Óscar Montes Trinidad
miércoles, 29 de junio de 2011
Óscar Montes Trinidad - Historia de un hijo de puta
El volumen del televisor es tan alto que no escucho a Mari, mi mujer, cuando me pregunta algo sobre la comida que está preparando en la cocina. Aunque insiste, no la hago ni caso. A ver si entiende de una vez que están echando las noticias, y ya sabe lo que me gustan, sobre todo los deportes y el tiempo. Con un gesto distraído le digo que sí, que haga lo que quiera, que me comeré lo que me ponga. Algo después, sentado a la mesa, atento a la pantalla, observo un instante, de refilón, el plato de potaje que Mari me ha puesto delante. Parece estar en orden. Empiezo a comer distraído con el resumen de la jornada trigésimo sexta de la liga de fútbol nacional, especialmente determinante al tratarse de la penúltima de la presente temporada. Según su costumbre, Mari come en silencio, con la vista perdida en el ventanal del chalet. Me preocupa. Se lo he dicho mil veces: deja de soñar y ten los pies en el suelo. Pero no entiende. Me zampo el postre sin mirarlo siquiera, ya que llevo prisa y el hombre del tiempo está dando el parte de mañana: soleado. Como a mí me gusta. El noticiario da paso a los anuncios publicitarios. Veo unos cuantos mientras me preparo para ir al trabajo: ¡Qué bien hechos que están los jodios! Da gusto verlos. Tengo que salir ya: ¿dónde estará mi mujer? En la cocina, supongo. Pero llevo prisa, me despido a viva voz, mientras salgo por la puerta, aunque no sé si me habrá oído, ya que el televisor está a tope. En algo se deben notar los 1200 euros que me costó en las Rebajas. La luz del garaje realza la impecable línea de mi coche nuevo. Los 45000 euros mejor gastados de mi vida. Activo el climatizador: 24 grados; ni frío ni calor. Pongo música: un recopilatorio con lo mejor del verano; sonidos frescos, que me activan. Desemboco en el atasco de la Gran Avenida. Debo andar con los cinco sentidos bien puestos, sino me comen. Dime una palabra, que me devuelva la esperanza, que me abrace por las noches y que aleje tus reproches. Me encanta este estribillo. Subo el volumen y cambio de carril con un acelerón un tanto brusco. Las cosas como son: el bocinazo del coche de atrás está más que justificado, ha tenido que frenar para no golpearme, pero qué quiere: estamos en la selva de asfalto. Avanzo lentamente aprovechando los huecos que se abren a mi paso a izquierda y derecha, deslizándome como un felino de 2200 Centímetros Cúbicos que persiguiese a su presa. Un felino con el mal de estos tiempos de hombres sin tiempo: el estrés. Tengo que relajarme; soy guapo, soy feliz: ¿qué más puedo pedir? ¿Otro coche, otro televisor? Eso ya lo tengo, me alegra tenerlo, disfruto teniéndolo, vale, pero voy a llegar tarde. ¡Pero qué hace éste! Maldito peatón, si no estoy pendiente, me lo llevo. Lo peor es que se me habría caído el pelo: varón de 35 años, atropellado mientras cruzaba un paso de cebra… No prosiga, abogado defensor, ya tengo el veredicto – sentenciaría un juez de rostro inexpresivo. Yo también lo tengo, amigo: ¡Inocente! Odio los pasos de cebra. Sólo sirven para obturar la circulación. Tendrían que substituirlos por túneles o algún tipo de paso elevado. ¿En qué gastan mis impuestos? En nada de provecho. Así marcha el país. Por fin salgo del embotellamiento. Acelero, que el semáforo acaba de ponerse en rojo. Atravieso el cruce como un guepardo en velocidad punta, luego freno con elegancia, y doblo a la derecha. El parking descubierto de la empresa, de cuatro plazas, para uso exclusivo de los directores. O sea: para mí y para Ignacio, el dueño de la consultoría. Sobran dos plazas, así que podemos aparcar sin maniobrar siquiera, dejando los coches cruzados. Da gusto que valoren mi trabajo, pero ojo, me lo he ganado implicándome más allá de mis responsabilidades, haciendo horas extras no remuneradas durante años. Camino con la cabeza alta, sin fijar la vista en Manuel, jefe de contabilidad, que se dispone a entrar en el local. Aquí no sólo me respetan, también me temen. Manuel mantiene la puerta abierta, hasta que llego a su altura. Farfullo gracias en un tono oscuro, huidizo. Paso silbando entre las mesas como si éstas y sus ocupantes – que me dan las buenas tardes- fuesen invisibles. De tanto entrenar esta técnica, realmente es como si lo fueran. Saludo a Sandra, la secretaria, y entro en mi despacho. No sé si tendrá relación, pero ha sido ver la foto que tengo de mi mujer sobre el escritorio, y empezar a sentir cierta pesadez en el estómago, que achaco al plato de potaje. Hablaré con ella cuando regrese a casa. Reviso los correos electrónicos. Nada importante. Echo un vistazo a tres o cuatro periódicos en Internet: “El precio de la gasolina marca un nuevo record histórico; la recesión económica asola a los autónomos; premio Príncipe de las Letras al célebre dramaturgo… ”. Chorradas. El correo personal está repleto de publicidad. Ningún mensaje de mis amistades. ¿Estarán enfadados conmigo? ¿Por qué tendrían que estarlo? Llaman a la puerta con la inseguridad de un empleado sumiso y disciplinado. Cierro el navegador a regañadientes, obligado por la convicción de que la imagen es crucial en cualquier faceta de nuestra vida, principalmente en el trabajo. Entra Sandra luciendo sonrisa y piernas. Le acompañan Manuel, el contable, y Sixto, ayudante de éste. Mis ojos repasan a Sandra por enésima vez hoy: si no fuese por sus orejas, sería casi perfecta. Mira que me preocupé en contratar a la mujer de mis sueños, entrevista tras entrevista, pero la oferta de empleo debía de tener algo que espantaba a los bombones. Sandra fue de lejos la candidata más apropiada. En el fondo, fue una elección positiva: disciplinada, prudente… y fría como un tempano cuando cruzamos la mirada. C’est la vie. Sandra se retira diciendo algo que me deja perplejo… No puede ser… ¿Cómo va a decir hasta ahora, hijo de puta? Manuel y Sixto continúan de pie, frente a mi mesa. Escudriño sus rostros en busca de cualquier señal que confirme la afrenta, pero sólo encuentro la tensión habitual que les produce mi presencia intimidadora. Definitivamente: he debido de oír mal. No les invito a tomar asiento. Sé a qué vienen y será mejor que mantengamos las distancias. Manuel arranca a exponer las excelencias del joven Sixto, una lumbrera universitaria, aplicado hasta en el menor detalle y de una proyección más que merecía… Juego con un clip mientras Manuel se lamenta del sueldo del chaval, que en lo que mí respecta, personifica la competencia en estado puro, y lo hago sin dirigirles una sola mirada, simulando una indiferencia calculada al milímetro. Pues qué: ya sé que gana 600 machacantes, ¿para qué me lo recuerda entonces? ¿Quién dijo que la vida sería un paseo de rosas? ¡Que dé las gracias por tener trabajo en estos tiempos de crisis! Manuel por fin deja de hablar. ¡Aleluya! Jugueteo con el clip un poco más, consciente de la tensión e impotencia que inunda a mis visitantes, entonces levanto la vista luciendo una sonrisa estéril y con el primer mandamiento del jefe perfecto en la mente: nunca mostrar debilidad o condescendencia con los empleados. Precepto que acato a la perfección cuando les indico que en la coyuntura económica actual, dicha subida está fuera de lugar. Manuel contraataca con el 8% de beneficios que ha tenido la empresa el último año. Le respondo que no debe llevarse a engaños: las perspectivas de negocio son catastróficas y las deudas con los acreedores nos tienen asfixiados. Estamos jodidos, muy jodidos. Y el colofón: tenéis que dar las gracias de que no os bajemos el sueldo. Un cierre magistral, lo reconozco. Salen cabizbajos. Antes de cerrar la puerta, Sixto se despide de la siguiente manera: reconsidérelo, por favor, señor hijo de puta. Me levanto del sillón de un brinco. Atravieso el despacho como un tsunami llevándome por delante una de las sillas de las visitas, la papelera atestada de papelotes y la lámpara de pie que choca con estrépito al golpear el suelo. Cuando abro la puerta del despacho, veinte pares de ojos apuntan hacia mí. El silencio es total. Por no crear un escándalo, le digo a Sixto lo mejor que puedo que me acompañe. Ya en mi despacho, a solas, le ordeno que repita lo que me ha dicho antes de salir. Y me lo suelta de nuevo: “Reconsidérelo, por favor, señor hijo de puta”. Agarro del cuello a este mequetrefe, éste se defiende a la desesperada, caemos rodando al suelo, derribando lo que se interpone en nuestro camino. Se abre la puerta del despacho. Pasos. Manos que me contienen, brazos que me inmovilizan, suelto una patada, oigo un ¡ay!, suelto otra al aire, alguien se sienta sobre mi cabeza, muerdo con todas mis fuerzas, mi enemigo se estremece ante la potencia de mis dientes. Más manos, manos brazos. No puedo moverme. Sixto sale del despacho con la camisa hecha girones. Te has librado, pero me vengaré… Alguien me trae un vaso de agua. Trato de recuperar el control bebiendo despacio, con los ojos cerrados. La cabeza me da vueltas. De pronto llega Ignacio, el dueño de la empresa. Le cuento lo ocurrido. Su respuesta me deja sin palabra: no entiendo tu reacción, hijo de puta; anda, vete a casa y descansa. Salgo con la cabeza gacha, el personal se aparta de mi camino, luego les oigo cuchichear a mis espaldas. ¡Malditos! Reviso la temperatura del climatizador: 24 grados; perfecto. Pongo música: el recopilatorio que tanto me gusta. Eres tan bonita como un beso sin fin, como un abrazo en el que te tengo a ti. Me sumo al atasco de la Gran Avenida. Zigzagueo por los cinco carriles tratando de arañar unos metros entre bocinazos y algún que otro hijo de puta¸ que aquí está más que justificado, de ahí que los provoque, para que me lo llamen con razón. Diez o doce hijo de putas después, llego a casa. He de reconocer que ahora me encuentro mucho más tranquilo. Mari está en el patio regando unas macetas con flores, aunque para el trabajo que dan, mejor sería que las tirase a la basura. Sentado en el sillón, con una cerveza en la mano, analizo el incidente. Que Sandra y Sixto me llamen hijo de puta es extraordinario. Que lo haga Ignacio, que no es mi jefe sino mi amigo y compañero de mil juergas hasta las tantas, resulta casi imposible. Pero el caso es que lo ha hecho, ya lo has visto. Sí, pero… Pero nada. Te ha llamado hijo de puta igual que los demás. Caigo en el análisis de tal expresión. Su carácter es obviamente soez, utilizado como insulto para calificar al destinatario de turno - o sea, a mí mismo - de mala persona. Pero ¿no soy un marido ejemplar? ¿No velo por la prosperidad de la empresa con un celo, en esencia, altruista? ¿No me preocupo por la estabilidad de mis trabajadores, tratando de absorber las sacudidas que pondrían en peligro sus puestos? ¿No soy un hijo amantísimo que se desvive por su madre minusválida? Acaso ¿soy hijo de puta por ser feliz? ¿Soy hijo de puta por transmitir mis buenas vibraciones allá por donde vaya? Si es por eso, yo mismo me lo llamo: soy un perfecto hijo de puta. La tarde declina conmigo en el sillón, absorto en reflexiones similares a las anteriores. Cuando Mari me llama, hijo de puta, la cena está lista, lo acepto con entereza. Filete de pescado empanado con patatas. Comemos sin hablar cruzar palabra. El resumen deportivo del telediario ahuyenta los últimos vestigios de mi conflicto interior. No como Mari, que una y otra vez choca con su mirada melancólica en los cristales de la ventana como un pájaro sin escapatoria. ¡Si es que no valora lo que tiene! Pero yo la quiero. Por eso seguimos juntos. Duermo 8 horas seguidas, hasta que salta el despertador. Me siento feliz; como dirían, un hijo de puta bien feliz. Desayuno plantado frente al telediario de la mañana, impaciente por que lleguen los deportes: diez minutos de desconexión absoluta en un repaso pormenorizado de las condiciones que se presentan en la última jornada de la temporada y que me corta el aliento, magdalena en mano, en tres o cuatro ocasiones. Marcho sin despedirme de Mari, que sigue en la cama. Pongo mi CD favorito antes de acceder a la Gran Avenida. Recuérdame, soy tu sangre, soy tu piel, tus recuerdos y tu ser… Hoy estoy especialmente habilidoso en las maniobras de supervivencia a las que tengo que recurrir ante cualquier embotellamiento. Salvo cinco o seis pitadas y dos hijos de puta - uno de ellos injustificado, pero que asumo porque soy feliz - el trayecto se desarrolla todo lo raudo que cabe esperar y sin mayores contratiempos. Entro en el aparcamiento de la empresa a bastante velocidad y con una marcha demasiado larga, lo que provoca que pierda un tanto el control del coche y que casi me lleve por delante a Sixto. ¡Quieres tener cuidado, hijo de puta! No me molesto en contestar. Soy feliz y punto. Camino silbando entre las mesas, ajeno a los comentarios que brotan a mi paso, con la vista bien alta. Nadie me da los buenos días; tampoco me llama hijo de puta. En realidad, nadie dice nada. Mi presencia seguramente les intimide, para ellos soy un modelo intratable, una roca contra la que llevan chocando meses o años sin desgastar por ello mi curtida piel de hombre de negocios, clave - por otra parte - en ese 8% de beneficios y compensada con una prima más que merecida de 22000 euros y, ya pensando en los demás, que no hayamos puesto a nadie en la calle. Saludo a Sandra de muy buen humor. Ella, sin embargo, contesta seria, con un hilo de voz, buenos días. Cierro la puerta de mi despacho. Reviso el correo electrónico, mando un par de mensajes, ordeno varias carpetas y modifico un par de informes. Llaman a la puerta. Se trata de Sandra: dos golpes cortos, secos. ¡Adelante! Entra meneando una minifalda que me quiere declarar la guerra, con los ojos puestos en la carpeta que lleva entre ambas manos, anidadas en la base de sus pechos perfectos. Por un momento llego al olvidar el desafío de sus orejas; sólo por un momento, claro, ya que sus orejas son lo que son y están donde están. Le traigo una autorización de compra que tiene que firmar, dice con voz neutra. Cómo no, digo displicente. Firmo a pie de página “hijo de puta” con un estilo vivaz y estirado. Por un instante me quedo perplejo observando el garabato. ¿Por qué lo he hecho? No lo sé, pero algo me dice que está bien así. Y luego me digo: si me ha salido al natural, sin coacción ni premeditación alguna, debo aceptarlo. Sonrío a Sandra, que se despide con un hasta luego, hijo de puta. Han sido casi 24 horas repletas de pequeños incidentes. De todo se aprende, ¿no? Cuando salgo, me cruzo con Víctor, el “chispas”; se dispone a cambiar el cartel que cuelga de la puerta de mi despacho. Me quedo ahí para observar la faena, charlando amigablemente con él. Dirección. Mr. Hijo de Puta. Perfecto. Le doy las gracias, pues entiendo que no hay nada más admirable que ser un hijo de puta agradecido.
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Óscar
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16:10
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relatos
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Ya me han dicho 2 personas a las que he mandado el link de este Hijo Puta, que engancha y mereceria la pena seguir conociendo la vida de este sujeto...
ResponderEliminar¿Nunca has pensao en una serie por entregas??
En principio se trata de un relato independiente, aunque nunca se sabe...
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