El tren y el tiempo se detuvieron en la estación de Astapovo. Consternados, los compañeros de Tolstói pidieron al jefe de estación alojamiento para el gran maestro; aquel les cedió generosamente su hogar, una humilde casa de paredes de barro y yeso, en la que Tolstói permanecería siete largos días, recostado en la cama, tapado con una manta negra, junto a una mesilla en la que se acumulaban apósitos y algodones.
Los médicos no tenían medios para de frenar su pulmonía. Tolstoi, agobiado por tantas atenciones, dijo: “Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren: ¿por qué estáis al cuidado de mí solo?” Había huido de su mujer, Sofía; quería morir lejos de ella. Atrás dejaba una relación tormentosa, empeorada más si cabe cuando confesó su deseo de donar sus obras al pueblo, no a su familia.
A las 6 horas y cinco minutos del 20 de noviembre de 1910 dejaba de latir uno de los corazones más grandes y generosos de su tiempo; corazón que palpita, sin embargo, en el cuerpo inmortal de sus obras. Lo enterraron en su hacienda de Yasnaia Poliana, a 12 kilómetros de Tula, un lugar apartado y solitario en medio del bosque.
Un sendero lleva hasta el túmulo, un montón de tierra cubierta de hierba cuando el tiempo acompaña, entre árboles altísimos que velan su descanso y que el propio Tolstói había plantado en su niñez. Ninguna cruz, ninguna lápida, ninguna palabra: Sólo él y el bosque; o sea: Todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario