Los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la larga enfermedad de su madre marcarían profundamente a Lucien Clergue. Fiel reflejo de su desolación, sus primeras fotografías girarán en torno a la idea de la perdida, la decadencia y la muerte. Sus heridas abiertas del pasado volcadas en las heridas ajenas del presente. La sangre y el dolor que fueron mezclados en la sangre y el dolor que son. Con semejantes antecedentes, no debe extrañarnos que rondase fascinado el ritual de sangre, valor y muerte de las plazas de toros. El ruedo como metáfora festiva de la lucha que la vida libra con la vida: hombres contra animales; sangre roja en ambas partes; muerte, siempre muerte. Poco a poco, sin embargo, irá explorando nuevos caminos; por ejemplo: sus famosos desnudos femeninos, anónimos, mimetizados con un entorno al que dan vida; o, según se mire, entornos que dan un poco de muerte a esos cuerpos vivos sin rostro, sin voz, llenos de silencio. Cuerpos vivos un poco muertos. Parajes muertos un poco vivos. Torsos, pechos y vientres exuberantes. La vida fundiéndose con la naturaleza. La mujer como enigma, como esperanza.
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