1812. El zar Alejandro I ha vencido a Napoleón. Más de 400.000 soldados franceses y aliados perecen durante la ofensiva.
El frío ha sido su mejor aliado. El frío y Dios. Sobre todo Dios. Como muestra de eterno agradecimiento, erigirá un templo en Moscú – una ciudad en ruinas, todavía humeante - bajo el patrocinio que salvó a Rusia: el Cristo Salvador. No quiere reparar en gastos, tanta es su gratitud. 45 años después, Alejandro III - nieto de su hermano Nicolás – abre por fin las puertas de la gran catedral.
40 millones de ladrillos. Muros de más de tres metros de grosor, cubiertos del mármol. Una cúpula enorme, con 140 toneladas de cobre y una cruz de diez metros que trata de acariciar al cielo, a Dios. En el interior, espacio para 20000 fieles. Se trata de una joya de la aquitectura rusa. 48 años durará el eterno agradecimiento de Alejandro I, hasta que Stalin decide barrerlo de la faz de la tierra en 1931. No habrá debates. El Pravda del 18 de julio informa que las autoridades han tomado la decisión de levantar el palacio de los Soviets. La dirección que facilita es la misma que ocupa la catedral. La suerte está echada: sobre las ruinas del antiguo Dios de Rusia levarán un nuevo templo para un nuevo Dios: el Estado Socialista.
Pero ¿por qué precisamente allí? El poder pretende devorar un simbolo, asimilarlo de alguna manera, y dar a luz a otro que represente el triunfo irrefutable del comunismo sobre lo opuesto, demasiadas veces desconocido, occidente, el capitalismo. Su tamaño hará palidecer a los rusos (sobre todo a ellos) y al resto del mundo. El edificio será más alto que el Empire State y, como colofón, lo coronará una estatua de Lenin mucho mayor que la Estatua de la Libertad. Sólo el dedo índice del primer dirigente de la Unión Soviética, con el que apuntará al cielo, amenazador, tendrá seis metros de longitud.
Tardan cuatro largos meses en demoler la catedral. Cuatro meses sin protestas. La resignación (y el miedo) cubre a la población. Retiran los escombros de la vieja historia para empezar a cavar el agujero en el que hundirán a la nueva. Stalin suele acercarse para inspeccionar la obra. Surgen los primeros contratiempos: los cimientos tienen graves problemas de drenaje. Entran en un callejón sin salida. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, las obras están prácticamente paralizadas: una metáfora envenenada de la Revolución; Stalin, el mesías de acero, enfangado a la orilla de su ambición.
Hasta 1961 el gobierno de la URSS no se podrá librar de este capricho mesianico. Entonces se le ocurre a alguien una brillante idea: ya que el agujero está hecho , ¿por qué no construir una piscina al aire libre? Dicho y hecho: todo sea por el pueblo.
En la década de los noventa surgieron varios iniciativas para reconstruirla. Será erigida según los bocetos, apuntes y fotografías de su antecesora, en su ubicación original. En 1999 se abrieron sus puertas resucitadas.
Todavía sigue en pie.
El frío ha sido su mejor aliado. El frío y Dios. Sobre todo Dios. Como muestra de eterno agradecimiento, erigirá un templo en Moscú – una ciudad en ruinas, todavía humeante - bajo el patrocinio que salvó a Rusia: el Cristo Salvador. No quiere reparar en gastos, tanta es su gratitud. 45 años después, Alejandro III - nieto de su hermano Nicolás – abre por fin las puertas de la gran catedral.
40 millones de ladrillos. Muros de más de tres metros de grosor, cubiertos del mármol. Una cúpula enorme, con 140 toneladas de cobre y una cruz de diez metros que trata de acariciar al cielo, a Dios. En el interior, espacio para 20000 fieles. Se trata de una joya de la aquitectura rusa. 48 años durará el eterno agradecimiento de Alejandro I, hasta que Stalin decide barrerlo de la faz de la tierra en 1931. No habrá debates. El Pravda del 18 de julio informa que las autoridades han tomado la decisión de levantar el palacio de los Soviets. La dirección que facilita es la misma que ocupa la catedral. La suerte está echada: sobre las ruinas del antiguo Dios de Rusia levarán un nuevo templo para un nuevo Dios: el Estado Socialista.
Pero ¿por qué precisamente allí? El poder pretende devorar un simbolo, asimilarlo de alguna manera, y dar a luz a otro que represente el triunfo irrefutable del comunismo sobre lo opuesto, demasiadas veces desconocido, occidente, el capitalismo. Su tamaño hará palidecer a los rusos (sobre todo a ellos) y al resto del mundo. El edificio será más alto que el Empire State y, como colofón, lo coronará una estatua de Lenin mucho mayor que la Estatua de la Libertad. Sólo el dedo índice del primer dirigente de la Unión Soviética, con el que apuntará al cielo, amenazador, tendrá seis metros de longitud.
Tardan cuatro largos meses en demoler la catedral. Cuatro meses sin protestas. La resignación (y el miedo) cubre a la población. Retiran los escombros de la vieja historia para empezar a cavar el agujero en el que hundirán a la nueva. Stalin suele acercarse para inspeccionar la obra. Surgen los primeros contratiempos: los cimientos tienen graves problemas de drenaje. Entran en un callejón sin salida. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, las obras están prácticamente paralizadas: una metáfora envenenada de la Revolución; Stalin, el mesías de acero, enfangado a la orilla de su ambición.
Hasta 1961 el gobierno de la URSS no se podrá librar de este capricho mesianico. Entonces se le ocurre a alguien una brillante idea: ya que el agujero está hecho , ¿por qué no construir una piscina al aire libre? Dicho y hecho: todo sea por el pueblo.
En la década de los noventa surgieron varios iniciativas para reconstruirla. Será erigida según los bocetos, apuntes y fotografías de su antecesora, en su ubicación original. En 1999 se abrieron sus puertas resucitadas.
Todavía sigue en pie.
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