Cuando K. abre los ojos por la
mañana, sabe qué va a pasar de antemano. Sabe que se levantará de la cama aturullado
por el sueño, que desayunará frente a la tele, castigado por el telediario de
turno, que se peleará en el atasco siempre, que pasará ocho horas en el trabajo
con las constantes vitales bajo mínimos, respirando lo justo para cumplir sus
funciones y no quedarse petrificado frente al monitor, que volverá a pelearse
con el atasco de la mañana, pues le esperará pacientemente, salga a la hora que
salga, y que, ya en casa, podrá la tele y pasará las pocas horas del día que
restan pegado al sofá, aturdido por las imágenes, por los productos, por las voces
que invadirán la casa sin control, libres como un tsunami consentido. Que cenará
sin florituras navegando al mismo tiempo por Internet y que por fin se irá a la cama, cansado de no
hacer nada, con una sensación de vacío en sus parpados agotados. Cuando K abra
los ojos la siguiente mañana, sabrá de antemano lo que le deparará el día. Y es K. lo sabe todo, lleva una vida de lo más
cómoda y previsible. Si le propusieran cualquier cambio en su rutina, lo
rechazaría. Le gusta atar en corto al futuro y que el presente se desdibuje y se
vuelva inútil e indiferenciable. Y es que K. es un hombre de principios. No le
gustan los experimentos. Su vida es lo primero: una vida estable y comprometida
con su lugar en el mundo. Por eso K.,
como ayer y como siempre, se levanta de la cama sonriente, satisfecho en su
vacío perfecto, pletórico en su previsibilidad sin matices. Hoy sin embargo piensa darse un homenaje; para
ello, subirá el volumen de televisor más de lo habitual, pitará con más mala
uva a los conductores que le incomodarán camino del trabajo, contestará
airadamente a un par de subordinados de su oficina y echará una salsa nueva en
su cena de la noche. K. es así de juguetón, con él nunca se sabe.