EL CAMINANTE.
Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero un caminante que no se dirige hacia un punto de destino pues no lo hay.. Mirará, sin embargo, con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en le mundo; asimismo, no deberá atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza: es preciso que tenga también algo del vagabundo al que agrada cambiar de paisaje. Sin duda ese hombre pasará malas noches, en las que, cansado como estará hallará cerrada la puerta de la ciudad que había de darle cobijo: tal vez incluso como en oriente, el desierto llegue hasta esa puerta, los animales de presa dejen oír sus aullidos tan pronto lejos como cerca; se levante un fuerte viento, y unos ladrones le roben su acémilas. Quizá entonces la terrible noche será para él otro desierto cayendo en el desierto y su corazón se sentirá cansado de viajar. Y cuando se eleve el sol de la mañana, ardiente como un airado dios, y se abra la ciudad, puede que vea en los ojos de sus habitantes más desierto, más suciedad, mas bellaquería y más inseguridad aún que ante su puerta, -por lo que el día será para él casi peor que la noche. Es posible que a veces sea así la suerte de este caminante. Pero pronto llegan, en compensación, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otras jornadas, en las que desde los primeros resplandores del alba, ve pasar entre la niebla de la montaña a los coros de las musas que le rozan al danzar; más tarde sereno, en el equilibrio del alma de la mañana antes del mediodía y mientras se pasee bajo los árboles verá caer a sus pies desde sus copas y desde los verdes escondrijos de sus ramas una lluvia de cosas buenas y claras, como regalo de todos los espíritus libres que frecuentan el monte, el bosque y la soledad, y que son como él, con su forma de ser unas veces gozosa y otra meditabunda, caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana temprana, piensan que es lo que puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanadas del reloj, una faz tan pura, tan llena de luz y de claridad serena y transfiguradora: buscan la filosofía de la mañana.
Humano, demasiado humano
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