Un corto de Nacho Vigalondo nominado al Óscar... Extraño, simpático, diferente...
martes, 31 de enero de 2012
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lunes, 30 de enero de 2012
La muerte de Rasputín
Rasputín fue un individuo desconcertante, único, inconmensurable. En sus manos tuvo a los Romanov, y junto a ellos, el destino de Rusia. Su aspecto místico, su mirada terrible, infinita, vencían cualquier resistencia. Salvo la de sus enemigos, nobles y cortesanos que desconfiaban de su injerencia en los asuntos de Estado, que repudiaban su autoritarismo y sus excesos terrenales (seguía prácticas orgiásticas como camino a Dios). La narración de su asesinato, escrito por el propio ejecutor, el príncipe Feliz Yusupov, no hace más que acrecentar su leyenda de hombre terrible e inigualable. El texto sumerge al lector en la angustia de una muerte anunciada, que se fragua línea a línea; y en la fascinación por Rasputín. De obligada lectura.
Leer "Cómo maté a Rasputín", por Félix Yusupov
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jueves, 26 de enero de 2012
La pureza de Manuel Álvarez Bravo
Cien años de vida; casi ochenta tras la cámara. Aunque estudio arte y música en la Academia de San Carlos, lo que tenía que aprender, estaba fuera, en las calles, en los campos de México. Por eso se le considera un autodidacta, porque él encontraba la sabiduría en los confusos manantiales del día a día. Pocos han sabido plasmar como él lo hizo el enigma de su pueblo, la pasión de los valores populares, la pureza de infinidad de personas. Graciela Iturbide aseguró: "Manuel es un hombre de muchas emociones, de personalidad fuerte pero tranquila. Para mí es dulce, apacible, un hombre que controla sus emociones, atinado, inteligente. Hay melancolía en toda su obra, puede ser una persona melancólica, pero no trágica ni violenta. A sus cien años no está triste. No quiere morirse, eso es maravilloso. Aún en estos días regresa a su cajita donde guarda negativos que nunca ha revelado, para decidir si lo hará".
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miércoles, 25 de enero de 2012
El ejemplo imborrable de Iqbal Masih
La pesadilla arrancó en 1986. Iqbal pronto se encontraría sólo, profundamente sólo. Tenía cuatro años cuando sus padres lo vendieron por quince dólares a una fábrica de alfombras para pagar la boda de un hermano mayor; de un hermano con más suerte aunque tampoco tanta, porque éste, a su vez, también había sido vendido de pequeño y sólo, tras mucho trabajo, había conseguido comprar su libertad. La otra libertad, la de Iqbal, sin embargo, quedaba todavía muy lejos. El había sido descartado de su familia, como miles de niños en esa maltratada región del mundo: Pakistán, un microuniverso feudal de piel durísima e idearios tan opacos como inflamables. El primer dueño de Iqbal, Shaukat , al verle tan flaco, fijó unas reglas muy duras: menor salario que a otros, sin límite de horario ni posibilidad de salir algún rato a estirar las piernas. Pocos meses después, Iqbal pasó a manos de Arshad. Nuevas deudas contraídas por la familia enterraron más si cabe al niño en un telar sin conciencia. El pequeño se levantaba a las cuatro de la mañana: tenía por delante quince horas ininterrumpidas de trabajo dedicadas a reproducir la antiquísima técnica de los tejedores persas. Trabajaba con la habilidad de un autómata. Sumiso como todos. Con el tiempo, los intereses de la deuda se fueron incrementando, por lo que en la práctica, iban pasando los años sin dar tregua ni respiro al pobre Iqbal. Las durísimas condiciones que debió soportar afectaron a su crecimiento: a los doce años de edad tenía la estatura de un niño de seis. Un buen día conoció a Ehsan Khan, un luchador contra el trabajo esclavo, fundador del Bhatta Mazdoor Mahaz (Frente de los trabajadores de ladrillos). Iqbal aprendió de Ehsan Khan a “no tener miedo de denunciar la situación de los niños tejedores de alfombras. Y a partir de 1993 se convirtió en un líder infantil que denunciaba las condiciones laborales, los horarios y el régimen de esclavitud en el que viven aún los niños trabajadores en algunos telares de alfombras. Iqbal se empezó a hacer popular, y numerosas asociaciones humanitarias comenzaron a prestar oídos a una situación que contravenía los derechos infantiles y que el Gobierno de Pakistán había preferido ignorar hasta la fecha a pesar de los acuerdos internacionales suscritos. En 1992, Pakistán había firmado la Convención contra el trabajo infantil, poco después de que hubiera prohibido la esclavitud por deudas. Pero el trabajo infantil y los trabajos por deudas a pesar de todo se seguían practicando. A causa de sus denuncias y de su activismo, Iqbal era un personaje cada vez más incómodo para aquellas personas que se beneficiaban del trabajo infantil. A pesar del riesgo que adquiría a causa de su combatividad y creciente notoriedad, a pesar de las amenazas de muerte que recibió, siempre rechazó la escolta policial, incluso se negó a trasladarse a la capital o a un lugar más seguro. Prefirió quedarse entre los suyos. En 1994 Iqbal ganó el "Premio Reebok a la juventud en acción", instituido para reconocer las actividades en pro de la infancia. Un premio otorgado por Reebok, una multinacional que paradójicamente estaba utilizado mano de obra infantil en sus fábricas de Pakistán (la concesión del premio coincidió con un reportaje de la cadena CBS en el que se denunciaba esta paradoja). Iqbal en alguna ocasión había dicho que quería llegar a ser abogado, para poder defender con más eficacia su causa. Pero un año más tarde, en 1995, mientras iba en bicicleta, fue asesinado de un disparo. En el año 2000 se otorgó el "Premio de los Niños del Mundo" por primera vez. A título póstumo, se concedió a Iqbal Masih. “
No olvidemos su ejemplo imborrable.
El texto entrecomillado lo he extraído de www.amnistiacatalunya.org
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martes, 24 de enero de 2012
Herman Hesse - El lobo
Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieva, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.
Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aun éstos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Sólo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.
La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.
Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Sólo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.
Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.
El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve. Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.
Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió. Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que beberían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.
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lunes, 23 de enero de 2012
Carta del jefe Sioux al presidente de los Estados Unidos
por Manuel Verdes Piñeiro (http://manuelverdes.com)
En el año 1854 un presidente de los Estados Unidos llamado Franklin Pierce envió una oferta de compra a un Jefe Sioux de la tribu de los Suwamish. A cambio de una reserva para el pueblo indio se pretendían obtener los terrenos del Noroeste de Estados Unidos. Se cree que fue el Jefe Sioux quien respondió con la siguiente carta, una misiva de singular belleza, que nos hace pensar entre otras cosas que los humanos, independientemente de las razas, poseemos unas cualidades que nos hacen únicos, y que el don de ser poeta tanto puede nacer en un indio ignorante del avance cultural y científico del mundo occidental moderno, como en un burgués de un país europeo, o en un mendigo. Es el don de la sensibilidad, y puede ser poseído por personas de las más dispares condiciones de vida y de las más diversas culturas, al igual que sucede con todos los dones que manifestamos los humanos en nuestros actos creativos y de entendimiento. Hay quien piensa que la carta que a continuación he copiado no fue redactada por el jefe indio, sino que fue su médico quien lo hizo, ante la sospecha del posible analfabetismo del guerrero Sioux. Me da igual que fuera así, creo que esta raza ya casi extinta en el mundo bien se merece el beneficio de la duda y en cualquier caso el contacto permanente con la naturaleza ha hecho de los indios personas que saben apreciar como nadie el verdadero valor del planeta, y que paladean con verdadera filosofía propia la vida que sus dioses les concedieron, y ésas son razones más que suficientes como para que la sospecha de que la autoría real del texto no sea del guerrero quede difuminada y hasta si me apuro anulada. Fuese quien fuese el verdadero autor, aquí os queda para vuestro disfrute, merece realmente la pena el leerla.
Jefe de los Caras Pálidas:
¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?, esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. (…) Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro yel hombre, todos pertenecen a la misma familia. (…)Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también. Por lo tanto, vosotros deberéis dar a los ríos la bondad que le dedicarían a cualquier hermano. Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. (…)No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las hojas en la primavera, o el batir las alas de un insecto. (…) ¿Que resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de una ave o el croar nocturno de las ranas al rededor de un lago?. (…)El aire es de mucho valor para el hombre piel roja, pues todas las cosas comparten el mismo aire -el animal, el árbol, el hombre – todos comparten el mismo soplo. Parece que el hombre blanco no siente el aire que respira. Como una persona agonizante, es insensible al mal olor. Pero si vendemos nuestra tierra al hombre blanco, el debe recordar que el aire es valioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento que dio a nuestros abuelos su primer respiro, también recibió su último suspiro. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben mantenerla intacta y sagrada, como un lugar donde hasta el mismo hombre blanco pueda saborear el viento azucarado por las flores de los prados. Por lo tanto, vamos a meditar sobre vuestra oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar .(…) No comprendo como es que el caballo humeante de fierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir. ¿Qué es el hombre sin los animales?. Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales, en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. (…)Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo. Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; el es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo. Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. De una cosa estamos seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el mismo Dios.(…) El es, el Dios del hombre, y su compasión es igual, tanto para el hombre piel roja como para el hombre blanco. (…)Cuando nos despojen de esta tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre la tierra y sobre el hombre piel roja. Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar.
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viernes, 20 de enero de 2012
L'Animateur - The Animator - Der Trickzeichner
L'animateur es una cortometraje en stopmotion de Nick Hilligoss. Con él, el autraliano ganó el primer premio de cortometrajes en el Festival de Berlín (2008). Se trata de un nuevo enfoque a una de las historias que más veces hemos debido de escuchar en nuestras vidas. Una pequeña maravilla de menos de 4 minutos.
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jueves, 19 de enero de 2012
Las mil caras de Nadar
Aunque se llamaba Gaspar Félix Tournachon, todos le conocían por su pseudónimo: Nadar. Estudió medicina en Lyon, su ciudad natal, hasta que en 1842, a la edad de 22 años, quebró la imprenta de su padre y su vida dio un giro de 180º. Tuvo que trasladarse a París. Allí empezaría a ganarse la vida como caricaturista. No tardaría en sentirse identificado con las últimas corrientes artísticas que palpitaban en la ciudad. Aconsejado entonces por un amigo, compró una cámara fotográfica. Con las imágenes tomadas a grandes personajes de aquellos tiempos, realizó sus respectivas caricaturas, las cuales agrupó en un libro muy apreciado. El caso es que haciendo dichas fotos, descubrió su enorme vocación por la fotografía y, más en concreto, por los retratos. Estos quedarían como verdaderas obras de arte para la posteridad, acercando a las generaciones venideras a las grandes figuras de aquella época. Sin su trabajo, muchos de aquellos rostros, de aquellas expresiones memorables, habrían desaparecido sepultados por el tiempo. Nadar siempre nos los devuelve, sentándolos a nuestro lado. Podemos adivinar así sus emociones, atisbar sus pensamientos, intuir la profundidad de aquellos ciudadanos inmortales.
"" El aire, el cielo, la mañana, la noche, el claro de luna mis buenos amigos los truhanes, los buenos ratos pasados con las mozas, los bellos monumentos de París que estoy estudiando, los tres libros que tengo empezados, uno de los cuales va contra el obispo y sus molinos y, ¡yo qué sé cuántas cosas más! Anaxágooras decía que estaba en el mundo para admirar el sol. Además tengo la suerte de pasar todos mis días, de la mañana a la noche, con un hombre de ingenio que soy yo y me resulto muy agradable."
Victor Hugo
"En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo. Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuan buena y hermosa es la vida. Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!"
El conde de Montecristo
Alejandro Dumas padre (y su hija Marie)
Charles Baudelaire
¡Hombre! pensador libre, crees que sólo tú piensas
en este mundo en que la vida estalla en todo:
de las fuerzas que tienes tu libertad dispone,
pero de tus consejos se desentiende el cosmos.
En las bestias respeta un espíritu activo…
cada flor es un alma abierta a la natura;
un misterio de amor en el metal reposa:
todo es sensible; ¡y todo sobre tu ser actúa!
Teme en el muro ciego una mirada espía:
a la materia misma un verbo está adherido…
No lo hagas servir para impíos menesteres.
Hay en el ser oscuro un Dios oculto a veces;
y, como ojo naciente cubierto por sus párpados,
un espíritu crece tras la piel de las piedras.
Gérard Nerval
Gustave Doré
Eugène Delacroix
"El amor nace de la espontaneidad, es una improvisación. La amistad, al contrario, se edifica, por así decirlo; es un sentimiento que marcha con circunspección; es el egoísmo del espíritu, mientras que el amor es el egoísmo del corazón."
Henri Murger
"Cada hora hiere, la última acaba con nosotros."
Teófilo Gautier
“No será, como podría presumirse, un rayo rojo lo que herirá la retina de vuestros ojos, sino que será un rayo verde, pero un verde maravilloso, un verde que ningún pintor puede obtener en su paleta. Un verde cuya naturaleza no se encuentra ni en los variados verdes de los vegetales, ni en las tonalidades de las aguas más límpidas. Si existe el verde en el paraíso, no puede ser más que este verde, que es, sin duda, el verdadero verde de la Esperanza.”
Julio Verne
Verdi
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miércoles, 18 de enero de 2012
Juegos Olímpicos de 1936: Perú y la supremacía aria.
Corría el 8 de agosto de 1936, en plenas Olimpiadas de Alemania. Perú se enfrentaba en cuartos de final a la temible Austria, cuna de Hitler y favorita por meritos propios. El primer tiempo terminó con 2-0 a favor de los europeos. Sin embargo, Perú a base de buen fútbol y garra, logró empatar por medio de 'Campolo' (75') y 'Manguera' (81'). Antes de empezar la prórroga, extrañamente, algunos aficionados entraron en el campo y agredieron a un jugador austriaco. Ese incidente demoró el reinicio del encuentro. Al final, el árbitro, que se había empeñado en favorecer a los austriacos, que llegó a anular 3 goles de Perú, no pudo evitar que estos finalmente ganaran 2-4 con tantos de 'Manguera' (117') y 'Lolo' (119'). Las cosas no podían quedar así. El inmaculado equipo ario no podía caer eliminado por aquellos indígenas de piel oscura. Al día siguiente, la FIFA anuló el partido y ordenó que se repitiera. Perú no aceptó la afrenta y abandonó unas Olimpíadas cargadas de odio e incomprensión. El país de Hitler logró finalmente el segundo puesto en el torneo. Italia, su brazo derecho, ganó el primer puesto. Las cosas quedaban en su sitio.
martes, 17 de enero de 2012
La batalla de Somme
Somme. 1916. Tres millones de hombres dispuestos a matarse. Trincheras y galerías profanando los campos. Millones de granadas volando por los aires, castigando la tierra, triturando vida. Detonaciones monstruosas. El tiempo parece haberse parado; la muerte nunca. Cada soldado de infantería carga 32 kg de equipo: es su sofisticada mortaja. Al mando del general Haig, las tropas inglesas avanzan hacia ninguna parte. Lo hacen despacio, al paso, expuestos al horror de las balas y los proyectiles. Algunos batallones perdieron más del 90% de sus miembros. En menos de 24 horas murieron 19.240 soldados británicos, 35.493 resultaron heridos, 2.152 desaparecieron y 585 fueron hechos prisioneros; 8.000 alemanes perdieron la vida; dos mil fueron hechos prisioneros. Los días se suceden. Ataques y contraataques sin sentido. Pasan las semanas. Apenas hay avances. La batalla se estanca saturada por tanta muerte. Nadie gana. Todos pierden. Somme: palabra terrible, horrorosa. Haig recibió el sobrenombre de "carnicero del Somme". No sólo eso: Tras la guerra, Haig también recibió honores por sus servicios, le hicieron barón y recibió una pensión de 100.000 libras. Una de sus frases da una idea de la magnitud de su entendimiento: "La ametralladora nunca reemplazará al caballo como instrumento de guerra". El millón de cadáveres de Somme son una buena muestra de su estupidez. Incapaz de comprender que no hay mayor victoria que la paz ni nación más grande que la del entendimiento.
lunes, 16 de enero de 2012
¿Todo está escrito?
Interesante reportaje sobre el calado de la astrología en las sociedades modernas.
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domingo, 15 de enero de 2012
Kavafis - Ítaca
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas
sábado, 14 de enero de 2012
Palabra de Nietzsche - El caminante
EL CAMINANTE.
Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero un caminante que no se dirige hacia un punto de destino pues no lo hay.. Mirará, sin embargo, con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en le mundo; asimismo, no deberá atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza: es preciso que tenga también algo del vagabundo al que agrada cambiar de paisaje. Sin duda ese hombre pasará malas noches, en las que, cansado como estará hallará cerrada la puerta de la ciudad que había de darle cobijo: tal vez incluso como en oriente, el desierto llegue hasta esa puerta, los animales de presa dejen oír sus aullidos tan pronto lejos como cerca; se levante un fuerte viento, y unos ladrones le roben su acémilas. Quizá entonces la terrible noche será para él otro desierto cayendo en el desierto y su corazón se sentirá cansado de viajar. Y cuando se eleve el sol de la mañana, ardiente como un airado dios, y se abra la ciudad, puede que vea en los ojos de sus habitantes más desierto, más suciedad, mas bellaquería y más inseguridad aún que ante su puerta, -por lo que el día será para él casi peor que la noche. Es posible que a veces sea así la suerte de este caminante. Pero pronto llegan, en compensación, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otras jornadas, en las que desde los primeros resplandores del alba, ve pasar entre la niebla de la montaña a los coros de las musas que le rozan al danzar; más tarde sereno, en el equilibrio del alma de la mañana antes del mediodía y mientras se pasee bajo los árboles verá caer a sus pies desde sus copas y desde los verdes escondrijos de sus ramas una lluvia de cosas buenas y claras, como regalo de todos los espíritus libres que frecuentan el monte, el bosque y la soledad, y que son como él, con su forma de ser unas veces gozosa y otra meditabunda, caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana temprana, piensan que es lo que puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanadas del reloj, una faz tan pura, tan llena de luz y de claridad serena y transfiguradora: buscan la filosofía de la mañana.
Humano, demasiado humano
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viernes, 13 de enero de 2012
Harvie Krumpet
Título original: Harvie Krumpet
País: Australia
Años: 2003
País: Australia
Años: 2003
Dirección: Adam Elliot
Guión: Adam Elliot
Guión: Adam Elliot
Duración: 22 min.
Narrada sobriamente por Geoffrey Rush (en su versión original), resume en sus 22 minutos la vida de un individuo tan pequeño (y tan grande) como cualquier otro. En el arranque podemos ver la siguiente cita: "Some are born great, some achieve greatness, some have greatness thrust upon them .....and then there are others". Algunos nacen grandes, otros alcanzan la grandeza, algunos tienen la grandeza sobre ellos ..... y luego están los demás ". El protagonista de esta historia en uno de los demás.
En esta época en que sólo parece haber espacio para la juventud y de los cuerpos bonitos, Harvie Krumpet rompe el molde con su fealdad, su vulnerabilidad y su existencia insignificante. Representa, de alguna manera, la vida real, en la estamos todos.
El documental, ganador del Oscar al mejor corto en 2004, es una obra sin grandes recursos. Animada por Adam Elliot, quien sufre una enfermedad similar al párkinson, el lenguaje le tiene que resultar bastante familiar.
Años más tarde dirigiría su obra maestra Mary and Max, una joya indiscutible.
http://elblogdejuguete.blogspot.com/2011/07/mary-and-max.html
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Palabra de Goethe - La barbarie de su tiempo; de nuestro tiempo
Neburhr tenía razón cuando dijo que veía venir unos tiempos barbaros. Esos tiempos ya han llegado, y nos hallamos justo en medio. Y es que: ¿en qué consiste la barbarie sino en ser incapaz de reconocer la excelencia?
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miércoles, 11 de enero de 2012
Ernest Hemingway - Los asesinos
La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
—¿Qué van a pedir? —les preguntó George.
—No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
—Qué sé yo —respondió Al—, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
—Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
—Todavía no está listo.
—¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
—Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
—Adelanta veinte minutos.
—Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer?
—Puedo ofrecerles cualquier variedad de emparedados —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
—A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
—Esa es la cena.
—¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
—Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
—Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
—Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
—¿Hay algo para tomar? —preguntó Al.
—Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.
—Dije si tenés algo para tomar.
—Sólo lo que nombré.
—Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama?
—Summit.
—¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo.
—No —le contestó éste.
—¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al.
—Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo.
—Así es —dijo George.
—¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George.
—Seguro.
—Así que sos un chico vivo, ¿no?
—Seguro —respondió George.
—Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al?
—Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás?
—Adams.
—Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo?
—El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max. George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
—¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al.
—¿No te acordás?
—Jamón con huevos.
—Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
—¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George.
—Nada.
—Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
—En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al.
George se rió.
—Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
—Está bien —dijo George.
—Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
—Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo.
—¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max.
—Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
—¿Por? —preguntó Nick.
—Porque sí.
—Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
—¿Qué se proponen? —preguntó George.
—Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina?
—El negro.
—¿El negro? ¿Cómo el negro?
—El negro que cocina.
—Decile que venga.
—¿Qué se proponen?
—Decile que venga.
—¿Dónde se creen que están?
—Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso?
—Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá.
—¿Qué le van a hacer?
—Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
—Sam, vení un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
—¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
—Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: —Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete.
—Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
—Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo?
—¿De qué se trata todo esto?
—Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
—¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina.
—¿De qué creés que se trata?
—No sé.
—¿Qué pensás?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
—No lo diría.
—Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
—Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda — parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
—Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar?
George no respondió.
—Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a comer todas las noches, ¿no?
—A veces.
—A las seis en punto, ¿no?
—Si viene.
—Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
—De vez en cuando.
—Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
—Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
—Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina.
—¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George.
—Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
—Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado.
—Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
—Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
—¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
—Uno nunca sabe.
—En un convento judío. Ahí estuviste vos.
George miró el reloj.
—Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
—Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después?
—Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
—Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena?
—Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media.
—Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
—Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero.
—Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
—No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló: —Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
—El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
—¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
—Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
—Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
—¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre— ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó.
—Vamos, Al —insistió Max.
—¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
—No va a haber problemas con ellos.
—¿Estás seguro?
—Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
—No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado.
—Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
—Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
—Adios, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte.
—Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
—No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
—¿Qué carajo...? —dijo pretendiendo seguridad.
—Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
—¿A Ole Andreson?
—Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
—¿Ya se fueron? —preguntó.
—Sí —respondió George—, ya se fueron.
—No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada.
—Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
—Está bien.
—Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte.
—Si no querés no vayas —dijo George.
—No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen.
—Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
—Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo.
—Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick.
—Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. — ¿Está Ole Andreson?
—¿Querés verlo?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer.
—Soy Nick Adams.
—Pasá.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
—Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar. Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
—George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
—No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente.
—Le voy a decir cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared:
—Gracias por venir a avisarme.
—No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
—¿No quiere que vaya a la policía?
—No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea.
—¿No hay nada que yo pudiera hacer?
—No. No hay nada que hacer.
—Tal vez no lo dijeran en serio.
—No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
—Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
—¿No podría escapar de la ciudad?
—No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
—Ya no hay nada que hacer.
—¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
—No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
—Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick.
—Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
—Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
—No quiere salir.
—Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
—Sí, ya sabía.
—Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable.
—Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch —saludó Nick.
—Yo no soy la Sra. Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.
—Bueno, buenas noches, Sra. Bell —dijo Nick.
—Buenas noches —dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
—¿Viste a Ole?
—Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
—No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
—¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George.
—Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
—¿Qué va a hacer?
—Nada.
—Lo van a matar.
—Supongo que sí.
—Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
—Supongo —dijo Nick.
—Es terrible.
—Horrible —dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
—Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
—Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick.
—Sí —dijo George—. Es lo mejor que puedes hacer.
—No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
—Bueno —dijo George—. Mejor deja de pensar en eso.
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martes, 10 de enero de 2012
La mujer
Aquí, en occidente, amparados en nuestra cacareada libertad, emitimos sin cesar peligrosos patrones morales que poco tienen que ver con el bien y el sentido común. La presión consumista, concentrada en la televisión, modifica innumerables parámetros sociales. En este contexto, la mujer es especialmente vulnerable. No sólo le exigen unas medidas supuestamente perfectas, no sólo debe eliminar cualquier atisbo de envejecimiento con los productos milagrosos que abarrotan los estantes de los Centros Comerciales, incluso no sólo debe pasar por el quirófano para realzar sus pechos, transformar sus labios o hacerse un liposucción; también debe nadar a contracorriente de una ideología heredada, cultural y obtusa que se remonta en el tiempo. Pero el problema de fondo no debe focalizarse en Occidente. En realidad, las mayores cotas de violencia suelen darse en otros países. El subdesarrollo, las guerras y las religiones nunca han estado de parte de la mujer. Bien al contrario. En general, pocos hombres han descubierto y respetado la magnitud de su alma. Waris Dierie nació en 1965. Cuando tenía tres años fue mutilada genitalmente. A la edad de trece años fue entregada a un hombre mucho mayor que ella en un matrimonio arreglado, algo a lo que se oponía. Huyo.
Este es su relato:
“En África se cree que lo que las mujeres tienen entre las piernas es impuro y debe ser extirpado y cerrado después como prueba de virtud y virginidad…”
“Durante la noche de bodas el marido toma una cuchilla y corta antes de tomar por la fuerza a su esposa. Y si esto no se lo hace, no puede casarse. Se le trata como una prostituta. Esta práctica no figura en el Corán, pero continúa practicándose”.
Ella logró escapar. Dos de sus hermanas no tuvieron tanta suerte. Murieron.
Durante siglos la mujer ha sido relegada a un segundo plano. Ni los grandes hombres supieron o quisieron admitir su grandeza.
Aristóteles creía allá por el siglo IV a. C que la “Naturaleza solo hace mujeres cuando no puede hacer hombres, la mujer es por tanto un hombre inferior”.
Más tarde, en el siglo XVI, Lutero afirmaba que “el peor adorno que una mujer puede querer usar, es ser sabia”.
También la sura 4:34 del Noble Corán ha influido decisivamente en el pensamiento de aquellas sociedades: “Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos sobre otros (…) Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan de sus maridos (…) ¡Amonestad a aquéllas que temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles!”…
El rey Enrique VII de Inglaterra y jefe de la Iglesia Anglicana del S. XVI afirmaba: “Los niños, los idiotas y las mujeres, no pueden y no tienen capacidad para ejecutar negocios”.
Ser santo y ser cristiano tampoco permite ver las cosas con mayor claridad:
San Pablo: La cabeza de la mujer es el varón.
San Agustín: Mi madre obedecía ciegamente al que le designaron por esposo. Y cuando iban mujeres a casa llevando en el rostro señales de la cólera marital, les decía:«Vosotras tenéis la culpa».
San Jerónimo: Todas las mujeres son malignas.
San Bernardo: Las mujeres silban como serpientes.
San Juan Crisóstomo: Cuando la primera mujer habló, provocó el pecado original.
San Ambrosio: Si a la mujer se le permite hablar de nuevo, volverá a traer la ruina al hombre.
Lo peor es que es sólo una muestra; ni siquiera alcanza a ser la punta del iceberg de la injusticia sostenida a que se han visto sometidas y que en días con éste siguen sufriendo a distintas intensidades en muchos rincones del planeta.
El gran reto del ser humano pasa por rebelarse por tanta estupidez instaurada, por tanto desprecio hereditario, por tanta violencia fácil hacia el más débil físicamente. Pero no es fácil. Nunca es fácil. Muchos hombres se sienten cómodos en la ignominia.
Juntos, la mujer completa al hombre y el hombre completa a la mujer. Por separado, deben ser individuos independientes, libres, concienciados y respetuosos. Ni más ni menos.
Fuentes:
Amalia Alejandro, diariocolatino.com
Eduardo Galeano, Espejos.
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lunes, 9 de enero de 2012
El manifestante
"Un lector me envía la foto original a partir de la cual la revista Time elaboró la portada de su número dedicado al personaje del año, en esta ocasión “el manifestante”. A continuación, detalla con mucho acierto los curiosos cambios a la que someten la fotografía. La imagen de pop-art o cómic de Time recurre a simplificaciones que le permiten incorporar muchos elementos de manipulación. En primer lugar eliminan la expresión “99%” del pañuelo, lo que supone suprimir una consigna fundamental del movimiento Occupy Wall Street y dejarla en una mera guerrilla urbana. Siguiendo con la observación de ambas imágenes, el gorrito de mullida lana amorosa de la protagonista se convierte en sucio y agresivo. El fondo desenfocado que tiene tonos pastel en la foto original, Times lo transforma en un fondo de gente crispada protestando en el color más agresivo posible, el rojo. El trozo de piel al descubierto en torno al pañuelo que mostraría la vulnerabilidad de la manifestante desaparece en la foto de Times y en su lugar hay una ropa gris con una sobreimpresión que emula una especie de mapa callejero en el que se identifica, en el lado izquierdo, Irán. Para seguir evocando el entorno musulmán en la parte inferior del pañuelo se reconoce la cara de una mujer con pañuelo a la usanza árabe. Por último los ojos de la protagonista pasan de ser verdes a estar inyectados en rojo, al igual que las líneas de sus pliegues exageradamente rojas. En conclusión hemos pasado de la dulzura de una joven con un mullido gorro de lana, un cuello descubierto y una reivindicación democrática en el pañuelo a un personaje con los ojos inyectados de odio, de aspecto sucio que no incorpora ningún mensaje político en su vestimenta a excepción de su interés por no ser identificado, rodeado de violencia de masas y con elementos subliminales de carácter musulmán."
Pascual Serrano (rebelion.org)
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Óscar
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