lunes, 31 de octubre de 2011

El vacío, el huevo y la gallina


No es un secreto: en occidente aborrecemos el vacío. Valoramos las cosas, incluso los conceptos, en relación a su contenido. Salvo contadas excepciones, durante muchos siglos hemos asociado el vacío con algo prácticamente opuesto a lo real. Los orientales, sin embargo, no tardaron en comprender la realidad profunda y misteriosa que escondía; para ellos, el vacío siempre fue, siempre es. La invención del cero - en la India - difundió el concepto de ausencia de cantidad. Dicho de otro modo: puso de manifiesto  la realidad de la ausencia; la realidad del vacío. La aversión hacia el vacío tiene mucho que ver  con nuestra idea de la muerte. Incluso hoy en día necesitamos eliminarlo, llenarlo, obviarlo. Para el oriental la percepción del vacío es completamente diferente. El concepto de meditación lo pone de relieve.

Lo entendamos o no, el vacío forma parte indiscutible, inherente y fundamental del mundo que nos rodea. En el átomo y los astros encontramos buenos ejemplos.

El vacío de los pequeño.

¿Qué es entonces la realidad? La profunda ilusión del vacío. Si hiciésemos crecer un libro hasta que alcanzase el tamaño de la tierra, podríamos ver a sus átomos del tamaño de mandarinas. Sin embargo, si pudiéramos coger uno de ellos (una de las mandarinas) seríamos incapaces de observar su núcleo, incluso recurriendo a un microscopio. Tan pequeño seguiría siendo su tamaño. Para poder verlo, tendríamos que hacer crecer nuestra mandarina hasta que alcanzase 600 metros de altura;  el núcleo sería entonces del tamaño de una mota de polvo. Pues bien: entre ese minúsculo núcleo y la cara externa del átomo (en donde orbitan los electrones; siguiendo el ejemplo: la piel de la mandarina) todo es vacío.

Nuestro vacío 


Si pudiésemos aumentar aquí, en Madrid, el tamaño de uno de mis protones, haciendo que fuese como la cabeza de un alfiler, para buscar los electrones que orbitan a su alrededor, habría que ir a Francia y Marruecos. Entre medias sólo habría vacío. Por esta razón, si los átomos de mi cuerpo se juntaran hasta tocarse, si sus componentes comprimidos, libres de vacío, sería tan pequeño que no se me vería. Literalmente: desaparecería pues a duras penas alcanzaría unas milésimas de milímetro.

Estamos compuesto, pues, de enormes cantidades de vacío. La materia es una ilusión. Bajo ella reina la energía. Ella es la que da la sensación de consistencia, de materia abundante.  

El vacío de lo grande



Existen misteriosas correlaciones entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Por ejemplo, en el vacío de que está compuesto el universo; en las enormes distancias entre planetas, estrellas y galaxias. Se trata de un vacío de proporciones inabarcables, equivalente al que reina en el átomo.

Conclusión


Nuestra mentalidad es incapaz de concebir que de la nada pueda surgir algo. Preguntas como “¿quién nació primero: el huevo o la gallina?” ponen de relieve los axiomas con los que convivimos, rechazando el papel que el vacío cumple en la naturaleza, en el universo. Aunque no lo veamos, - igual que no veíamos que la tierra era redonda - casi todo es vacío. Nosotros, con nuestro esfuerzo, sólo somos capaces de  llenar reducidas parcelas del vacío que nos rodea. Con eso creemos tener suficiente. Lo hacemos con nuestras obras y pensamientos. 

¿Qué es el pasado? El vacío que fue y que, de alguna manera, sigue siendo.  ¿Qué es el futuro? El vacío que será y que, de alguna manera, ya es. Vivimos en el vacío. Si hay algo excepcional en el universo, esa es la materia: un velo de sutil consistencia, una abstracción rodeada de la nada.

viernes, 28 de octubre de 2011

El eterno destierro de Fidias


Sus manos, como las de un Dios superior, dieron forma a otros Dioses: Atenea en la Acrópolis de Atenas; Zeus presidiendo Olimpia.  De la primera apenas se conservan dos copias parciales, de tamaño mucho menor: un busto en el Museo Arqueológico de Bolonia y una figura prácticamente completa en el Albertinum de Dresde.


De la segunda, considerada por los antiguos como una de las siete maravillas del mundo, no queda más que su recuerdo. Se trataba de una estatua de doce metros de altura, con un Zeus majestuoso, entronizado, sosteniendo en una mano la Victoria y en la otra un cetro con águila. 


La esculpió tras ser expulsado de Atenas, acusado de robar oro de los fondos del estado. Esta obra inigualable fue motivo de monedas y gemas; muchas de ellas adornan hoy las vitrinas de los museos de todo el mundo. Pero Fidias no sólo fue expulsado en cuerpo de Atenas. Su obra, heredera de sus desgracias, correría la misma suerte. El British Museum lo sabe bien: expone con orgullo usurpador la mayoría de las piezas que se conservan de su friso del Partenón resaqueado







Pero ¿qué se sabe realmente de Fidias? Casi nada. La existencia de este maestro entre maestros yace sepultada bajo 2500 años de historia incesante. Sólo nos quedan los fragmentos profanados de su obra. Nunca hubo tanto en tan poco.

jueves, 27 de octubre de 2011

Edgar Allan Poe - El corazón delator



¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir como aquella idea me entró en la cabeza por primera vez, pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande como para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh?  ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... Pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.        
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrirla puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez delo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones, yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el vino se enderezó en el lecho, gritando.
—¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. ¡Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir —aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice –no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado- hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par...  y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.   
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incuso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posi9ble el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía con mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano –ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡já, já!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como ha medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, pero lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no me oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
—¡Basta ya de fingir, malvados! –aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten los tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Dónde está latiendo su horrible corazón!                




miércoles, 26 de octubre de 2011

EL SIGLO DEL YO

TÍTULO ORIGINAL: The War You Don't See
AÑO: 2002

DURACIÓN: 200 min.

PAÍS: Reino Unido
DIRECTOR: Adam Curtis
GUIÓN:  Adam Curtis


La serie gira en torno a la idea de cómo el poder ha utilizado las teorías de Freud para controlar a las masas. En realidad, se centra en Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud, que recurre a las ideas de su tío para que las empresas pudiesen vender productos más allá de las necesidades del individuo. Para esto aplicó el siguiente razonamiento: "si la propaganda podía usarse para la guerra, también podría usarse para la paz". Saberdor de las negativas connotaciones del término “propaganda”, acuño un eufemismo al que llamaría "relaciones públicas".  Desde ese momento quiso ahondar en la "irracionalidad subyacente" al ser humano, con el objetivo de hacer dinero manipulando el inconsciente de la población. Su primer reto fue conseguir, a instancia de varias tabacaleras, que las mujeres fumasen, rompiendo así los tabúes de la época. Bernays enfocó la campaña como un reto al poder masculino. Al mismo tiempo, había notificado a la prensa que se preparaba una protesta en la que un grupo de mujeres pretendía encender sus "antorchas de la libertad".  La idea de que fumar hiciera más libre a la mujer era de todo irracional, él lo sabía, pero comprobó con asombro que podía hacerles sentir más independientes. Los objetos serían desde ese momento (y hasta la actualidad) poderosos símbolos sobre la forma en que querrías que otros te vieran. La adquisición de un producto no debería apelar a motivos racionales, sino a las emociones. Podrías sentirte mejor comprando esto o aquello. El consumismo había entrado en escena.

Adjunto el primer capítulo. El resto se puede ver en Youtube.









martes, 25 de octubre de 2011

Los sueños de Josef Sudek

Era encuadernador pero una bomba - durante la primera guerra mundial - le arrancaría un brazo y le pondría en el extremo del otro, en la mano, poco después, una cámara de fotos. Tullido, confuso, encontró el rastro secreto de su vocación: la imagen poética.  Enamorado de las luces y las sombras como pocos, jugaba durante horas con los contrastes sutiles de ambos mundos. Tras su aparatosa cámara, la paciencia era su mejor compañera. 


Junto a ellas lograba hacer milagros: capturar el tiempo en su instante más vulnerable, cuando casi estaba quieto y descansando de su devenir incesante. 

 
El resultado son imágenes que caminan de puntillas por una realidad que se funde, muchas veces, con los sueños. 



El propio Josef Sudek era un tanto irreal en aquella Praga nocturna, brumosa, paseando su cámara a cuestas, envuelto en un interminable abrigo negro y con una gorra a juego con la noche. Era un fantasma a la caza del tiempo, que se paseaba por la ciudad sin que nadie reparase en él, sin que nadie desvelase sus intenciones. 






Caminante de las calles, también fue caminante de su interior. Retrató los objetos más cercanos, lo insignificante buscándose a sí mismo. Los vasos, platos, sillas, floreros son extensiones emocionales de Josef Sudek.   




Un hombre, en definitiva, tímido, casi invisible, cuya obra produce en el espectador profundos interrogantes. Son los interrogantes que sentimos frente al tiempo que se nos escapa de las manos, que se desvanece tras la estela de nuestros recuerdos.     





lunes, 24 de octubre de 2011

La realidad de Ilia Repin

Nacido en Ucrania, nunca tuvo problemas de reconocimiento. Su arte era tan directo, tan evidente, que doblegaba todas las sensibilidades. Trató temas tan variados como la vida cotidiana de su pueblo, la mitología eslava, episodios históricos de gran relevancia o los retratos. Gracias a su desbordante realismo, sus obras son capaces de profundizar en los sentimientos, las contradicciones, el espíritu. 

En Los cosacos Zaporogos le escribe una carta al Sultán de Turquía, una de sus obras más complejas, rememora un hecho legendario: la respuesta de los cosacos ucranianos en 1676 a una carta del Sultán del imperio otomano, al que acababan de derrotar, en la que el Sultán insistía en que aceptasen su dominio. Los Cosacos, liderados por Ivan Sirko, escribieron una carta repleta de insultos y obscenidades. El cuadro muestra en ambiente festivo que reina entre los  cosacos tras leer el ultimátum del Sultan y empezar a escribir una respuesta repleta de vulgaridades. Como muchos rusos,  Repin admiraba profundamente a estos hombres: “Nadie en el mundo ha mostrado ese espíritu de libertad, igualdad y fraternidad”.




 El ultimátum del Sultán

Como Sultán, hijo de Mahoma; hermano del sol y de la luna; nieto y virrey de Dios, gobernante de los reinos de Macedonia, Babilonia, Jerusalen, Alto y Bajo Egipto, emperador de emperadores, soberano de soberanos, extraordinario caballero, nunca derrotado; firme guardián de la tumba de Jesucristo, delegado del poder divino, esperanza y confort de los musulmanes, cofundador y gran defensor de los cristianos,… Les ordeno, cosacos zaporogos, a someterse a mí voluntariamente sin resistencia alguna, y cesar de molestarme con vuestros ataques.

—Sultán de Turquía Mehmed IV

La respuesta de los cosacos

¡Cosacos zaporogos al Sultán turco! Oh sultán, demonio turco, y a los parientes y amigos del insoportable demonio, secretario de Lucifer. ¿Qué clase de caballero del demonio eres que no puedes matar un erizo con tu culo desnudo?. El demonio caga, y tu ejército come. No podrás, hijo de mala madre, hacer presa de los hijos cristianos; no tememos a tu ejército, te combatiremos por tierra y por mar, púdrete.
¡Despojo babilónico, loco macedónico, copero de Jerusalén, macho cabrío de Alejandría, porquero del alto y bajo Egipto, cerdo armenio, ladrón de Podolia, calamidad tártara, verdugo de Kamyanets, tonto de todo el mundo y el submundo, idiota ante Dios, nieto de la serpiente, calambre en nuestros penes, morro de cerdo, culo de yegua, perro de matadero, rostro del anticristianismo, fóllate a tu propia madre!
¡Por esto los zaporogos te declaran basura de bajo fondo, nunca podrás apacentar a los cerdos cristianos. Concluímos con ésto, y como no sabemos la fecha ni poseemos calendario, la luna en el cielo, el año del Señor, el mismo día es aquí que allí, así que bésanos el culo!

—Koshovyi Otaman, Ivan Sirko, y todos los Zapórogos



Entre los cuadros que pintó sobre el movimiento revolucionario ruso, destaca No lo esperaban; en ella se representa la sorpresa de una familia ante la llegada de un refugiado político.



Su obra Procesión de la Pascua en la provincia de Kursk representa el prototipo de estilo nacional ruso. En ella se pueden apreciar el contraste de clases sociales, las fricciones que surgen entre ellas, la desgarradora situación de los desheredados, bajo el marco religioso de una procesión que refuerza la violencia del hombre contra el hombre.



Otra obras del autor:










viernes, 21 de octubre de 2011

Tiempos de sueños y desilusión


En esta época de desilusión, de moral doble y manoseada, de competencia masiva, de consumismo de objetos sin objeto, de intranscendencia intelectual generalizada, aquellos valores que deberían dar sentido a nuestra vida, aquellos por los que lucharon tantas generaciones de hombres a contracorriente de guerras, opresiones, ideologías absolutistas, desprecio por lo diferente y por las opiniones que no compartimos; aquellos nobles valores que deberían ser el sustento emocional y espiritual de cualquier ciudadano de mundo, siguen siendo pisoteados desde muchos frentes, abriendo profundas heridas a este mundo castigado por el dolor y la impunidad. Hoy en día  Colombia, Afganistán, Somalia, Irak, México, Sudán, Siria, Arabia Saudí, Libia y tantos otros lugares alentados, instigados o motivados por fuerzas externas  - o a veces sin ellas, pues la bestialidad parece estar democráticamente repartida en los instintos más bajos de cada ser humano -; como decía, hoy en día la destrucción más salvaje aplasta los corazones, los recuerdos y el amanecer de muchas vidas. ¿Cómo no dejarse arrastrar por tanta insensatez, por tanta felicidad con fecha de caducidad (la del producto a la que está asociada) e insensible a la desgracia ajena? ¿Cómo podemos ser independientes, libres? ¿Cómo conservar nuestra opinión atacada por tantos intereses e intransigencias de guante blanco? ¿Cómo eludir el adoctrinamiento de las naciones, religiones y mercados?  ¿Cómo proteger nuestras intenciones, nuestras ideas, el sentido que queremos dar a nuestras vidas? ¿Cómo preservar, en definitiva, nuestras vidas de los intereses que tantas veces nos desprotegen, nos maltratan, nos aniquilan? En esta época de desilusión, en la que las guerras, los mercados financieros y los deportes de masas acaparan los telediarios, debemos defender nuestros pensamientos. En ellos está el maltrecho brote de libertad que existe en el mundo.  Reguémoslo con nuestros sueños.  Hagamos que sus raíces lleguen a todos los rincones.

Como dijo Sebastian Castellio: “Matar a un hombre no es defender una doctrina sino matar a un hombre”. Humillarlo, explotarlo o arruinarlo también son otras  formas de muerte. 




¡Soñemos!



jueves, 20 de octubre de 2011

David Helfgott: genialidad y locura


Fue un niño prodigio con un padre aterrador. Canalizó su desbordante energía mental en el piano, con el mantendría una lucha encarnizada. El tercer Concierto de Rachmaninov, una obra de dificilísima ejecución, sería la última gota de su precario equilibrio emocional. ¿Por qué se obsesionó con un concierto tan temido por tantos pianistas? Józef Hofmann, el virtuoso compositor polaco a quién Rachmaninov dedicó la obra, nunca se atrevió a tocarla en público argumentando “que no era para él”.  Gary Graffman se lamentaba de no haberla estudiado años atrás, cuando "todavía era lo suficientemente joven para enfrentarse al miedo". Horowitz a veces la tocaba con numerosos errores; Sviatoslav Richter erraba las octavas de la mano izquierda; incluso el propio Rajmaninoff no respetaba los matices ni las velocidades de sus propias partituras. ¿Por qué Helfgott eligió esta obra endemoniada? Porque así - durante esa caída en el interior de la abstracción musical extrema; a esa joya inigualable del gigante ruso - Helfgott liberaba su alma castigada. Tanto era así, que durante uno de sus conciertos sufrió un colapso y cayó inconsciente...

Recreación del incidente en la magnífica película "Shine". Impagable.

Le aguardaban diez años de reclusión psiquiátrica y el electroshocks. Luego conoció a su actual esposa, Guillian. Desde ese pilar, trató de reconstruirse; en cierto modo, lo consiguió.


En abril y mayo de 2005, Helfgott dio diez conciertos en Noruega, Suiza, Austria y Alemania.

Extracto de una entrevista de la gira:

Periodista: ¿Cuántas horas practica piano?
Helfgott: Bueno, bueno, bueno, digamos, 2 ó 3.
Periodista: ¿En su casa?
Helfgott: Cuanto más tiempo, mejor. Calidad, calidad. Es bueno para tí, tocar el piano. Es tu identidad. La piscina y el piano, eso dice Gillian.
Periodista: ¿Siempre está estudiando obras nuevas?
Helfgott: Pienso que necesitas variedad. La variedad es el sabor de la vida.

miércoles, 19 de octubre de 2011

La utopía de Tomás Moro


En aquellos tiempos, decir “que a cada quien le fuera lícito seguir la religión que le pluguiera; más que para convertir a los otros también a la suya, pudiera esforzarse solo hasta el punto de exponer la suya con razones, placida y modestamente, no de destruir las demás acerbadamente si su persuasión no convence, y que no use ninguna violencia y se abstenga de injurias" requería un espíritu superior y, sobre todo,  muy valiente. Pero, como él mismo señalaba “no me preocupa gran cosa de lo que de mí se diga, con tal que Dios apruebe mis acciones."

Cuando el Enrique VIII quiso romper con la Iglesia Católica Romana y erigirse en cabeza de la Iglesia de Inglaterra, Tomás Moro  se negó a aceptar algunos de los deseos de un rey profundamente absoluto.

Enrique VIII

Su resistencia lo arrojaría en una de las frías mazmorras de la Torre de Londres, camino, catorce meses después, del patíbulo. Su inmenso corazón había sabido reconciliar las ideas tradicionales de la antigüedad y de la Edad Media, con las nuevas corrientes humanísticas. En el último momento, el rey le conmutó la horca por el golpe de espada; algo irrelevante para Tomás Moro, que no se doblegaría nunca, ni siquiera en sus últimos minutos. 

Mientras subía al cadalso habló de este modo a su verdugo: ¿Puede ayudarme a subir?, porque para bajar, ya sabré valérmelas por mí mismo. Tanta era su fe. Al arrodillarse, dijo: Fíjese que mi barba ha crecido en la cárcel; es decir, ella no ha sido desobediente al rey, por lo tanto no hay por qué cortarla. Permítame que la aparte. Dirigió a los presentes estas enormes palabras: Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios.  Como último gesto de humor, sacó del bolsillo algunas monedas que le quedaban y se las entregó al verdugo, que de un tajo le cortó la cabeza... 

Corría el 6 de julio de 1535.

Ese día más que ningún otro, puede que el rey recordase unas palabras que su antiguo amigo había escrito en su magnífico libro Utopía:

“Mas si un rey fuera o tan despreciado por los suyos o tan odiado que no pudiera mantenerlos en la obediencia a no ser que los atropelle con vejámenes, con la exacción, con el decomiso y los reduzca a la mendicidad, más le valdría resignar el reinado antes que conservarlo recurriendo a unos métodos por los que, aunque retenga el título de mando pierde a buen seguro la autoridad.”


 Manuscrito de Utopia

martes, 18 de octubre de 2011

Alexander Rodchenko


Creador con C mayúscula, abarcó la pintura, las artes gráficas, la escultura, la arquitectura, el diseño y, por supuesto, la fotografía. Fue un artista completo.  



Impuso a su obra una contundencia que, aún hoy, sigue llamando la atención. 


Tras la Gran Guerra y la revolución del 17, el mundo experimentó unos años de optimismo y fecunda creatividad. En este contexto, nacen los primeros trabajos constructivistas, en los que Rodchenko sería uno de sus máximos exponentes. La máquina se convirtió en un protagonista más de su objetivo. La geometría subrayaba los encuadres o los desbarataba con fuerza e intención.


De esto modo, mostraría la realidad con mayor dinamismo, emplazando la cámara sobre la escena, o debajo de está, o recurriendo a planos inclinados. En sus fotos no encontraremos una colección de estatuas en blanco y negro sino la vida en movimiento, palpitante, enigmática. 




Rusia estaba cambiando. Era el lenguaje de una nueva era.  Durante unos años, floreció el auge de los carteles publicitarios. Las compañías competían entre sí, ensalzando los ideales revolucionarios.  



Stalin acabará con estos brotes ahogando la creatividad en un mar de gris austeridad.  A partir de ese momento, cualquier intento de buscar nuevas vías de expresión será mal recibido.  El estado se estaba convirtiendo en un enorme bloque de granito, imperturbable, inalterable, previsible. Por eso rechazará cualquier atisbo de cambio, de color, de vida independiente; esto es: cualquier atisbo de  arte. El constructivismo fue perseguido hasta la muerte. 


Lo más llamativo es que el constructivismo nació como una corriente opuesta al arte. Estas eran sus consignas:
  1. ¡Abajo el arte, viva la técnica!
  2. ¡La religión es mentira, el arte es mentira!
  3. Se matan hasta los últimos restos del pensamiento humano cuando se los liga al arte
  4. ¡Abajo el mantenimiento de las tradiciones artísticas!¡Viva el técnico constructivista!
  5. ¡Abajo el arte, que solo enmascara la impotencia de la humanidad! 
  6. ¡El arte colectivo del presente es la vida constructiva!

Sin embargo, y a su pesar, eran artistas. Stalin lo sabía. Por eso los persiguió. Por eso persiguió a Rodchenko y en 1933 se le prohibió fotografiar sin un permiso. El Estado le cortó las alas. No volvería a volar nunca más.



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