo de mi pregunta, busqué una cabina…
¿Mi libertad justifica coartar la libertad de otro?
Descolgué el auricular.
¿Hasta qué punto necesitas atarte a los demás para ser tú mismo?
Marqué los tres primeros números y luego colgué. ¿Adónde quería llegar? Ella había llamado a mi puerta, me había dado su teléfono, sabía a lo que se arriesgaba, ¿no?
Marqué el número completo; Cosette contestó a la segunda señal:
- ¿Diga?
- Te quiero – y colgué.
¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué lo sentía? Además, aunque fuese cierto, ¿a qué jugaba? Inserté mi última moneda. Un tono… dos… tres… cuarto…
- Sí.
- Estoy en una cabina a pocas manzanas de mi casa.
- Así que a fin te dejaron en paz…
- Más o menos. Tengo algo que hacer pero no sé si tengo fuerzas – dije pensando en la semilla.
- Date un respiro, ven aquí y déjalo para mañana. Ya es tarde. Ah, y yo también te quiero…
Cerré los ojos preocupado por ella; mi nueva y linda sombra.
- No debería haberte molestado.
- No te preocupes...
- Creo que debería moverme. Te llamaré…
- ¿Dónde vas a ir?
- Aún no lo sé.
- ¿Quieres que te acompañe?
Claro que quería, pero ¿iba a permitirlo?
-Claro, necesito una sombra.
-¿Cómo?
- Cosas mías... Te espero frente al mercado…
8. La autopista
Cosette surgió de la noche diez minutos después. Vestía pantalones vaqueros desgastados, camisa blanca y las zapatillas de siempre. ¿Serás tú también ella? Me obligué a pensar que no, Cosette era simplemente Cosette, nada más. Su presencia en la calle Amnistía tendría otra explicación, ¿no?
- Tú dirás…
- Necesito moverme – empecé - ¿Tienes cerca el coche?
- ¿El coche? Claro…
- ¿Te importa que demos una vuelta?
Penetramos en la autopista de circunvalación a más de cien kilómetros por hora. Apenas había tráfico.
- A estas horas la soga aprieta menos… - comenté.
Mi nueva sombra apartó la mirada de la vía:
-Una vez me dijiste que la ciudad no respira, que se le ha olvidado hacerlo. También me dijiste que nosotros hemos olvidado que por la noche, a veces, hay estrellas y que el viento de levante es cálido porque procede de las lejanas tierras del este. Son tus palabras – el coche se deslizaba a más de 150 kilómetros por hora, ajustado al carril de la izquierda, adelantando sin cesar a otros vehículos. El motor rugía uniforme, 180 caballos atrapados bajo el capó. El marcador siguió subiendo: 170 kilómetros por hora. Parecía algo irreal. Traté de evadirme cerrando los ojos pero la velocidad se colaba por mi cuerpo.
- ¿Por qué corres tanto?
- Es una manera de liberarme…
- ¿Liberarte en la autopista?
Creo que contestó que sí mientras yo, intentando abstraerme de aquella endiablada carrera, me perdía en la negrura del otro lado, más allá de la triple línea de verjas que delimitaba la ciudad. ¡Qué aberración la de aquella feroz barrera! ¿Quién la puso ahí? ¿Quién la controlaba? Recuerdo haber sacado el tema en muchas ocasiones recibiendo siempre la misma respuesta:
-¡Bastantes preocupaciones tenemos ya!
Nosotros mismos nos creamos esas preocupaciones tan importantes: no preguntes demasiado, disfruta de nuestra bella ciudad, no dudes más de la cuenta, paga tus impuestos religiosamente, no muestres tu sufrimiento, aquí todo el mundo procura ser feliz.
La aguja luminosa sobrepaso los 180.
- ¿Quieres que nos matemos? –no dejaba de ver a la muerte como un asunto personal e intransferible.
- Cuando me dejaste estaba tan llena de tus ideas que luego no supe qué hacer con ellas, me sentía muerta, muerta de ti, por eso empecé a venir a la autopista por la noche. Pude haberme matado, estuve a punto varias veces, sin embargo, no temas, no quiero acabar contigo, lo nuestro no ha hecho más que empezar, ¿no? – levantó el pie del acelerador, el motor rugió aliviado, las líneas de la calzada empezaron a sucederse a un ritmo razonable.
9. Tres berenjenas
Los rascacielos emergieron a nuestra izquierda desafiando al cielo encapotado que amenazaba lluvia. Al verlos me llevé la mano al bolsillo del pantalón en el que guardaba el saquito.
-Vayamos a la zona de los rascacielos.
Dejamos la autopista a toda velocidad. Las calles se sucedían como fantasmas solitarios. Los semáforos en rojo parecían no existir para Cosette, los cruzaba sin levantar el pié del acelerador. No tardamos en llegar.
- Aparca dónde puedas.
Un grupo de barrenderos pasó junto a nosotros sin dirigirnos la mirada. Empujaban sus carritos con el sueño pegado al rostro. Desaparecieron. El reloj de una torre marcaba las 5:10. Atravesamos varias calles de hormigón interconectadas entre sí, estrechas, con pasillos, rampas y escaleras a distintos niveles. Pasamos por una plaza sin bancos y sin ninguna brizna verde. Un vagabundo dormía entre cartones. Llegamos al callejón que conducía a la puerta de hierro contrachapado de la vivienda de Ryu.
- Son las cinco y veinte de la mañana… ¿Estás seguro de que quieres llamar?
- Hace mucho tiempo que no estoy seguro de nada, para qué mentirte, pero creo que debo hacerlo…
Di tres aldabonazos con la berenjena. Un ruido fuerte, quebrado en sucesivos ecos, pobló el callejón por unos segundos. Poco después se despertaron las tres cerraduras de la puerta, revolviendo sus mecanismos de metal. Ryu surgió al otro lado:
- ¿Tú? – lucía su kimono negro y sus zuecos con incrustaciones. Eché de menos su sombrero de campesino japonés,
- Sí – debía ser escueto.
- ¿A estas horas? ¿Pasa algo?
- Creo que sí. ¿Podemos pasar?
10. Impresiones
Esperamos en el salón a que Ryu preparara café. Tacos de apuntes, libros abiertos y cuadernos abarrotados cubrían la mesa y los pensamientos de mi amigo, su Enciclopedia del Nihilismo. Presidiendo el salón, frente a nosotros, como un ojo surrealista de dudosa intención, estaba el retrato de la lechuga. Era difícil abstraerse de él. Ryu regresó con una bandeja nacarada. Sirvió las tres tazas. El ojo verde no dejaba de observarnos.
-Bueno, decidme… - comenzó Ryu.
Fui ir al grano:
-¿Recuerdas la nota que recibí en el café Clamores? – asintió -. Recuerdas que te dije que estaba firmada por una llave. Pues bien, esa llave existe y la he utilizado para salir de la ciudad.
- Permite que no te crea. Nadie ha salido nunca de la ciudad, la autopista es el límite absoluto, las alambradas son infranqueables, no es posible hacerlo.
- Créeme, he estado en las montañas, son reales.
- Pero eso es increíble – dijo Cosette.
- Más increíble es aún que en realidad ya hubiese estado allí. Creeréis que estoy loco si os digo que aquellos parajes procedían de mis sueños, pero es verdad, pude comprobarlo, anduve por ellos durante días con entera libertad – ahí reconozco que no fui del todo sincero -. Me ayudó a salir la mujer de la que te hablé. Lo hice bajo la autopista, por un pasadizo. Aquella salida tenía un número, lo vi en una placa, creo que era el 1283808 o el 1283809, no recuerdo muy bien. Hay muchas más, pero no las vemos, no queremos verlas. Tardé dos jornadas en llegar a las montañas. Allí ella me dio esto de un viejo pedestal - les mostré la bolsa negra - . Dijo que era libre de hacer con su contenido lo que quisiera…
- Y ¿eres libre? – me preguntó Ryu.
- No lo sé.
-¿Qué hay dentro? – preguntó Cosette
- Una semilla, por eso pensé en el huerto…
- ¿Qué clase de semilla? – inquirió preocupado.
- Mírala tú mismo.
Ryu la estudió detenidamente, moviéndola entre sus dedos.
-No tiene nada de especial. ¿No me estarás tomando el pelo?
-No, y aunque fuera así, ¿qué perderías? Sólo te pido que me dejes plantarla.
- Parece un albaricoque…
- Eso pensé yo.
-Lo que cuentas no tiene ningún sentido… No puedo creerte - dijo Ryu conmovido por mis argumentos.
- No tienes por qué creerme, las cosas deben cambiar, lo sabes, la semilla quizá sirva para algo y si no qué más da…
- Todas las semillas sirven para algo – dijo Ryu.
- Lo sé, pero esta quizá más.
- ¿Qué fue de la mujer? – preguntó Cosette.
Les hablé de la nota del refugio, añadiendo:
- Parece una despedida, aunque no tiene sentido…
- ¿Es necesario que lo tenga? – inquirió Ryu.
- Para mí sí.
-Bueno – dijo Ryu -, de acuerdo, plantaremos la semilla.
- ¿Cuánto queda para que salga el sol?
- Media hora.
- ¿Esperamos a que se haga de día?
- Por mí perfecto – dijo Ryu.
Aguardamos sin decir palabra. Los minutos se pasaban como si fuesen horas clavándose en el presente. Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, parecía que llevábamos esperando una eternidad.
- Vamos – ordenó Ryu.
11. El huerto
La luz del día no había llegado al huerto. La noche parecía no querer abandonarlo. Las torres crecían como sombras camino de un cielo invisible; una de ellas, sin embargo, empezaba a clarear en su cumbre. Hacía fresco. Miré a Cosette y sentí como tiritaba.
- Queda menos de un minuto – dijo Ryu enigmático.
- ¿Para qué? – preguntamos Cosette y yo.
- ¡Mirad!
La iluminación interior de las cuatro torres se encendió destapando con su luz artificial las tomateras, las hileras de puerros y fresas, los tres naranjos, el peral y el manzano, las hierbas medicinales del fondo y las dos calabazas que parecían un par de rocas mágicas. No había en la ciudad templo más bello; en él plantaría la llave de mi Voluntad, frente a esa colmena de ventanas desde la que no podrían dejar de mirarnos.
Volqué el saquito en mi palma izquierda; la semilla, de tegumento duro y rugoso, parecía estar hueca. Deseé descifrar su secreto, anticiparme a su fruto. No fue más que arrebato absurdo. No existen atajos hacía el futuro. Situado entre las dos calabazas,hice un agujero en la tierra de unos diez centímetros de profundidad. El personal más madrugador tomaba ya el primer café del día en los pasillos de las torres; algunos nos observaban sin demasiada curiosidad, removiendo el azúcar entre bostezos.
- ¿Por qué estaré tan nervioso? – se dijo Ryu sin mirar a nadie.
- Porque sabemos que va a pasar algo – contesté enigmático.
-¡A ver si es verdad!
-¡Venga, plántala! No lo alarguemos más – dijo Cosette.
Coloqué la semilla en el agujero.
-Como se suele decir, ¡la suerte está echada! - Ryu y Cosette sonrieron.
Cubrí el agujero, aplasté la tierra y me incorporé nervioso.
12. La eclosión
Los rayos del sol bañaban la cima de las torres, que resplandecían como tótems enigmáticos. Por encima, el cielo azul, sin nubes. Una sirena aulló a la mañana como un loco a quién nadie pudiera parar. La ciudad había despertado rompiendo nuestra paz en mil pedazos.
- ¿Y ahora qué? - era Cosette. Tomé su mano por respuesta. Ryu ni siquiera la oyó, se movía de un lado para otro con la vista fija en el lugar en el que había enterrado la semilla. Pasaron los minutos.
- Una semilla necesita su tiempo… - dijo mi amigo.
- Quizá – contesté decepcionado.
- No sé por qué creí que germinaría al instante. Tendremos que esperar…
- Quizá – repetí sumido en la decepción, también yo había imaginado que su crecimiento sería fulminante. Era como si el peso de la ciudad hubiese aplastado mi sueño. Volví a preguntarme dónde estaría ella. ¿La necesitaba? Puede, y miré a Cosette con pena y con ternura -. Quizá, Ryu, quizá…
E imaginé la semilla muerta bajo el manto de tierra. Nada más lejos de la realidad, la semilla no estaba muerta, su secreto se empezaba a agitar, algo dentro de ella explotó en silencio y una luz pálida brilló en la noche infinita que la atrapaba. La semilla se resquebrajó como un huevo y de sus grietas fluyó un reguero de energía que agitó nuestros pies.
- ¿No sentís algo? – preguntó Cosette.
- El qué… - preguntamos alarmados.
El suelo empezó a temblar de forma intermitente. Era casi imperceptible. Una mujer se carcajeaba tras una ventana dando vueltas a su café con una cucharilla de plástico.
- ¿Estamos seguros aquí? – preguntó Cosette. La preocupación arrugaba su frente.
La vibración agitó los árboles frutales. Observé que la mujer del café gritaba tras el cristal, paralizada por el miedo, mientras la gente inundaba los pasillos y las alarmas de los edificios llamaban al desalojo.
Un tallo verde, de unos diez centímetros, surgió de la tierra. Una linda hoja redonda, de borde dentado, brotó en su extremo superior de un fogonazo esmeralda. El tallo pegó un estirón imposible, triplicando su tamaño instantáneamente. Segundos después lucía una espesa corona de hojas.
El temblor no cesaba. Gritos silenciados por los cristales de las torres, alarmas aullando con voces de locura, el golpe sordo de algo que se desploma, el fragor desesperado de una jauría de cláxones, el llanto ilocalizable de un bebé mientras la planta nos sobrepasaba en altura y ensanchaba el tronco.
-¿Sabes qué árbol es? – pregunté a Ryu.
-No tengo ni idea.
Nos alejamos unos metros. Cosette abrió la boca sin decir nada; las palabras no valían gran cosa en aquel instante, carecían de interés, la realidad las anulaba de golpe. Tomé a Cosette del hombro; temblaba.
- ¡Mirad! – exclamó Ryu con los ojos desorbitados.
Cientos de tallos brotaron de la tierra agitando la superficie del huerto como un lago en estado de ebullición. Castaños, cipreses, plátanos, tilos, encinas, fresnos, robles, sóforas y pinos desarrollándose a cámara rápida entre rosas, claveles, lirios, amapolas y margaritas instantáneas.
- Pero qué clase de semilla… - absorto por el estruendo provocado por la vegetación, que crecía dentro de los edificios rompiendo paredes, techos y cristales como si estos fuesen de papel, dejé la frase a medias.
Intercambiamos una mirada llena de angustia. La copa del árbol principal superó la altura de la torres. Su tronco se erguía como una columna colosal que unía el cielo y la tierra.
Sólo entonces cesó el temblor.
13. El fruto
La vegetación cubría el huerto. Las calabazas asomaban sus lomos como ballenas varadas en un mar de flores. Los troncos se elevaban cual soberbios baluartes de la naturaleza.
- ¿Sé puede saber qué ha pasado? – preguntó Ryu con la vista clavada en la cúspide del árbol principal.
- Que se ha cumplido mi voluntad…
Me observaron en silencio.
-¡Echemos un vistazo fuera! – exclamé.
Las paredes del pasillo de la casa se habían desmoronado. Un montón de cascotes cubría el suelo. Todas las puertas estaban descoyuntadas, con los goznes reventados. Una nube de polvo flotaba en el aire. Pasamos con cuidado. Un par de pinos presidían el salón. Sus troncos abrían el techo camino de las plantas superiores. La luz del sol se colaba por los resquicios de unos agujeros. El cuadro de la lechuga, que recibía de lleno un haz de luz, tenía más relieve, sus colores eran más vivos. La mesa estaba volcada, los apuntes y los libros estaban desperdigados por la hierba que cubría el suelo. Era el trabajo de Ryu de los últimos años. Me dolió verlo así.
- ¿Lo recogemos? – le preguntó Cosette.
- Quizá ya no tengan sentido, necesito saber qué está pasando… Entonces decidiré…
Tres robles bloqueaban el callejón. Sus troncos habían crecido prácticamente juntos, formaban un muro perfecto cubierto en su base por una rosaleda que semejaba una alambrada de espinos. La cacofonía de las alarmas era constante, se oían gritos, algunos bastante cerca, y el gruñido de los coches. Un par de explosiones, algo lejanas, nos pusieron en alerta. Olía a quemado. El olor procedía de un cable que bailaba sobre nuestras cabezas echando chispas. Apartando los rosales con cuidado descubrimos un hueco en la muralla vegetal. Al pasarlo una línea roja, caliente, corría por mi antebrazo. Me chupé la herida sin pensarlo, el sabor de la sangre me llenó de vida. Era mi voluntad consumada. Pura.
Azca no había escapado a la metamorfosis; sus estructuras de hormigón habían desaparecido bajo la hierba, la maleza y una nube de enredaderas que escalaba los edificios. Había mucha gente vagando de aquí para allá, parecían perdidos, hablaban poco. Unos caminaban en silencio, cabizbajos, otros corrían por la hierba maletín en mano, algunos jugaban con sus móviles inservibles sin saber qué hacer. Desembocamos en una avenida en la que cientos de personas observaban boquiabiertas el Gran Árbol. La sombra de éste cubría las torres. La carretera estaba plagada de árboles. Infinidad de vehículos habían volcado, sus alarmas sonaban sin descanso. Sus ocupantes los habían abandonado. Ahora no servían para nada.
- La ciudad parece que ha abdicado – sentencié.
- Esto es nihilismo y no mi enciclopedia. No sé qué decir…
-Ahora nadie lo sabe – dijo Cosette - ¿Tendremos que empezar de cero?
-¡Ojala! – exclamé.
14. Ídolos caídos.
La autopista de circunvalación había desaparecido bajo la corriente suave de un río custodiado por hileras de sauces y secuoyas. Los autos abandonados asomaban sus ventanillas por encima del agua poco profunda. Era el río de mis sueños, discurriendo como siempre deseé, sin objeto ni necesidad alguna. Cómo añoré mi barca para surcarlo. ¿Acaso volvía a las andadas? No, la búsqueda por fin había terminado, el río era real y lo compartía con la gente, yo era uno más, no el tipo raro que se sentaba en un banco cualquiera con los ojos cerrados, soñando por desgracia.
Hombres y mujeres jugaban en el agua. Muchos habían pasado a la otra orilla y conversaban emocionados. Otros se dedicaban simplemente a ver y escuchar. De la triple verja no quedaba ni rastro, la vegetación y cierto levantamiento del terreno parecían haberla engullido. Varias familias se alejaban campo a través cargando todo tipo de maletas y bolsas. Conté ocho adultos y nueve niños. Pensé que en cuanto coronasen la colina divisarían el primer refugio, junto al arroyo. Los imaginé saboreando las nueces y la miel que yo mismo, desde alguna de mis lecturas, había puesto dentro de los armarios. O tal vez hallasen algo distinto, producto de sus propios sueños y lecturas. Reprimí el impulso de seguirles. Tenía suficiente.
Di un beso a Cosette.
- ¿No me vas a preguntar por ella? – le dije.
- No necesito saber nada de ella; tus respuestas no me harían más feliz.
Estábamos junto al río, entre decenas de grúas derribadas. Un bosque de secuoyas las había substituido. Las grúas habían quedado en posiciones insólitas; algunas parecían pedir auxilio con la flecha apuntando al cielo y el gancho balanceándose sin fuerza. Otras parecían haberse clavado en el suelo para no ver su derrota.
- Tú si que necesitas saber más de ella…
- ¿Por qué lo dices? – pregunté sorprendido.
15. Entre tumbas
El cementerio era una selva impenetrable sin caminos, cualquier referencia del pasado había desaparecido, tendría que utilizar toda mi intuición para llegar a la tumba de Pedro. Penetré entre los árboles acompañado por el trino feliz de los pájaros, pero pronto los intervalos de silencio se fueron alargando, hasta que los pájaros se esfumaron en la maraña verde. El olor de la vegetación flotaba en el aire, profundo y denso. Casi se podía tocar. Aunque era mediodía y el sol lucía en un cielo despejado, la luz no traspasaba las ramas. Había tumbas por todas partes, sobresalían como oscuras formas a contraluz, inclinadas como extraños barcos de piedra en plena tormenta. Empezaba a tener la sensación de no estar realmente en aquel lugar, de ser una molesta excepción, un intruso de paso. Vagué durante un tiempo indefinido, racionando el agua, con la impresión de estar cada vez más perdido y que de seguir así sólo hallaría mi propia sepultura. Exhausto, decidí arrodillarme, invocaría a Pedro frente a cualquier tumba. No podía más.
- Tiene que saber que estoy aquí – susurré a la vegetación.
Coloqué el reloj de arena sobre una vieja lápida sin inscripción y empecé a hablar a mi pequeño amigo con los ojos cerrados y las palmas hacia arriba.
¡Le estaba tan agradecido!
- ¡Cuánto te debo! Sin tu ayuda… sin la de ella… nada hubiese cambiado… Últimamente me ha dado por pensar que sois la misma persona, aunque esto, dicho tal cual, pueda parecer una locura. Quizá seáis una misma realidad dividida en partes independientes, ajenas de alguna manera, y ahí me quedo, mis disquisiciones no van más allá, quizá me esté volviendo loco, sea como fuere, mi pequeño amigo, ¡me diste tanto sin pedir nada a cambio!
Examiné el techo de ramas impermeable a la luz. Estaba sumergido en la vegetación, entre árboles altísimos, como un buzo lo está en el agua, lejos de la superficie de la vida, en el reino de Pedro, mi pequeño y frío amigo.
- El otro día dije a Cosette que la búsqueda había terminado y, ahora, arriesgando incluso la vida, te busco a ti. ¿Será que no me he terminado de encontrar todavía?
Sentí un beso en la mejilla que me heló la sangre. Giré la cabeza, despacio, a punto de gritar. El corazón martilleaba mi pecho, parecía querer romperlo. Entonces le vi, a dos pasos, era el niño que me mostró el pasadizo bajo la autopista. Vestía los pantalones grises y camisa blanca de aquel día. Llevaba incluso la pelota. La tiró a mis pies.
- Gracias… - dije - Dejo aquí el reloj de arena, ya no lo necesito…
El niño amagó una sonrisa. Luego se alejó caminando de espaldas. Cuando quise darme cuenta, se había esfumado.
16. Las dos caras de la misma moneda
Uno de esos días sin rumbo, en un lugar apartado, escuché un sonido inesperado, violento. Al otro lado de un antiguo bulevar solitario, el vándalo que arrasase los autos de mi aparcamiento, se dedicaba a cortar árboles con un hacha. Siete u ocho yacían por los alrededores. El sonido secó de la madera herida me llenó de miedo. No se oía otra cosa que los salvajes golpes. Hubiera querido echar a correr, pero no hubiese podido escapar de mi mismo. El árbol crujió con fuerza antes de caer. El vándalo sonreía. Supe que nunca soñó con un lugar tan hecho a su medida.
17. Cambios
¿Qué cuadro refleja mejor la transformación de la ciudad? No tengo ninguna duda: La Catedral de Ruan, de Monet. Esta lámina, compuesta por seis telas de una serie veintidós, cuelga en el salón de casa junto al tablón de las fotos, esa ventana amable por la que me asomaba cuando el día a día se antojaba insoportable. Frente a estos hay ahora dos grandes secuoyas que se llevaron por delante parte de la fachada del edificio. El balcón se salvó de milagro, tapiado por un laberinto de ramas y grandes hojas, impenetrable mirador hacia ninguna parte.
Estudié la lámina con interés renovado. ¡Eran tantas las diferencias entre unas y otras! Analicé, con la pasión del poeta, los distintos colores, la aplicación de la pintura, los sutiles cambios de encuadre, fragmentos de realidades paralelas e incompatibles de la ciudad, de mí. La ciudad ha cambiado, sus colores son otros, menos agresivos, las viejas reglas no existen, hay que volver a inventarlas, todo el mundo se replantea la vida, nadie se acuerda ahora de los televisores.
Muchos la están abandonando. Quieren ver qué hay más allá de lo prohibido.
Yo lo sé: son sus sueños.
18. Sueños
Aquella noche tuve un sueño turbador. Estaba en el parque envuelto en llamas. El fuego devoraba todo a su paso salvo a nosotros. Yo asía la mano protectora lleno de amor, de nuevo ella, a mi lado, protegiéndome. En el anfiteatro la gente se movía inquieta en sus asientos de complacencia, querían ver emociones fuertes, algo que les sacase de su aburrido devenir. Muchos empezaron a irse. El amor ajeno no vendía. Las llamas calcinaron los árboles. Del banco no quedó ni rastro. Permanecimos quietos entre los rescoldos humeantes, saboreando las emociones que nos asaltaban. El anfiteatro estaba vacío. El suelo quedo lleno de desperdicios. Giré la cara lentamente, quería besarla agradecido, pero en lugar de encontrarla a ella me encontré a mí mismo. Era yo el que asía mi mano. Recordé la cita de una de las placas de la calle Amnistía.
Para reconocerme, olvídate de mi cara.
Acerqué mis labios de sueño a mi otro yo y nos besamos.
1. El pasadizo.
Una colisión múltiple en la autopista me daría la bienvenida a la ciudad. Alguien podría pensar que los coches volcados sobre la calzada dormían a pierna suelta si no fuera por el fragor de las bocinas de los demás vehículos y las sirenas de las ambulancias que pedían paso con sus voces psicóticas. Una línea de bloques mellados y grúas indiferentes destacaba por encima de esta escena. Calculé que quedaban tres horas de luz y aún tenía que encontrar la entrada a la ciudad entre la vegetación. Cuando hallé la puerta un buen rato después, escondida tras unos arbustos, la autopista ya había recobrado la normalidad. Fedor vino entonces a mi memoria. Casi podía verle frente a mí, arrodillado cuán grande era, restregando su narizota en una flor. Pero Fedor ya no era el de antes, se había transformado en una paradoja de dos metros que pululaba dentro de mis sueños a sus anchas. Lo imaginé tendido en una de las orillas de mi mar, con las olas rompiendo a sus pies, contemplando la puesta de sol y el ir y venir de las gaviotas...
La oscuridad y el silencio del pasadizo me aterraron. Por dos veces me di la vuelta añorando, he de confesarlo, la mano infinita de mi amigo. El caso es que me rehíce y seguí avanzando, a tientas, helado de frío, dando pasos cortos.
- Ayúdame, amigo.
Empecé a canturrear una canción para tranquilizarme, aunque no recuerdo cuál. Mi voz débil e indefensa rasgaba la noche estrecha y húmeda del pasadizo mientras apretaba la bolsita negra y el reloj de arena contra mi pecho.
Tara tata tata ta ta tata…
Un punto de luz emergió en la oscuridad; era el cartel iluminado:
SALIDA 1283809
El rumor de la autopista llenó el pasadizo poco después. Avivé el paso hasta que tropecé con los escalones.
2. Camino a casa
Llevaba dos días roto de amor y sin sombra. Caminando entre construcciones a medio hacer, levanté al fin la vista del sueño y salí de la abstracción que me atrapaba, pero ¿qué diferencia había? La libertad está en la cabeza.
Recorrí una calle cortada por una obra. Un par de excavadoras con los cristales tintados agujereaban el asfalto sin mucho sentido, gruñendo como bestias que devoran su presa. Varías grúas giraban sus plumas sobre mi cabeza. No se veía un alma. Nadie tenía el menor interés por aquel erial.
Penetré en una avenida recién terminada. Los bloques parecían enjambres marrones de 15 plantas con las persianas bajadas. Los locales a pie de calle estaban tapiados. No me encontré con nadie. Un coche pasó a lo lejos a toda velocidad. Nada más. De vez en cuando veía algún cartel anunciando viviendas de nueva construcción a la soledad dominante: Residencial Los Pinos de las Montañas, Urbanización Las Dehesas, Los Jardines de Tebas… A todos, sin excepción, les lancé un corte de mangas, en defensa propia, eran ellos o yo, pura cuestión de supervivencia.
Llegué a mi barrio: voces, gritos, tiendas bien surtidas, coches, portales recién fregados, aceras concurridas, cubos de basura repletos en los que seguían arrojando basura, un autobús de línea, otro, varias motos, un mendigo, dos colegios, más tiendas, más cubos de basura, semáforos, pasos de cebra, algún ciclista con mascarilla, un par de obras controladas, una grúa, más portales y finalmente mi bloque.
3. Sabemos que fuiste tú
Eché una mirada sin querer a mi coche; estaba destrozado. Era como si una horda salvaje la hubiese tomado con él. La televisión, por cierto, había desaparecido.
…te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo…
Los vehículos de alrededor - con la chapa impecable y los cristales relucientes - parecían recién salidos del concesionario.
…te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa…
¿Habrá sido el bándalo?
…no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj...
Un par de vecinos husmeaban desde el balcón. Al saludarles empezaron a disimular haciendo como que buscaban algo. Otro tipo, que me sonaba de vista, lavaba su coche echándome miradas de soslayo continuamente.
- ¿Qué ocurre aquí? – murmuré sin despegar los labios.
Entre los cristales rotos que cubrían el asiento del conductor de mi auto había una nota arrugada:
Sabemos que fuiste tú.
Fdo.: El Vecindario Enfurecido.
El tipo que lavaba su coche me observaba ahora sin disimulo, desafiante. Al girar la cabeza creí ver movimientos tras las cortinas de varias ventanas. Un vecino que salió de mi portal, al toparse con mi mirada, apartó la suya, molesto. ¿Se habrán vuelto locos?
Ante semejante estupidez comunitaria, descargué parte de la tensión que arrastraba en los últimos días, gritando:
- A mí no me ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Y como tampoco tenía intención de ponerles demasiado fácil mi linchamiento, decidí refugiarme en casa.
4. El alpiste
Salí al balcón lleno de curiosidad. Un grupo de vecinos discutía junto a mi coche. Un tipo con el que siempre tuve una relación de lo más cordial propinaba patadas a uno de mis neumáticos. Aunque su obcecación era estéril, pues la rueda ya estaba pinchada, me preocupaba la agresividad latente que conllevaba. Si hacen esto con una rueda qué no harán conmigo. De pronto me vieron: insultos, mofas y provocaciones, y como no quería ser el blanco de tanta estupidez, entré en casa, cerré la puerta y bajé las persianas para aislarme cuanto pudiera. Estaba agotado. Procuré evadirme tumbándome en el sofá, recreando el beso que soñamos en el refugio, a hurtadillas de Fedor, suspirando ahíto de recuerdos insuficientes. Me dije ese tópico de que el tiempo lo arreglaría e intente creérmelo, de verdad, luego recordé la semilla, se supone que debía hacer algo con ella, lo que fuera, pero no en ese momento, mejor cuando tuviese más fuerzas, tal vez al día siguiente. Puse la semilla en mi mano.
- ¿Qué sombra aguarda en nuestro camino?
El clamor aumentó considerablemente. Las descalificaciones, que prefiero no transcribir, pues sólo servirían para emborronar el texto, se volvieron más soeces. El griterío se volvió insoportable. No escapaba de él ni encerrado en el baño. Un improperio especialmente sangrante, que atravesó la puerta del balcón, la persiana, la puerta del salón, la del baño y las manos con las que me tapaba los oídos, tocaría la campana del primer round:
- ¡Me voy a pasar por la piedra a tu amiguita!
Quizá fue producto de mi imaginación, quién sabe, en ese momento no me lo pareció, al contrario, parecía que era tan real como el odio de mis vecinos, cuyas risas avivaron aún más la ira que me devoraba. No puede contenerme. Salí al balcón fuera de mis casillas. La turba, que ya pasaba la veintena, explotó al verme:
- ¡CABRÓN! – no necesito explicar el grado de crispación dominante. Dos tipos no paraban de dar golpes a mi coche con sendos martillos. No podían ser tan tontos:
- Dejadle, él es inocente… - solté con sorna.
- Sí, pero tú no – replicó uno que no había pillado la broma. Por lo que vi, ninguno la cogió; no eran más que un gallinero cacareante. Así que seguí mofándome a mis anchas:
- Apenas tiene siete años, dejadle marchar…
- Sí, pero a ti no – era la misma gallina de antes. Había coincidido con él en la panadería del barrio varias veces y alguna que otra en el aparcamiento. Un conocido perfectamente prescindible de hola y adiós.
- Bueno, decidme quién ha dicho lo de mi amiguita.
Tras cuatro o cinco segundos de desconcierto, gritaron al unísono:
-TODOS.
- Muy bien, vosotros lo habéis querido - entré en casa dejándoles con los ojos clavados al balcón.
Del fondo del armario saqué un paquete de alpiste de dos kilos, sin estrenar, último vestigio de un canario cojo que tuve dos años y que dejé marchar por respeto hacia mis oídos. Sopesé el paquete: estaba casi lleno. Fuera no se oía ruido alguno. Salí al balcón. La turba callaba, expectante. Adiviné una sombra de temor en sus ojos, quizá intuían la que se les iba a venir encima, por eso quise darles otra oportunidad, la última:
-Gallinitas, sed buenas, ¿quién ha dicho eso de mi amiga?
Se miraron entre sí buscando consenso. Ellos mismos firmaron su sentencia al responder:
- TODOS.
- Vosotros lo habéis querido...
Tiré el alpiste por encima del balcón, con generosidad, a la voz de pitas, pitas, pitas procurando esparcirlo equitativamente. Los granos cayeron como dardos pillándoles con la guardia baja y los ojos bien abiertos. Heridos por mi arma inverosímil gritaron como niñas de párvulo, bailando de dolor con un ritmo diríase que tribal, aunque exento de encanto estético, ya que movían el cuerpo con fuertes sacudidas y ponía muecas sumamente desagradables. Todo un espectáculo. Buscaron refugio en el portal como pudieron. Guardé la respiración pegado a la mirilla. Sus insultos retumbaron entonces en la escalera. Aquella jauría de ojos colorados surgió de repente, chocando contra la puerta. ¡Gracias a dios que era blindada!
- Si queréis más alpiste, no lo pidáis de este modo; salid a la calle y os lo daré como es debido, por el balcón.
Replicaron con insultos. La puerta tembló a base de golpes. Así estuvieron cinco minutos. Luego regresaron a la calle en silencio, derrotados. Me asomé al balcón con el paquete de alpiste, no fueran a creerse que me amilanaba, pero no percibí ánimo de guerra inmediata.
Pasé al salón y corrí las cortinas para otear la calle sin ser visto.
5. Cosette
Llegó la noche. El grupo no había dejado de crecer. Muchos indecisos se habían ido sumando a última hora, agitando sus brazos hacía mi balcón. ¿Dónde se habrá metido la policía? Era consciente de que la mayoría de aquellos individuos no había cruzado entre sí, durante años, más que monosílabos, si es que no se habían ignorado directamente, y que ahora compartían cervezas y bandejas de embutidos entre risas y palmaditas en la espalda. Yo era, obviamente, la razón de ser de su camaradería y cuánto mayor era ésta mayor era mi pesar.
Sonó el telefonillo; contuve el aliento: ¡Que no vuelvan a llamar! Tras varios segundos de espera, volvió a sonar: Pero ¡qué querrán ahora! Y otra vez más: ¡Malditos!
Observé el telefonillo horrorizado, se había convertido en un enemigo a punto de abalanzarse sobre mí de un timbrazo traicionero. ¿Qué debía hacer? No me atrevía a moverme. En la calle reinaba el silencio. ¿Ocurrirá algo? El timbre sonó otra vez. Tomé el auricular:
- ¡Sí! - dije entre enfurecido y asustado
- Hola, soy Cosette – era su voz. Esto si que no lo esperaba.
- Hola… - y recordé sus imágenes en la casa, saludándome con tanto amor.
-¿Qué ocurre aquí, qué has hecho? Estoy preocupada.
- Nada… - espeté al auricular.
- Aunque no debería ser yo quien lo diga, ¿quieres que suba?
Claro que sí, Cosette, pero consigue antes que se esfumen esos animales. Sube entonces y te hablaré de las fotografías y de todos los dibujos que vi en una casa de la calle Amnistía. Allí estabas tú con otras chicas, o acaso seáis la misma, quizá tú me lo puedas explicar... No se trataba de un lugar corriente en cualquier caso. Tampoco lo era ella. O tú. O todas las que “estabais” en aquella casa. Dime si eres quien dices ser. Dime lo que sea, pues me viene bien oír tu voz, saber que quieres estar a mi lado y que me apoyas. Espanta a esa chusma y sube, por favor …
Podría haberlo dicho así, tal cual, pero no abrí la boca; apreté el interruptor del telefonillo, que vino a ser una especie de venga, sube inarticulado. Oí por el auricular el zumbido eléctrico de la puerta. ¿Sería una trampa? Y si no lo era, ¿merecía la pena implicarla en mi tormenta? Cosette apareció en la mirilla y pulsó el timbre. Tomé aire presa de la indecisión. Pasaban los segundos y no me decidía.
- ¿Estás bien?
Por supuesto que no; me prometió más libertad y ni siquiera puedo salir a la calle. Sólo soy libre de pasearme por mi casa hasta desgastar el suelo o de mirarme en el espejo hasta decir basta. No puedo seguir así. Quizá debería meterme en un armario y dejar de molestar. Con que alguien me trajese pan y agua sería suficiente, no más, igual que al reloj enjaulado de mi relato, pues conmigo tampoco se sabe, y a la mínima me pueden los impulsos y me pierdo.
Me tragué cada palabra. Un nuevo timbrazo llenó el recibidor con una vibración estridente que penetró en mi cabeza obligándome a soltar (y mira que no quise):
- No puedo abrir…
- Estoy sola. Venga, abre, me preocupas.
- Mejor no. Podemos hablar así. Te estoy mirando a los ojos.
- Yo a ti no.
- Qué más da, ¿no dicen que son el espejo del alma?
- No me asustan tus ojos: te conozco.
- No creas, he cambiado…
- En la calle dicen que has destrozado varios coches pero no les creo, no has podido hacer eso, ahora debes de estar muy asustado.
- He cambiado, créeme; si no fuera así, nada tendría sentido.
- ¿Por qué tendría que tenerlo? Eres agotador, tus obsesiones te dominan. ¿No fue Flaubert quién dijo soy un místico y no creo en nada?
Aquella exposición me dejó perplejo. Cosette tenía razón, aún así, contraataqué parafraseando a Rimbaud:
- Sin embargo, mi caos es sagrado.
- El caos del que hablas está más cerca de tu DNI que del animal enjaulado en el que te estás convirtiendo.
- Quizá no entendí todo, lo admito, pero he cambiado… - suspiré -. Me rindo, hoy puedes conmigo, mejor me callo.
- Calla pero abre.
No solté palabra.
- Bueno, no voy insistir más. Llámame si me necesitas. Mi número es el 908324. Sí, es un móvil. Sabes que nunca he llevado, contigo era complicado, supongo que lo compré para rebelarme de tu recuerdo. Triste, ¿no? Bueno, ya sabes: 908324.
Empezó a bajar las escaleras. Vi cómo se alejaba calle abajo oculto tras las cortinas del balcón. Su paso era lento, abatido. ¡Mi buena Cosette! Gracias a ella algo estaba cambiado en mi interior. Aunque exageraría si dijera que me había olvidado de la otra, suponiendo que fuesen mujeres distintas, supe con ternura que nunca había dejado de amar a Cosette. Mi péndulo emocional estaba oscilando hacia el otro extremo. Se trataba de un movimiento ambiguo, desconcertante, que asumía como una liberación.
7. La huída
Mis vecinos empezaron a cantar cogidos de los hombros. La duración de su camaradería dependía enteramente de mi captura; una vez consumada, volverían a sus quehaceres sin decirse adiós.
Vagué por la casa agotado, pensando en la forma de escapar, con tapones en los oídos para oír lo menos posible el alboroto de la calle. Tendría que esperar a que el grupo se disolviese. Pasé un buen rato haciendo que leía una revista, con las preocupaciones sacándome constantemente del texto. Los minutos se arrastraban por el suelo como sombras alargadas, los sentía uno tras otro, inabarcables, cubierto por mis propias sombras y por mi propio tiempo. Tomé una ducha fría para romper la dinámica autodestructiva de mi mente. Luego busqué el sofá y caí en un sueño del que no guardo ningún recuerdo.
Desperté con la primera impresión de que aún estaba en el refugio de la montaña. Pronto eché de menos a ella y a la chimenea. La irremediable textura del sofá me devolvió a mi casa. El reloj del dvd marcaba las 03:47. Fuera nadie cantaba. Del nutrido grupo de antes sólo quedaban dos hombres haciendo guardia al otro lado de la calle. Tras otear por la mirilla y aguzar el oído, abrí la puerta con cuidado, zurrón en ristre. El rellano y las escaleras estaban vacios. Empecé a subir de puntillas. En la cuarta planta, se abrió una puerta; era la mujer de Fedor, que salía a tirar la basura.
- ¡Usted! – exclamó sin elevar demasiado la voz, algo que no dejó de sorprenderme -. ¿Qué quiere ahora?
- El mar, Fedor está en el mar… - dije sin meditarlo.
- En la ciudad no hay mar.
- Es que no está en la ciudad.
-¿Cómo que no está…? - mi semblante terminó de convencerla.
- Quiso cumplir un sueño…
- Los sueños no existen…
- El suyo, sí… – un amago de tristeza nubló el rostro de la mujer. Supe que no me delataría.
Continué hasta la quinta planta. La trampilla del techo no quedaba muy alta. Subí a pulso con facilidad. El tejado era una plancha oscura de pendiente empinada. Nubes invisibles cubrían el cielo con su silencio monocromo. El resplandor del alero me recordó, en una inexplicable asociación de ideas, a la espuma de la orilla del mar de mis sueños, en dónde Fedor podría estar ahora recordando, tal vez, el resplandor del alero del tejado de su casa. Caminé con un pie en cada agua del tejado, con los brazos abiertos para guardar el equilibrio. Un tocón de cemento delimitaba los bloques. Sorteé tres antes de ponerme a buscar la trampilla correspondiente. Alguien tenía puesto el noticiario:
…murió al ser embestido por un camión. El conductor se dio a la fuga…
Bajé las escaleras despacio, sin dar la luz. Cada puerta representaba un peligro a punto de abrirse y explotar. El sudor bañaba mi cuerpo. Salí del portal nº13 sin mirar a la derecha. Doblé la esquina aguantando la respiración, pendiente de que aquellos hombres diesen la voz de alarma en cualquier momento. Pero no lo hicieron. Entonces ¿ya era libre?
Para subrayar lo absurdo de mi pregunta, busqué una cabina…
¿Mi libertad justifica coartar la libertad de otro?
Descolgué el auricular.
¿Hasta qué punto necesitas atarte a los demás para ser tú mismo?
Marqué los tres primeros números y luego colgué. ¿Adónde quería llegar? Ella había llamado a mi puerta, me había dado su teléfono, sabía a lo que se arriesgaba, ¿no?
Marqué el número completo; Cosette contestó a la segunda señal:
- ¿Diga?
- Te quiero – y colgué.
¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué lo sentía? Además, aunque fuese cierto, ¿a qué jugaba? Inserté mi última moneda. Un tono… dos… tres… cuarto…
- Sí.
- Estoy en una cabina a pocas manzanas de mi casa.
- Así que a fin te dejaron en paz…
- Más o menos. Tengo algo que hacer pero no sé si tengo fuerzas – dije pensando en la semilla.
- Date un respiro, ven aquí y déjalo para mañana. Ya es tarde. Ah, y yo también te quiero…
Cerré los ojos preocupado por ella; mi nueva y linda sombra.
- No debería haberte molestado.
- No te preocupes...
- Creo que debería moverme. Te llamaré…
- ¿Dónde vas a ir?
- Aún no lo sé.
- ¿Quieres que te acompañe?
Claro que quería, pero ¿iba a permitirlo?
-Claro, necesito una sombra.
-¿Cómo?
- Cosas mías... Te espero frente al mercado…
8. La autopista
Cosette surgió de la noche diez minutos después. Vestía pantalones vaqueros desgastados, camisa blanca y las zapatillas de siempre. ¿Serás tú también ella? Me obligué a pensar que no, Cosette era simplemente Cosette, nada más. Su presencia en la calle Amnistía tendría otra explicación, ¿no?
- Tú dirás…
- Necesito moverme – empecé - ¿Tienes cerca el coche?
- ¿El coche? Claro…
- ¿Te importa que demos una vuelta?
Penetramos en la autopista de circunvalación a más de cien kilómetros por hora. Apenas había tráfico.
- A estas horas la soga aprieta menos… - comenté.
Mi nueva sombra apartó la mirada de la vía:
-Una vez me dijiste que la ciudad no respira, que se le ha olvidado hacerlo. También me dijiste que nosotros hemos olvidado que por la noche, a veces, hay estrellas y que el viento de levante es cálido porque procede de las lejanas tierras del este. Son tus palabras – el coche se deslizaba a más de 150 kilómetros por hora, ajustado al carril de la izquierda, adelantando sin cesar a otros vehículos. El motor rugía uniforme, 180 caballos atrapados bajo el capó. El marcador siguió subiendo: 170 kilómetros por hora. Parecía algo irreal. Traté de evadirme cerrando los ojos pero la velocidad se colaba por mi cuerpo.
- ¿Por qué corres tanto?
- Es una manera de liberarme…
- ¿Liberarte en la autopista?
Creo que contestó que sí mientras yo, intentando abstraerme de aquella endiablada carrera, me perdía en la negrura del otro lado, más allá de la triple línea de verjas que delimitaba la ciudad. ¡Qué aberración la de aquella feroz barrera! ¿Quién la puso ahí? ¿Quién la controlaba? Recuerdo haber sacado el tema en muchas ocasiones recibiendo siempre la misma respuesta:
-¡Bastantes preocupaciones tenemos ya!
Nosotros mismos nos creamos esas preocupaciones tan importantes: no preguntes demasiado, disfruta de nuestra bella ciudad, no dudes más de la cuenta, paga tus impuestos religiosamente, no muestres tu sufrimiento, aquí todo el mundo procura ser feliz.
La aguja luminosa sobrepaso los 180.
- ¿Quieres que nos matemos? –no dejaba de ver a la muerte como un asunto personal e intransferible.
- Cuando me dejaste estaba tan llena de tus ideas que luego no supe qué hacer con ellas, me sentía muerta, muerta de ti, por eso empecé a venir a la autopista por la noche. Pude haberme matado, estuve a punto varias veces, sin embargo, no temas, no quiero acabar contigo, lo nuestro no ha hecho más que empezar, ¿no? – levantó el pie del acelerador, el motor rugió aliviado, las líneas de la calzada empezaron a sucederse a un ritmo razonable.
9. Tres berenjenas
Los rascacielos emergieron a nuestra izquierda desafiando al cielo encapotado que amenazaba lluvia. Al verlos me llevé la mano al bolsillo del pantalón en el que guardaba el saquito.
-Vayamos a la zona de los rascacielos.
Dejamos la autopista a toda velocidad. Las calles se sucedían como fantasmas solitarios. Los semáforos en rojo parecían no existir para Cosette, los cruzaba sin levantar el pié del acelerador. No tardamos en llegar.
- Aparca dónde puedas.
Un grupo de barrenderos pasó junto a nosotros sin dirigirnos la mirada. Empujaban sus carritos con el sueño pegado al rostro. Desaparecieron. El reloj de una torre marcaba las 5:10. Atravesamos varias calles de hormigón interconectadas entre sí, estrechas, con pasillos, rampas y escaleras a distintos niveles. Pasamos por una plaza sin bancos y sin ninguna brizna verde. Un vagabundo dormía entre cartones. Llegamos al callejón que conducía a la puerta de hierro contrachapado de la vivienda de Ryu.
- Son las cinco y veinte de la mañana… ¿Estás seguro de que quieres llamar?
- Hace mucho tiempo que no estoy seguro de nada, para qué mentirte, pero creo que debo hacerlo…
Di tres aldabonazos con la berenjena. Un ruido fuerte, quebrado en sucesivos ecos, pobló el callejón por unos segundos. Poco después se despertaron las tres cerraduras de la puerta, revolviendo sus mecanismos de metal. Ryu surgió al otro lado:
- ¿Tú? – lucía su kimono negro y sus zuecos con incrustaciones. Eché de menos su sombrero de campesino japonés,
- Sí – debía ser escueto.
- ¿A estas horas? ¿Pasa algo?
- Creo que sí. ¿Podemos pasar?
10. Impresiones
Esperamos en el salón a que Ryu preparara café. Tacos de apuntes, libros abiertos y cuadernos abarrotados cubrían la mesa y los pensamientos de mi amigo, su Enciclopedia del Nihilismo. Presidiendo el salón, frente a nosotros, como un ojo surrealista de dudosa intención, estaba el retrato de la lechuga. Era difícil abstraerse de él. Ryu regresó con una bandeja nacarada. Sirvió las tres tazas. El ojo verde no dejaba de observarnos.
-Bueno, decidme… - comenzó Ryu.
Fui ir al grano:
-¿Recuerdas la nota que recibí en el café Clamores? – asintió -. Recuerdas que te dije que estaba firmada por una llave. Pues bien, esa llave existe y la he utilizado para salir de la ciudad.
- Permite que no te crea. Nadie ha salido nunca de la ciudad, la autopista es el límite absoluto, las alambradas son infranqueables, no es posible hacerlo.
- Créeme, he estado en las montañas, son reales.
- Pero eso es increíble – dijo Cosette.
- Más increíble es aún que en realidad ya hubiese estado allí. Creeréis que estoy loco si os digo que aquellos parajes procedían de mis sueños, pero es verdad, pude comprobarlo, anduve por ellos durante días con entera libertad – ahí reconozco que no fui del todo sincero -. Me ayudó a salir la mujer de la que te hablé. Lo hice bajo la autopista, por un pasadizo. Aquella salida tenía un número, lo vi en una placa, creo que era el 1283808 o el 1283809, no recuerdo muy bien. Hay muchas más, pero no las vemos, no queremos verlas. Tardé dos jornadas en llegar a las montañas. Allí ella me dio esto de un viejo pedestal - les mostré la bolsa negra - . Dijo que era libre de hacer con su contenido lo que quisiera…
- Y ¿eres libre? – me preguntó Ryu.
- No lo sé.
-¿Qué hay dentro? – preguntó Cosette
- Una semilla, por eso pensé en el huerto…
- ¿Qué clase de semilla? – inquirió preocupado.
- Mírala tú mismo.
Ryu la estudió detenidamente, moviéndola entre sus dedos.
-No tiene nada de especial. ¿No me estarás tomando el pelo?
-No, y aunque fuera así, ¿qué perderías? Sólo te pido que me dejes plantarla.
- Parece un albaricoque…
- Eso pensé yo.
-Lo que cuentas no tiene ningún sentido… No puedo creerte - dijo Ryu conmovido por mis argumentos.
- No tienes por qué creerme, las cosas deben cambiar, lo sabes, la semilla quizá sirva para algo y si no qué más da…
- Todas las semillas sirven para algo – dijo Ryu.
- Lo sé, pero esta quizá más.
- ¿Qué fue de la mujer? – preguntó Cosette.
Les hablé de la nota del refugio, añadiendo:
- Parece una despedida, aunque no tiene sentido…
- ¿Es necesario que lo tenga? – inquirió Ryu.
- Para mí sí.
-Bueno – dijo Ryu -, de acuerdo, plantaremos la semilla.
- ¿Cuánto queda para que salga el sol?
- Media hora.
- ¿Esperamos a que se haga de día?
- Por mí perfecto – dijo Ryu.
Aguardamos sin decir palabra. Los minutos se pasaban como si fuesen horas clavándose en el presente. Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, parecía que llevábamos esperando una eternidad.
- Vamos – ordenó Ryu.
11. El huerto
La luz del día no había llegado al huerto. La noche parecía no querer abandonarlo. Las torres crecían como sombras camino de un cielo invisible; una de ellas, sin embargo, empezaba a clarear en su cumbre. Hacía fresco. Miré a Cosette y sentí como tiritaba.
- Queda menos de un minuto – dijo Ryu enigmático.
- ¿Para qué? – preguntamos Cosette y yo.
- ¡Mirad!
La iluminación interior de las cuatro torres se encendió destapando con su luz artificial las tomateras, las hileras de puerros y fresas, los tres naranjos, el peral y el manzano, las hierbas medicinales del fondo y las dos calabazas que parecían un par de rocas mágicas. No había en la ciudad templo más bello; en él plantaría la llave de mi Voluntad, frente a esa colmena de ventanas desde la que no podrían dejar de mirarnos.
Volqué el saquito en mi palma izquierda; la semilla, de tegumento duro y rugoso, parecía estar hueca. Deseé descifrar su secreto, anticiparme a su fruto. No fue más que arrebato absurdo. No existen atajos hacía el futuro. Situado entre las dos calabazas,hice un agujero en la tierra de unos diez centímetros de profundidad. El personal más madrugador tomaba ya el primer café del día en los pasillos de las torres; algunos nos observaban sin demasiada curiosidad, removiendo el azúcar entre bostezos.
- ¿Por qué estaré tan nervioso? – se dijo Ryu sin mirar a nadie.
- Porque sabemos que va a pasar algo – contesté enigmático.
-¡A ver si es verdad!
-¡Venga, plántala! No lo alarguemos más – dijo Cosette.
Coloqué la semilla en el agujero.
-Como se suele decir, ¡la suerte está echada! - Ryu y Cosette sonrieron.
Cubrí el agujero, aplasté la tierra y me incorporé nervioso.
12. La eclosión
Los rayos del sol bañaban la cima de las torres, que resplandecían como tótems enigmáticos. Por encima, el cielo azul, sin nubes. Una sirena aulló a la mañana como un loco a quién nadie pudiera parar. La ciudad había despertado rompiendo nuestra paz en mil pedazos.
- ¿Y ahora qué? - era Cosette. Tomé su mano por respuesta. Ryu ni siquiera la oyó, se movía de un lado para otro con la vista fija en el lugar en el que había enterrado la semilla. Pasaron los minutos.
- Una semilla necesita su tiempo… - dijo mi amigo.
- Quizá – contesté decepcionado.
- No sé por qué creí que germinaría al instante. Tendremos que esperar…
- Quizá – repetí sumido en la decepción, también yo había imaginado que su crecimiento sería fulminante. Era como si el peso de la ciudad hubiese aplastado mi sueño. Volví a preguntarme dónde estaría ella. ¿La necesitaba? Puede, y miré a Cosette con pena y con ternura -. Quizá, Ryu, quizá…
E imaginé la semilla muerta bajo el manto de tierra. Nada más lejos de la realidad, la semilla no estaba muerta, su secreto se empezaba a agitar, algo dentro de ella explotó en silencio y una luz pálida brilló en la noche infinita que la atrapaba. La semilla se resquebrajó como un huevo y de sus grietas fluyó un reguero de energía que agitó nuestros pies.
- ¿No sentís algo? – preguntó Cosette.
- El qué… - preguntamos alarmados.
El suelo empezó a temblar de forma intermitente. Era casi imperceptible. Una mujer se carcajeaba tras una ventana dando vueltas a su café con una cucharilla de plástico.
- ¿Estamos seguros aquí? – preguntó Cosette. La preocupación arrugaba su frente.
La vibración agitó los árboles frutales. Observé que la mujer del café gritaba tras el cristal, paralizada por el miedo, mientras la gente inundaba los pasillos y las alarmas de los edificios llamaban al desalojo.
Un tallo verde, de unos diez centímetros, surgió de la tierra. Una linda hoja redonda, de borde dentado, brotó en su extremo superior de un fogonazo esmeralda. El tallo pegó un estirón imposible, triplicando su tamaño instantáneamente. Segundos después lucía una espesa corona de hojas.
El temblor no cesaba. Gritos silenciados por los cristales de las torres, alarmas aullando con voces de locura, el golpe sordo de algo que se desploma, el fragor desesperado de una jauría de cláxones, el llanto ilocalizable de un bebé mientras la planta nos sobrepasaba en altura y ensanchaba el tronco.
-¿Sabes qué árbol es? – pregunté a Ryu.
-No tengo ni idea.
Nos alejamos unos metros. Cosette abrió la boca sin decir nada; las palabras no valían gran cosa en aquel instante, carecían de interés, la realidad las anulaba de golpe. Tomé a Cosette del hombro; temblaba.
- ¡Mirad! – exclamó Ryu con los ojos desorbitados.
Cientos de tallos brotaron de la tierra agitando la superficie del huerto como un lago en estado de ebullición. Castaños, cipreses, plátanos, tilos, encinas, fresnos, robles, sóforas y pinos desarrollándose a cámara rápida entre rosas, claveles, lirios, amapolas y margaritas instantáneas.
- Pero qué clase de semilla… - absorto por el estruendo provocado por la vegetación, que crecía dentro de los edificios rompiendo paredes, techos y cristales como si estos fuesen de papel, dejé la frase a medias.
Intercambiamos una mirada llena de angustia. La copa del árbol principal superó la altura de la torres. Su tronco se erguía como una columna colosal que unía el cielo y la tierra.
Sólo entonces cesó el temblor.
13. El fruto
La vegetación cubría el huerto. Las calabazas asomaban sus lomos como ballenas varadas en un mar de flores. Los troncos se elevaban cual soberbios baluartes de la naturaleza.
- ¿Sé puede saber qué ha pasado? – preguntó Ryu con la vista clavada en la cúspide del árbol principal.
- Que se ha cumplido mi voluntad…
Me observaron en silencio.
-¡Echemos un vistazo fuera! – exclamé.
Las paredes del pasillo de la casa se habían desmoronado. Un montón de cascotes cubría el suelo. Todas las puertas estaban descoyuntadas, con los goznes reventados. Una nube de polvo flotaba en el aire. Pasamos con cuidado. Un par de pinos presidían el salón. Sus troncos abrían el techo camino de las plantas superiores. La luz del sol se colaba por los resquicios de unos agujeros. El cuadro de la lechuga, que recibía de lleno un haz de luz, tenía más relieve, sus colores eran más vivos. La mesa estaba volcada, los apuntes y los libros estaban desperdigados por la hierba que cubría el suelo. Era el trabajo de Ryu de los últimos años. Me dolió verlo así.
- ¿Lo recogemos? – le preguntó Cosette.
- Quizá ya no tengan sentido, necesito saber qué está pasando… Entonces decidiré…
Tres robles bloqueaban el callejón. Sus troncos habían crecido prácticamente juntos, formaban un muro perfecto cubierto en su base por una rosaleda que semejaba una alambrada de espinos. La cacofonía de las alarmas era constante, se oían gritos, algunos bastante cerca, y el gruñido de los coches. Un par de explosiones, algo lejanas, nos pusieron en alerta. Olía a quemado. El olor procedía de un cable que bailaba sobre nuestras cabezas echando chispas. Apartando los rosales con cuidado descubrimos un hueco en la muralla vegetal. Al pasarlo una línea roja, caliente, corría por mi antebrazo. Me chupé la herida sin pensarlo, el sabor de la sangre me llenó de vida. Era mi voluntad consumada. Pura.
Azca no había escapado a la metamorfosis; sus estructuras de hormigón habían desaparecido bajo la hierba, la maleza y una nube de enredaderas que escalaba los edificios. Había mucha gente vagando de aquí para allá, parecían perdidos, hablaban poco. Unos caminaban en silencio, cabizbajos, otros corrían por la hierba maletín en mano, algunos jugaban con sus móviles inservibles sin saber qué hacer. Desembocamos en una avenida en la que cientos de personas observaban boquiabiertas el Gran Árbol. La sombra de éste cubría las torres. La carretera estaba plagada de árboles. Infinidad de vehículos habían volcado, sus alarmas sonaban sin descanso. Sus ocupantes los habían abandonado. Ahora no servían para nada.
- La ciudad parece que ha abdicado – sentencié.
- Esto es nihilismo y no mi enciclopedia. No sé qué decir…
-Ahora nadie lo sabe – dijo Cosette - ¿Tendremos que empezar de cero?
-¡Ojala! – exclamé.
14. Ídolos caídos.
La autopista de circunvalación había desaparecido bajo la corriente suave de un río custodiado por hileras de sauces y secuoyas. Los autos abandonados asomaban sus ventanillas por encima del agua poco profunda. Era el río de mis sueños, discurriendo como siempre deseé, sin objeto ni necesidad alguna. Cómo añoré mi barca para surcarlo. ¿Acaso volvía a las andadas? No, la búsqueda por fin había terminado, el río era real y lo compartía con la gente, yo era uno más, no el tipo raro que se sentaba en un banco cualquiera con los ojos cerrados, soñando por desgracia.
Hombres y mujeres jugaban en el agua. Muchos habían pasado a la otra orilla y conversaban emocionados. Otros se dedicaban simplemente a ver y escuchar. De la triple verja no quedaba ni rastro, la vegetación y cierto levantamiento del terreno parecían haberla engullido. Varias familias se alejaban campo a través cargando todo tipo de maletas y bolsas. Conté ocho adultos y nueve niños. Pensé que en cuanto coronasen la colina divisarían el primer refugio, junto al arroyo. Los imaginé saboreando las nueces y la miel que yo mismo, desde alguna de mis lecturas, había puesto dentro de los armarios. O tal vez hallasen algo distinto, producto de sus propios sueños y lecturas. Reprimí el impulso de seguirles. Tenía suficiente.
Di un beso a Cosette.
- ¿No me vas a preguntar por ella? – le dije.
- No necesito saber nada de ella; tus respuestas no me harían más feliz.
Estábamos junto al río, entre decenas de grúas derribadas. Un bosque de secuoyas las había substituido. Las grúas habían quedado en posiciones insólitas; algunas parecían pedir auxilio con la flecha apuntando al cielo y el gancho balanceándose sin fuerza. Otras parecían haberse clavado en el suelo para no ver su derrota.
- Tú si que necesitas saber más de ella…
- ¿Por qué lo dices? – pregunté sorprendido.
15. Entre tumbas
El cementerio era una selva impenetrable sin caminos, cualquier referencia del pasado había desaparecido, tendría que utilizar toda mi intuición para llegar a la tumba de Pedro. Penetré entre los árboles acompañado por el trino feliz de los pájaros, pero pronto los intervalos de silencio se fueron alargando, hasta que los pájaros se esfumaron en la maraña verde. El olor de la vegetación flotaba en el aire, profundo y denso. Casi se podía tocar. Aunque era mediodía y el sol lucía en un cielo despejado, la luz no traspasaba las ramas. Había tumbas por todas partes, sobresalían como oscuras formas a contraluz, inclinadas como extraños barcos de piedra en plena tormenta. Empezaba a tener la sensación de no estar realmente en aquel lugar, de ser una molesta excepción, un intruso de paso. Vagué durante un tiempo indefinido, racionando el agua, con la impresión de estar cada vez más perdido y que de seguir así sólo hallaría mi propia sepultura. Exhausto, decidí arrodillarme, invocaría a Pedro frente a cualquier tumba. No podía más.
- Tiene que saber que estoy aquí – susurré a la vegetación.
Coloqué el reloj de arena sobre una vieja lápida sin inscripción y empecé a hablar a mi pequeño amigo con los ojos cerrados y las palmas hacia arriba.
¡Le estaba tan agradecido!
- ¡Cuánto te debo! Sin tu ayuda… sin la de ella… nada hubiese cambiado… Últimamente me ha dado por pensar que sois la misma persona, aunque esto, dicho tal cual, pueda parecer una locura. Quizá seáis una misma realidad dividida en partes independientes, ajenas de alguna manera, y ahí me quedo, mis disquisiciones no van más allá, quizá me esté volviendo loco, sea como fuere, mi pequeño amigo, ¡me diste tanto sin pedir nada a cambio!
Examiné el techo de ramas impermeable a la luz. Estaba sumergido en la vegetación, entre árboles altísimos, como un buzo lo está en el agua, lejos de la superficie de la vida, en el reino de Pedro, mi pequeño y frío amigo.
- El otro día dije a Cosette que la búsqueda había terminado y, ahora, arriesgando incluso la vida, te busco a ti. ¿Será que no me he terminado de encontrar todavía?
Sentí un beso en la mejilla que me heló la sangre. Giré la cabeza, despacio, a punto de gritar. El corazón martilleaba mi pecho, parecía querer romperlo. Entonces le vi, a dos pasos, era el niño que me mostró el pasadizo bajo la autopista. Vestía los pantalones grises y camisa blanca de aquel día. Llevaba incluso la pelota. La tiró a mis pies.
- Gracias… - dije - Dejo aquí el reloj de arena, ya no lo necesito…
El niño amagó una sonrisa. Luego se alejó caminando de espaldas. Cuando quise darme cuenta, se había esfumado.
16. Las dos caras de la misma moneda
Uno de esos días sin rumbo, en un lugar apartado, escuché un sonido inesperado, violento. Al otro lado de un antiguo bulevar solitario, el vándalo que arrasase los autos de mi aparcamiento, se dedicaba a cortar árboles con un hacha. Siete u ocho yacían por los alrededores. El sonido secó de la madera herida me llenó de miedo. No se oía otra cosa que los salvajes golpes. Hubiera querido echar a correr, pero no hubiese podido escapar de mi mismo. El árbol crujió con fuerza antes de caer. El vándalo sonreía. Supe que nunca soñó con un lugar tan hecho a su medida.
17. Cambios
¿Qué cuadro refleja mejor la transformación de la ciudad? No tengo ninguna duda: La Catedral de Ruan, de Monet. Esta lámina, compuesta por seis telas de una serie veintidós, cuelga en el salón de casa junto al tablón de las fotos, esa ventana amable por la que me asomaba cuando el día a día se antojaba insoportable. Frente a estos hay ahora dos grandes secuoyas que se llevaron por delante parte de la fachada del edificio. El balcón se salvó de milagro, tapiado por un laberinto de ramas y grandes hojas, impenetrable mirador hacia ninguna parte.
Estudié la lámina con interés renovado. ¡Eran tantas las diferencias entre unas y otras! Analicé, con la pasión del poeta, los distintos colores, la aplicación de la pintura, los sutiles cambios de encuadre, fragmentos de realidades paralelas e incompatibles de la ciudad, de mí. La ciudad ha cambiado, sus colores son otros, menos agresivos, las viejas reglas no existen, hay que volver a inventarlas, todo el mundo se replantea la vida, nadie se acuerda ahora de los televisores.
Muchos la están abandonando. Quieren ver qué hay más allá de lo prohibido.
Yo lo sé: son sus sueños.
18. Sueños
Aquella noche tuve un sueño turbador. Estaba en el parque envuelto en llamas. El fuego devoraba todo a su paso salvo a nosotros. Yo asía la mano protectora lleno de amor, de nuevo ella, a mi lado, protegiéndome. En el anfiteatro la gente se movía inquieta en sus asientos de complacencia, querían ver emociones fuertes, algo que les sacase de su aburrido devenir. Muchos empezaron a irse. El amor ajeno no vendía. Las llamas calcinaron los árboles. Del banco no quedó ni rastro. Permanecimos quietos entre los rescoldos humeantes, saboreando las emociones que nos asaltaban. El anfiteatro estaba vacío. El suelo quedo lleno de desperdicios. Giré la cara lentamente, quería besarla agradecido, pero en lugar de encontrarla a ella me encontré a mí mismo. Era yo el que asía mi mano. Recordé la cita de una de las placas de la calle Amnistía.
Para reconocerme, olvídate de mi cara.
Acerqué mis labios de sueño a mi otro yo y nos besamos.
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