En julio de 1791 Mozart recibió un encargo anónimo: componer un Réquiem. Las circunstancias de la contratación sobrecogieron tanto al compositor, de natural supersticioso, que llegó a imaginarse al extraño mensajero como un heraldo sobrenatural y que el réquiem iría destinado precisamente a su propio funeral. Obsesionado como estaba de la muerte, estos hechos atormentaron sobremanera al compositor, de por sí ya debilitado. Cuando murió el 5 de diciembre, dejó la obra incompleta: tres secciones con el coro y el órgano, El introitus, el Kyrie y el Dies Irae; del resto de la secuencia solo dejó partes instrumentales, el coro, voces solistas, el bajo, órgano incompletos, y numerosas anotaciones. Por este motivo, existen varias versiones con retoques añadidos. La más conocida data de 1972, de Franz Beyer, casi 200 años después de la muerte del genio inigualable, asolado por la miseria en sus últimos días, excomulgado, enterrado en una fosa común y cuyos restos se perdieron para siempre (y que podrían haber dado algo de luz a las verdaderas causas de su muerte) al excavarse la tumba 7 años después.
Nos queda, sin embargo, la absoluta y desbordante naturalidad de su imaginación. Un faro de musicalidad que nos sumerge en la transcendencia de la vida y el alma. Tanto y al mismo tiempo tan poco: no olvidemos que murió con sólo 35 años. D.E.P
Escenificación figurada en Amadeus, de Milos Forman.
Escenificación figurada en Amadeus, de Milos Forman.
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