Dichosamente, se dispone también aquí de un alto artista, el señor Léonard, el inagotable a insuperado Fígaro del rococó. Como un gran señor, se traslada todas las mañanas, en carroza de seis caballos, de París a Versalles, para demostrarle a la reina, con el peine, lociones para el cabello y pomadas, su siempre noble y diariamente renovado arte. Lo mismo que Mansart, el gran arquitecto, levanta sobre las casas los ingeniosos tejados que llevan su nombre, también el señor Léonard edifica sobre la frente de toda dama de categoría que se respete verdaderas torres de cabellos y decora estas altas edificaciones con simbólicos ornamentos. Con gigantescas agujas y un enérgico empleo de pomada se encaraman primeramente los cabellos, desde su raíz, sobre la frente, rectos como cirios, hasta una altura aproximadamente doble de la de una gorra de granadero prusiano; después, en este espacio aéreo, a medio metro por encima de las cejas, comienza realmente el imperio plástico del artista. No sólo paisajes completos y panoramas, con frutas, jardines, casas y navíos en movidos mares, toda una visión multicolor del universo, modelado con el peine sobre esos poufs o ques-à-quo (así se llaman, según un libelo de Beaumarchais), sino que también, para hacer la moda más rica en cambios, estas construcciones representan simbólicamente los acontecimientos del día. Todo lo que ocupa a aquellos cerebros de colibrí, lo que llena aquellas cabezas de mujer, en general vacías, tiene que ser anunciado por el peinado. ¿Produce sensación la ópera de Gluck? Al instante inventa Léonard una coiffure à la lphigénie con negras cintas de luto y la media luna de Diana. ¿Es vacunado el rey contra la viruela? Pronto aparece representado este acontecimiento emocionante por medio de los pouf de l’inoculation. Llega la insurrección americana a ponerse a la moda, y al punto es la vencedora del día la coiffure de la libertad; y, cosa aún más vil y estúpida, cuando son saqueadas las panaderías de París, durante la crisis del hambre, esta frívola sociedad de cortesanos no sabe hacer nada más importante que mostrar este suceso en los bonnets de la révolte. Estas edificaciones artificiales sobre las huecas cabezas ascienden cada vez más locamente. Poco a poco, las torres capilares, gracias a ocultos refuerzos y a postizos mechones, se hacen tan altas, que las damas que las llevan ya no pueden sentarse en sus carrozas, sino que tienen que ir de rodillas, levantándose las faldas, pues en otro caso el precioso edificio capilar tropezaría con el techo del carruaje. En los palacios se hacen más altos los dinteles de las puertas, a fin de que las damas en gran toilette no necesiten siempre inclinarse al pasar por ellas; en los palcos de los teatros se aboveda el techo. El especial tormento que estos moños ultraterrestres constituyen para los amantes de tales damas es cosa sobre la cual se encuentran pasajes divertidos en las sátiras contemporáneas. Pero cuando se trata de una moda, las mujeres, según se sabe, están siempre dispuestas a todo sacrificio, y, por su parte, la reina se imaginaría, sin duda alguna, no ser realmente tal si no introdujera o sobrepasara todas estas locuras.
De nuevo resuena el eco en Viena (habla a Maria Antonieta su madre, la reina Maria Teresa de Austria): «No puedo impedirme de tocar un punto que, con mucha frecuencia, encuentro repetido en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que, desde la raíz del pelo, tienen treinta y seis pulgadas de alto, y encima aún hay plumas y lazadas». Evasivamente responde la hija a la chére maman que, aquí, en Versalles, están ya los ojos tan acostumbrados a eso, que todo el mundo -por todo el mundo entiende siempre María Antonieta el centenar de damas de la corte- no encuentra en ello nada sorprendente. Y maese Léonard continúa edificando cada vez a mayor altura, hasta que al todopoderoso se le ocurre cortar aquella moda, y al año siguiente son demolidas las torres, cierto que para ceder el puesto a una moda aún más costosa: la de las plumas de avestruz.
Estracto del libro Maria Antonieta de Stefan Zweig
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