Hace 65 siglos los ríos eran dioses caudalosos. Las estrellas diosas inalcanzables. El viento y el rayo estaban vivos. A todos había que respetarlos. Como a la muerte. Los muertos tenían su propia existencia. Por eso había que rendirles culto. De alguna manera, seguían allí: como el río, las estrellas, el viento y el rayo. Siempre. Los hombres crearon inmensos espacios sagrados. El más grande: Carnac, en la actual Bretaña francesa.
Extensos territorios dedicados a lo desconocido. Largas filas de piedra. Algunas casi inamovibles con sus 350 toneladas. Hasta 10.000 megalitos dispuestos con intención matemática.
Desde ellos observaban el firmamento. Podemos imaginar sus solemnes ceremonias, verles caminar entre las piedras, convergiendo en sus recintos sagrados. Pero sólo es una hipótesis; como el río, las estrellas, el viento y el rayo, las piedras no hablan: saben guardar sus mejores secretos.
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