El 13 de abril de 1737, Händel se derrumbó en su casa de Brook Street. Tenía 52 años. Ese mismo año había escrito cuatro óperas. La presión, los disgustos, las ocupaciones, los acreedores habían derribado su cuerpo voluminoso. Yacía inmóvil, con los ojos abiertos: parecía muerto. Poco después, el médico emitiría su diagnóstico: apoplejía, el lado derecho paralizado. La débil voz del maestro les sorprendió a todos: "Se acabó todo para mí…"El médico asintió: quizá podría recuperarse al hombre pero nunca al genio; su música había muerto."
Sólo podría salvarle un milagro.
Durante meses la vida de Händel discurrió sin energía, en un estado de muerte anticipada: no podía andar, hablar o pulsar una sola tecla de su clavicémbalo (instrumento predecesor del piano). Sólo cuándo escuchaba música, su cuerpo se agitaba débilmente, luchando con las correas de su enfermedad y sus ojos adquirían el brillo que da la vida. El médico tachó el caso de incurable y recomendó que lo llevaran a un balneario. Quizá allí mejorase un poco. Sin embargo, dentro de la prisión que era el cuerpo de Händel se agitaba una fuerza desconocida.
En el balneario de Aquisgrán, desafió a los médicos estando nueve horas en baños calientes (6 más de las recomendadas). Una semana después, volvió a caminar. Días más tarde, recuperó la movilidad del brazo. El último día de su estancia en el balneario, entró en una iglesia y se sentó frente al órgano. Tocando a dos manos, henchido de inspiración, empezó a improvisar melodías únicas, desgarradoras. Los fieles y el sacerdote congregados escucharon emocionados aquel torrente luminoso hasta ahora estancado. Aunque no era creyente, sus notas se dirigían a Dios, a la Eternidad. También a los hombres.
El maestro retoma sus trabajos y estrena varias óperas, pero la situación que vive Inglaterra le es adversa. Muere la reina, estalla la guerra con España, una ola de frío asola el país, enferman los cantantes, cierran las funciones. Händel vuelve a estar en la encrucijada: la crítica se ensaña con su obra, los acreedores le acosan a diario, el público le da la espalda. ¿De qué sirve recuperar la vida para caer en semejante espiral de sufrimiento? En 1740 se siente de nuevo derrotado, paralizado en cuerpo y alma, y aunque trabaja algo, su fuerza ha desaparecido bajo el peso de las calamidades. Todo había terminado de nuevo. En su profundo desconsuelo, repite una y otra vez: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Medita sobre la conveniencia de dejar el país: en Irlanda todavía creen en su arte. Contempla las aguas del Támesis. Quizá sería mejor terminar de una vez con todo. El vacío lo envuelve. El dolor del alma lo aplasta. El 21 de agosto de 1741 recibe una carta del poeta Jennens. En ella le pide que ponga una música inmortal a sus versos. Händel dio un respingo: la carta abría las viejas heridas de su inspiración perdida. Postrado en la cama, lloró de impotencia. Una inquietud extrema lo devora. ¿Cómo podría él crear algo de valor si se sentía tan abandonado? Pero leyó el texto, agitado por las dudas, la emoción y miedo. El caso es que parecía ir dirigido a él, un gran árbol caído: “Así habló el Señor”, “Él te purificará”, “Clama tu palabra con firmeza”, “La oscuridad cubre la tierra”, «Y él fue despreciado», «Y los que le ven, se ríen de Él».
Estudio el escrito con gran excitación, inmerso en una corriente inspiradora única más fuerte que ninguna otra. Éste se titulaba “El Mesías”. Quería dar testimonio de su resurrección. Sintió que Dios le daba su palabra. Debía remontarse hasta él y entregarle su corazón:
«¡Aleluya, aleluya, aleluya! »
Durante tres semanas no salió siquiera de la habitación mientras los acreedores llamaban a la puerta hostigando el dulce néctar de su genio.
El 14 de septiembre acabo su obra. Después de descansar, se levantó recuperado, risueño, con los ojos llenos de vida. Tocó la pieza delante del médico y de sus criados. La corriente musical los cautivo de tal manera que todos quedaron aturdidos.
El 14 de septiembre acabo su obra. Después de descansar, se levantó recuperado, risueño, con los ojos llenos de vida. Tocó la pieza delante del médico y de sus criados. La corriente musical los cautivo de tal manera que todos quedaron aturdidos.
—Jamás oí cosa semejante, amigo mío. ¡Parece que tengáis el demonio en el cuerpo! – dijo el médico.
—Creo más bien que es Dios quien ha estado conmigo.
Händel había resucitado de nuevo.
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