Cinco años antes de su muerte, Kafka redactaría una carta que jamás llegaría a su destinatario: su padre. Y si ésta llegó a nosotros, se debe a la traición bienintencionada de Max Brod, que desobedeció las instrucciones que le había dado su amigo, y que pasaban por destruir tras su muerte toda su obra no publicada. En la carta analiza profundamente la relación con su padre, retomando los temas tratados en sus relatos y novelas y poniendo sobre la mesa que esa ficción creadora no es más que una extensión de su realidad emocional cotidiana… con una diferencia: en la carta él es el protagonista. En realidad, siempre lo fue. Los protagonistas de sus novelas son construcciones apenas disimuladas de su persona. Pero ahora no están ellos; Kafka pasa de escritor a hijo: vuelca sus sentimientos, más o menos mimetizados por los escenarios de su ficción, al ruedo de una carta personal, dirigida a su padre, que, como confiesa, es el tema central del su obra: “Mi escritura trataba de ti, allí sólo me quejaba de aquello que no podía quejarme sobre tu pecho”. El padre representa la Ley, la autoridad, algo inalcanzable, imprevisible y riguroso. Si la Metamorfosis arranca con estas palabras “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho” en la Carta al Padre hace lo propio con un “Me preguntas por qué afirmaba tenerte miedo”. El mismo dramatismo, la misma fatalidad consumada. La Carta avanza meticulosamente, a veces con humor, a veces con ironía, muchas veces con rabia o melancolía, sumergiéndose cada vez más en la oscura relación que Kafka mantuvo con su padre.
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