jueves, 22 de septiembre de 2011

Los 1800 sueños de Emily Dickinson


Desde niña tuvo que acatar las oscuridades religiosas de su familia. Dios estaba en todas partes, en todo momento. El pecado se sentaba a la mesa, en el pupitre de la escuela. Dios era triste y triste tenían que ser todos ellos. Sin escapatoria, terminó refugiandose en su cuarto. Sólo publicaría once poemas, casi todos con pseudónimo y escasa repercusión. Cuando murió vestida de blanco, descubrieron 1800 poemas escondidos en algún  rincón del universo secreto de su dormitorio. Sólo la muerte pudo liberarla de la tradición inhumana; de la clausura consentida, aprovada, bien vista; y de sí misma: víctima impotente de unas normas que acató con sumisión, que no dejaban espacio para respirar libremente. Cegada por la soledad sin esperanza, por el silencio sin remedio, de vez en cuando dejaba volar su corazón ensangrentado por encima de las nubes que cubrían su época, bajo el cielo azul de sus deseos cohibidos, aplastados, por fin libres.    

Adjunto dos de sus vuelos:

Ensueño

Para fugarnos de la tierra
un libro es el mejor bajel;
y se viaja mejor en el poema
que en el más brioso y rápido corcel.

Aun el más pobre puede hacerlo,
nada por ello ha de pagar:
el alma en el transporte de su sueño
se nutre sólo de silencio y paz.

Versión de Carlos López Narváez

La sortija

En mi dedo tenía una sortija.
La brisa entre los árboles erraba.
El día estaba azul, cálido y bello.
Y me dormí sobre la yerba fina.
Al despertar miré sobresaltada
mi mano pura entre la tarde clara.
La sortija entre mi dedo ya no estaba.
Cuanto poseo ahora en este mundo
es un recuerdo de color dorado.

Versión de Eduardo Carranza
 

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