La oscuridad envuelve al visitante, la temperatura desciende, los sonidos del exterior desaparecen. Estamos dentro de una de las cuevas del valle de Vézére, en la Dordoña francesa. Una linterna ilumina nuestra marcha danzando sobre el suelo, sobre las paredes. Penetramos en una atmósfera remota, casi intacta, de más de 19000 años. Conmovidos por los comentarios de nuestra guía, tratamos de encontrar las pinturas en las paredes. En este inhóspito lugar vivieron otros hombres. Poco sabemos de su vida. ¿Qué ritos seguían? ¿Qué tipo de creencias desarrollaron? ¿Qué importancia otorgaban a sus tradiciones? Está claro, en cualquier caso, que ellos forman parte substancial de los cimientos de nuestra cultura.
Ahora, mientras penetramos en su cueva, y aunque un abismo de tiempo nos separe, los imaginamos aquí, buscando una pared en donde expresar con imágenes lo que todavía no eran capaces de hacer en lenguaje escrito. Pero ¿dónde estarán las pinturas? Todavía no las vemos. La linterna señala una pared, a nuestra espalda: tres maravillosos caballos. El sueño de un artista mil veces muerto renace en nuestra pupilas. La linterna se desliza por la pared, descubriendo nuevos tesoros de sofisticación y belleza: caballos, ciervos… La guía nos hace una pregunta: ¿Sabéis lo que dijo Picasso cuando salió de las cuevas después de la guerra? Intuimos la respuesta. Dijo: No hemos aprendido nada en miles de años. Es cierto, pensé. En realidad, los dibujos me recordaban a Picasso. El genio español y otros muchos siguieron, sin saberlo, rastros artísticos procedentes de una edad impenetrable. Un reencuentro. Uno de tantos.
Los dibujos se superponen, es la evolución del arte concentrada de centenares de generaciones sucesivas. No hay orden aparente. En ocasiones uno tiene la impresión de que el animal está saliendo de la misma cavidad. Llama la atención la ausencia de plantas y paisajes. El objetivo del artista, por lo tanto, no era representar toda la realidad sino sólo una parte, aquella que, por alguna razón, consideraba realmente importante. En este sentido, resulta llamativo que no haya representaciones de los astros. Sus Dioses no estaban en el cielo.
Los dibujos reflejan el alto nivel cultural de las sociedades que las llevaron a cabo, así como una economía lo suficientemente holgada para permitirse actividades “improductivas”.
La guía introduce el último misterio: los símbolos. A diferencia de las demás representaciones (personas y, sobre todo, animales) estos elementos son abstractos. Aunque desconocemos su significado, estamos frente al nacimiento de la escritura. Aquellos hombres querían hablar, sentir, soñar en las paredes del interior de las cuevas.
Nosotros también hablabamos, sentíamos y soñabamos al tratar de imaginarlos. El hombre soñando al hombre.
Pero, ¿por qué realizaron estas actividades en lugares tan profundos, en medio de la oscuridad? ¿Acaso sus dioses moraban las entrañas de la tierra?
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