Tierra sin fronteras y, a la vez, con la más grande de todas: la distancia. En sus llanos la eternidad parece encontrar reposo sobre lagos que son mares y campos que recuerdan a continentes. El ser humano aquí es la excepción. Forma parte de la naturaleza. No la relega. No la reemplaza. Unas pocas carreteras y pistas de ripio la atraviesan en línea recta jugando a no tener fin; pero de tarde en tarde acontece el milagro, y lo tienen: alguna estancia o población surge de la nada, solitaria como un islote apenas bosquejado, envuelta por horizontes interminables, bajo un cielo chato y oscuro que llena de cenizas cualquier sentimiento; o bajo un cielo celeste acompañado de luz y esperanza. Así oscilarán nuestras emociones: con los hilos invisibles de lo inalcanzable.
Los Andes son la espina dorsal de este cuerpo sereno y generoso. La lluvia tendrá que sortearlos para alcanzar tanta garganta sedienta. El viento también, aunque lo hará con mucha más facilidad, azotando con su cuerpo aquello que se interponga en su camino; sea brizna de hierba, árbol, humano, guanaco o casa.
Ante tanta maravilla, la mente dudará: el temor de lo inabarcable puede que nos domine. De nada serviría acelerar el paso: estaríamos perdidos. La soledad sostiene nuestra mirada. Sentiremos un secreto respeto al dar el primer paso: ¿hacia dónde? ¿Hasta cuándo? La distancia siempre querrá someternos. La monotonía borrará casi todos los recuerdos. Nosotros sólo somos una ínfima posesión para esta totalidad de la nada más exuberante.
Sólo ella es cierta.
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