miércoles, 28 de junio de 2017

Espejos



El primer espejo fue una simple ocurrencia. Lo puse en un rincón del cuarto de invitados y no me acordé de él por una temporada. El segundo digamos que fue un antojo; lo coloqué junto al otro, cerrando la puerta con llave. Qué duda cabe que una necesidad imperiosa, cada vez más marcada, me llevó a adquirir los siguientes; cuando terminé de cubrir las paredes de casa con el número 181, tenía la sensación de haber cruzado una meta –la primera–, y lo celebré con Champagne. Me llevó cuatro años y 149 espejos más completar el suelo –provisto para ese fin por una tarima móvil de cristal– y los techos.  Luego decidí substituir los muebles, cazuelas, lámparas y demás cachivaches por sus equivalentes espejados. Durante este proceso se fue produciendo un trasvase de mi mismo a estas capas sobre las que me proyectaba, ampliando mi Yo hacia fuera. Mis allegados –carentes de interés pues sobre ellos nunca daba con mi reflejo - trataron de ayudarme con un absurdo: alejándome de mi casa; es decir: de mí Yo multiplicado. María tampoco supo entenderme. Aún la recuerdo vestida con aquel traje inigualable, encargado para la ocasión; estaba compuesto por miles de pequeños espejos sobre los que me fragmentaba mientras hacíamos el amor, en un sin fin de escalas y perspectivas diferentes. Nunca volvería. Desde entonces salgo lo justo y apenas recibo llamadas. Mi esencia, sin embargo, se refleja ahora más que nunca; luminosa como los rayos del sol de la mañana; disparada, como ellos, hacia todas partes. Con qué calma observo desde mis ventanas –desde esos ojos que hice míos– el mundo normalizado de cuanto me rodea. Gentes que vienen y van sin proyectarse ni siquiera en sí mismos, amontonados como sombras, opacos en sus quehaceres. Cuántos reflejos necesitaría el mundo para levantar cabeza. Pero qué más me da a mí, que los tengo todos.  





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