jueves, 30 de junio de 2011

Promises

 

Nominado al Oscar de 2002 como mejor Documental, trata el durísimo conflicto de Israel y Palestina desde la perspectiva de siete niños, judios y palestinos, atrapados en una vorágine de odio, temor y sangre heredados, que en realidad no les pertenece. Dos mundos enfrentados, plagados de prejuicios, de sesgados adoctrinamientos, en donde el otro es el enemigo, el culpable, y la autocrítica apenas existe. En este contexto se desarrolla Promises, en el día a día de estos niños, ajenos de la realidad del otro mundo, que para ellos sólo existe como una amenaza constante y uniforme.
El documental nos sumerge en la confusa vitalidad de Jerusalén, en las abigarradas calles de los campos de refugiados, tratando de mostrar cierta equidistancia, inclinándose ligeramente (ojo, en mi opinión) del lado palestino, quizá por la vulnerabilidad que acarrea pertenecer a ese bando. El recuerdo de las víctimas, en un contexto que traería muchas más, resulta emocionante. Los pequeños destellos de amistad que surgen en los encuentros de los niños de uno y otro bando hacen que se nos humedezcan los ojos y que pensemos algo que, aunque nos repitan lo contrario, es cierto: es posible un mundo mejor.

Enlace del documental:



miércoles, 29 de junio de 2011

El libro de juguete

El banco de juguete


1. El banco


Empezaré hablando de mi banco; ése que estaba junto al estanque de El Retiro, pegado a cualquier tumba sin flores de la Almudena o escondido en uno de los rincones sombreados que tanto abundan en la Fuente del Berro; ése que visitaba todos los días entre las diez y las once de la mañana acompañado por un libro, el penúltimo diario o por mis pensamientos, ¡tantas veces sólo con mis pensamientos!; ése que se transformaba, llevado por la inercia de mi espíritu, en la barca de mis sueños; ése que me llevaba por un río tranquilo, avanzando a desgana, atrapado en mi somnolencia perpetua o por esa desilusión de la que soy tan amigo desde hace tiempo; o con el que descendía por un torrente caudaloso, indiferente al sol y a las nubes, a la lluvia o al viento que lloran, pendiente tan sólo de no volcar, en un viaje de muchas millas dónde los paisajes cambiaban antes que las ideas y uno tenía que reinventase rápidamente antes de extinguirse en sus propios miedos; o con el que penetraba en el mar infinito, con mil horizontes por descubrir y un millón de puertos en los que recalar, en una travesía en dónde las ideas explotaban como la espuma en la tormenta o me acompañaban durante días tras la estela tranquila de mi mar en calma.
Por la tarde solía caminar sobre mis pisadas, repitiéndome sin posibilidad de cambio, transformando el presente en un vacío habitual, en un eco sin cuerpo ni substancia. Atrás dejaba, sobre el banco, junto al último libro o el penúltimo diario, un montón de ideas viejas que en su momento me parecieron nuevas; era el viaje del cuerpo por el cuerpo, con sus piernas, su sudor y su rabia, caminatas que me apretaban las tuercas, que engrasaban mi máquina de carne y hueso; un viaje por las calles, entre la gente, rostros con diez, quince segundos de vida, que después desaparecen; entre obras que agrietan la ciudad, bloqueadas por coches, vigiladas por semáforos, repletas de tiendas anhelantes, bocas de metro que eran desagües, casas con persianas entornadas y luz artificial tras las cortinas, grúas hablando de cambios drásticos y la frontera omnipresente de la autopista.
En ocasiones me daba por sacar unas cuantas fotos. Mi objetivo eran los detalles, lo espontáneo, lo inenarrable. Las mejores las pegaba luego en un mural de corcho que aún conserva el salón resquebrajado de mi casa. Era mi ventana. Supongo que todos teníamos una, exterior o interior, cuadrada, redonda o rectangular, grande o chica, que hacía más soportable a la ciudad. Desde ella imaginar las aceras era más sencillo. Hasta el final no dejé de añadir fotos a mi ventana. Ahora dejó de tener sentido.
A veces, ya de noche, regresaba a mi banco a contar estrellas o a batir las nubes buscando un resquicio por el que escapar y convertirme en un astro más en el cielo, indiferente a las reglas que emponzoñaban la maldita urbe.
Cada día me navegaba por dentro en busca del entendimiento de mi naturaleza. ¡Cuántas veces me habré perdido dentro de mis laberintos; cuántas veces habré despertado en el banco como un naufrago que despierta una mañana más, en una serie infinita de mañanas, en medio de un océano sin fin, a la deriva, sin rastro de tierra en el horizonte ni de esperanza en el alma!
Abandonado a mi suerte.




2. Olavide


Hace unos meses, en uno de esos días grises que nada tienen nada que ver con el color del cielo, que resplandecía con un azul de lo más inoportuno, la aventura del banco terminó en tragedia: mi barca se había precipitado en la catarata de cierto complejo inconfesable que, cuando aflora, lo rompe todo. Cuando desperté, el parque resplandecía, los aspersores cantaban alegres y dos jardineros podaban los setos silbando la misma melodía a pocos pasos. No sé cómo pude despegarme del banco. Comí en un bar solitario, no recuerdo qué, tal vez un bocadillo de tortilla con pimientos, puede que una ración de calamares. ¡Qué más da! Luego me puse a andar sin consciencia ni rumbo, transformado en un organismo compuesto únicamente por un par de piernas, varias tuercas medio sueltas y un montón de prejuicios, agarrado a la cámara de fotos pero sin hacer fotos, pues no podía, no tenía ojos. Mientras caminaba procuraba no recordarme que debía un artículo al periódico, ya que en semejante estado de qué iba a escribir… ¿de cataratas?, pero la obligación estaba ahí, como una alarma perenne, y yo caminaba arrastrando mis remordimientos. Todavía me pregunto por qué terminé en la plaza de Olavide. Las terrazas empezaban a animarse. Busqué una mesa tranquila. Cuando el camarero - un tipo sonriente al que obvié sin esfuerzo – me trajo una taza de té con limón, ya me sentía mejor. La batalla que libraba conmigo mismo estaba amainando. Saqué el cuaderno y aguardé a la musa. Dos tazas de té más tarde la hoja seguía en blanco, un blanco subrayado por la cuadricula gris. Como yo: cuadriculado y gris. Con qué facilidad me perdía entre aquellas líneas, líneas que se cruzaban inexorablemente, una y otra vez, esclavas de su propia geometría, desconcertado ante aquel universo plano del que nunca saldría nada nuevo, sólo líneas, líneas que, de escapar de los límites de la hoja, alcanzarían el infinito, ajenas a la intuición o al destello, prisioneras de su propia fórmula. Escribí Cárcel en letra intencionadamente irregular. ¿Así empezaría mi artículo? ¿De qué pensaba hablar entonces? ¿De líneas? Asocié la hoja con la ciudad: las líneas eran calles, las cuadriculas bloques de viviendas. Cárcel. Hice una bola de papel con la hoja y la lancé a una papelera cercana. Erré el tiro por poco. La pelota quedó en el suelo, testimonio inmóvil a sólo tres metros de mi impotencia. Una voz femenina me trajo al mundo:
- Cárcel… - una desconocida, tras tomar la hoja del suelo (o ése trozo inservible de mí), había leído la palabra con un aire de inocencia imperdonable.
- ¿Y bien? - gruñí con un tono que hubiese alejado a cualquier individuo corriente.
- Así nunca saldrás de la cárcel - y puso la hoja sobre la mesa.
¿Me leía el pensamiento? ¿Acaso había estado pensando en voz alta? El caso es que aquella impertinencia con coletas había dado en la yaga:
- Qué quieres decir...
Llevaba un perro de la cadena, un chucho de raza desconocida, parecido a un salchicha pero de fisonomía más proporcionada, de color blanco, marrón tostado y negro, con la mirada, me atrevería a decir, demasiado inteligente. Aquellos ojos caninos me escrutaban con verdadera insolencia.
- Digo - prosiguió - que arrancando las hojas sólo haces la cárcel más grande.
Aquello no fue una respuesta corriente, fue una verdad soltada a bocajarro, entre perfectos desconocidos; el mensaje, en cualquier caso, estaba claro: al tirar la hoja, tiraba la llave y hacía la cárcel más grande. El perro parecía afirmar mis pensamientos al asentir a su manera con la cabeza. ¿También tú puedes leerlos? Me sentí desnudo, el té se enfriaba y los ruidos de la plaza se habían vuelto insoportables, por eso contesté malamente, con ánimo de ofender; ella sonrió, me dijo adiós y se esfumó con el perro por una calle.
Dejé 10 euros sobre la mesa y salí de la plaza. En una cafetería tranquila de la calle Cardenal Cisneros escribiría por fin el artículo.


3. La cárcel


Observo cómo crece la cárcel desde la ventana sin barrotes del salón. Las grúas trabajan día y noche, sin hacer ruido. Siempre han estado ahí. Nadie las mira, hacen daño a la vista. A veces bajo las persianas, me encierro entre cuatro paredes y sueño a que sueño que soy libre, pero ¡qué pronto me despierto de aquel espejismo! Tal vez es el teléfono, algún conocido que pide auxilio; otras el telefonillo, un vendedor sepultado bajo un montón de folletos relucientes, que sabe que estoy en casa y que no parará hasta que le abra; otras soy yo mismo, que de tanto pensar me sobresalto. Mi vecino del cuarto ayer me susurró que hubo un accidente: una grúa soltó su carga aplastando a un trabajador. Acudieron dos ambulancias y cuatro coches de policía. Aquel desgraciado fue importante por primera vez en su vida. Se lo llevaron. Ya no es más que un recuerdo. Visité la obra. No vi ni rastro de sangre. La grúa trabajaba como lo hacía ayer y lo hará mañana, siempre la misma. Pregunté al encargado por la víctima, tuvo que hacer memoria. Aquí todo va tan deprisa que ni siquiera existe el presente. Por eso, como tantas veces, busqué una salida cerca de la autopista de circunvalación, límite maleable de la cárcel. La caravana de coches grises subrayaba el asfalto. Más allá se extendía el campo sin nombre ni rastro de vida. Un niño jugaba a la pelota a pocos pasos. Sonreía. Vi que sonreía. Maldije mi lucidez y deseé encontrar mi propia pelota, un juego acaparador que mitigase el sufrimiento, pero ya es demasiado tarde, tumbado en la cama sueño que me voy a dormir y que nunca me duermo, pues siento cómo bulle la cárcel.
Ahora todos la tenemos dentro.

4. Cosette


Escribí el artículo en menos de diez minutos. No tuve que añadir ni una coma, fue fácil, la ciudad simplemente era así, nadie había estado más allá de la autopista, frontera antinatural que crecía con la ciudad, y a nadie parecía importarle. Como quiera que sea, me arrepentía de mi comportamiento con la desconocida; no en vano, el artículo se lo debía a ella. Tras sopesarlo detenidamente concluí que sólo recordaba su voz, del resto nada, había desparecido de mi memoria: Sombras. Un vistazo a un reloj esférico, sobre una vitrina llena de licores, me metió la prisa en el cuerpo: llegaba tarde a la cena con Cosette. Pasé de todos modos por Olavide con la ilusión del reencuentro, de la disculpa, pero no la vi. La realidad rara vez se pliega al capricho de nuestros deseos. Entonces me dije que si perdía su voz, la perdería a ella entera, de ahí que me obcecase en memorizar su tono, cada una de sus palabras, de pie en el autobús, ajeno al ejército de jubilados que batía el vehículo buscando asiento.
La cena con Cosette fue como cualquier otra cena con Cosette. Entre nosotros ya no había sorpresas: habíamos leído los mismos libros, visto las mismas películas y perseguido los mismos sueños: era un espejo a la medida en el que me reflejaba sin matices, sin secretos, sólo yo… Tres años de encuentros esporádicos resumidos en eso. La acompañé a su casa después de la cena. No subí. Me dije que nunca más. Cosette se despidió con los ojos llenos de lágrimas.
Vi desde la calle cómo encendía la luz de su apartamento. Me marché sereno. En mi pecho empezaban a germinar un par de semillas verdes: ¡por fin terminaba el invierno! ¿Seguro? Ahora sé que no. ¡Qué confundido estaba! Aquella noche la abandoné porque creí que era mi espejo, lo hice trizas para rescatar mi imagen apocada, insegura, tratando de ignorar que el cristal seguiría entero a pesar del golpe, rebosante de recuerdos. No fui consciente de lo que la quería hasta meses más tarde, estando yo en otras circunstancias.
- Hola, soy Cosette – su voz salía del auricular como una brisa fresca, imponiéndose al rumor oscuro de la muchedumbre.
- Hola – respondí avergonzado.
- Estoy preocupada: ¿qué has hecho?
- Nada… - y solté al auricular. ¿No he hecho nada? Acaso la nada lo es ahora todo.
Pero no corramos tanto, el futuro del que hablo ya es pasado, y el pasado siempre puede esperar.

5. La semilla de Darwin.


Al día siguiente ojeaba distraído el periódico en un bulevar del centro, en mi banco, propinando varios bostezos a cada página. Poco antes había recibido un correo electrónico del redactor: los artículos son cada vez más grises, procura colorearlos y hablar de nuestra ciudad de un modo más benévolo… No me molesté en contestar. ¿Acaso tenía que explicarle que si cambiaba los “colores” del artículo lo convertiría en una curiosidad superflua y domesticada? Muchos (supuestos) defensores de la libertad (de su libertad) estarían encantados de que los periódicos tuviesen sus páginas, al menos las más controvertidas, en blanco. Con la carne de la que estoy hecho, tenía que lidiar con mi inspiración en la cuadrícula implacable del cuaderno, bajo la sombra del redactor. ¡Tantas cosas a ambos lados del lapicero!
Aparté el periódico y cerré los ojos. Casi de seguido me hallaba en mi barca, en mitad de un estanque inabarcable, sin corrientes liberadoras ni remos con los que tratar de escapar. ¿Qué me había traído hasta aquí? El agua era gris y brillante como una chapa de metal. No se veía el fondo. Al asomarme pude contemplar el reflejo de mis pensamientos. Sin pensarlo, me lancé al agua, alborotándolos. Descendí respirando sin dificultad. Creía ser (sé que fui) una especie de pez del jurásico, carnívoro, inmenso, devorador de las sombras que encontraba a mi paso, hambriento durante eras, enredado en extraños instintos sin nombre, hasta que una sombra más grande que la que yo mismo representaba me persiguió a través del oscuro corazón estanque. Sentía el principio sin fin de sus fauces cada vez más cerca. Aguardé la acometida fatal, con horror, pero el peligro se esfumó, inopinadamente. ¿Cómo había escapado? Fácil: me había transformado en un pez pequeño. Después de pulular sin rumbo, aterrado con mi nuevo destino, sentí una nueva sacudida que redujo aún más mi tamaño. Sufría un proceso de involución imparable. Pensé por un instante que acabaría transformado en una simple molécula, directo al origen del que todos partimos, convertido en la semilla de Darwin. Pero no fue así, el proceso cesó siendo apenas un renacuajo. Entonces vi, llamándome al instinto, un resplandor sobre el fondo marino. Nadé con prisa, sin entender nada. El resplandor cobró la forma de un lugar conocido; entre algas y corales apareció la plaza de Olavide, más o menos como la había visto la última vez, con sus terrazas repletas y el bullicio característico de cualquier tarde de primavera, sólo que la gente no era gente, sino ideas que brillaban con luz propia, cada una con un color diferente. Fui hasta mi mesa y aguardé nadando en círculos sobre ella o colándome en los corales que la rodeaban, jugando a lo que era, apenas un renacuajo. Un resplandor diferente surgió entonces entre las aguas; era ella, mi querida desconocida, en forma de luz anaranjada y vibrante, compuesta por miles, qué digo miles, millones de diminutos puntos de luz. Por primera vez tuve la impresión de estar participando, sin llegar a entenderlo, en uno de los grandes misterios de la vida, e impulsado por resortes hasta entonces desconocidos de mi alma, me colé dentro de ella como un cometa, cruzando veloz sus estrellas, directo al núcleo inigualable de su existencia, mientras el calor crecía y me dejaba ciego, con un solo objetivo en mi mente de renacuajo moribundo: fundirme en ella.
Grité.
Grité antes del fin - o del principio, qué sé yo -, atrapado por la gravedad de su espíritu. Cuando quise darme cuenta el sol entraba a raudales en aquel mar imaginario y la voz de un hombre rompería definitivamente el hechizo:
- ¿Le ocurre algo?
- No, no...
- Ha estado gritando.
- Me debí dormir, fue una pesadilla… Eso es todo, gracias...
El hombre se marchó y yo me quedé sólo con aquellas emociones. ¡Quién me hubiese dicho que la clave estaba en la semilla y que lo pequeño podría con lo grande!


6. El Maniquí.


Anduve sin objeto hasta que mi estómago, que empezó a gruñir sin miramiento, entró en cierto tugurio de Chueca para despacharse un bocadillo aceitoso en un santiamén. La digestión me durmió sobre la silla, librándome de mis obsesiones temporalmente. Un camarero acicalado con un chaleco negro cubierto de manchas de grasa hizo de despertador: ¡oiga, no puede estar así! Salí del bar sin saber qué hacer. Cuando quise darme cuenta, rondaba la plaza de Olavide: ¿en qué clase de imán se estaba convirtiendo? Necesitaba frenarme un poco. Me senté a la mesa de una terraza y aguardé. Tres tilas más tarde la gente empezó a pintar alegre, los niños retozaban y el cielo era azul y entrañable. Pedí una copa de pacharán para celebrar mi efímera salvación y brindé por la semilla, por el vacío de cada día y por ella, a la que imaginé frente a mí, diciendo que así, anclado en mi mismo, no saldría nunca de la cárcel. La esperé regándome con el licor de endrinas, buscándola con la vista en cada rincón de la plaza, entre gente que iba y venía o que se sentaba, pedía su consumición, charlaba y se esfumaba con o sin prisa, mientras la tarde llegaba a su fin, la noche llenaba las calles y yo seguía esperando impaciente y borracho, hasta que alguien - el camarero con bigote, siempre él - dijo que tenían que cerrar, que sólo quedaba yo en la plaza, que se había hecho tarde…
Decidí ir a casa andando. Necesitaba despejarme un poco. Apreté el paso, uno, dos, uno, dos, con ella siempre en la cabeza, calle tras calle, acompañado por la luz anémica de las farolas y la estrella fugaz de algún coche; al pasar por un escaparate lancé un beso a un maniquí, que para mí era ella, pues sólo recordaba su voz, vestida con traje verde y zapatos azules.
- ¿Serás tú mi llave? - pregunté a aquellos ojos huecos y aguardé su respuesta muda. Le tiré una foto torcida, desenfocada: ¡que la excentricidad llenase su ausencia!


7. El refugio.


Entré en casa arrastrando una montaña de remordimientos. Los libros me dieron la bienvenida. Les sonreí por instinto, un poco a regañadientes, hasta que topé con el espejo y me puse serio: no terminaba de reconocerme.
No haré ahora una descripción detallada de mi casa, pues casi todo es prescindible. Comentaré sólo aquello que sea realmente significativo para mi historia. Lo demás, como tantas cosas en la vida, quedará en un segundo plano.
Hablaré en primer lugar de mi biblioteca: estanterías levantadas ladrillo a ladrillo, lomo a lomo, por hombres remotos, habitantes de otras ciudades, de otro tiempo; tesoros que transcienden la ciudad, lazos invisibles del conocimiento compartido, en los que destacan Thomas Mann, Borges, Cortazar, Kafka, Hess, Twain, Stevenson, Auster, Wolfe, Joyce, Nietzsche, Kapuscinski, Sagan, Platón…
Los libros son el corazón de mi brújula. Con ellos he construido la barca de mis sueños. De pequeño no me atrevía a meter los pies en el agua: el fondo no se veía y estaba helada. Mi abuelo me dijo una vez que el río, aunque lo parezca, no es inofensivo, está lleno de remolinos y las corrientes odian a las personas. Desde entonces leí con el único deseo de construir mi propia barca, página a página, libro tras libro.
También hablaré de mis cuadros. Son nueve en total. Simbolizan conceptos más o menos trascendentales, estados de ánimo, ideas… Ahora comentaré tres de ellos, los demás irán apareciendo sobre la marcha, si es que se tercia. El primero está en el salón, sobre el sofá: El Vacío (o la creación de Adán) de Miguel Angel. En él observamos al hombre atado a la tierra. Infortunado quiere salir de ella. Por eso levanta el brazo izquierdo y extiende la mano, como un naufrago que pide auxilio. Al otro lado, sobre una nube, está Dios rodeado por los ángeles, entre las turbulencias de su poder. Dios tiene extendido el brazo con decisión. La clave de la obra se encuentra en el detalle de las manos, con los dedos de Dios y Adán a punto de tocarse, gesto que representa para muchos el misterio de la Creación y para mi el misterio del Vacío, pues tras el abismo que existe entre los dedos, está mi convicción de que Dios no existe y de que más allá de Adán sólo hay una ilusión agotadora: la religión.
Tengo la Alegría (o Los borrachos), de Velázquez, en el estudio, frente al escritorio. Baco, su protagonista, se haya en el centro del lienzo, coronando a un bebedor con hojas de vid. Justo detrás hay un grupo de mendigos sonrientes a pesar de sus vidas, contentos ante la expectativa de un nuevo trago. El autor plasma al hombre de nuestros días, absorto en copiosas necesidades sin ningún futuro. Aquel vino se llamaba consumismo y parece que no había forma de ponerle freno. Se trataba de una sociedad sin abstemios en la que los vasos siempre estaban rebosantes y los sentimientos se profanaban a golpe de talonario.
El tercer cuadro me habla de la Tristeza; es un Goya: Perro semihundido. Lo entiendo muy bien, conozco el sabor de ese fango emponzoñado, el peso del firmamento de plomo que parece acabarlo todo, el horror que habita en el animal, ese brillo de sus ojos que parecen decirlo todo, la cabeza abandonada, la misma muerte que arropa su cuerpo aún caliente, vivo, el instinto con que se defiende, clavado en la tela por un loco y por un genio iluminado capaz de extraer de sus entrañas el brutal ladrido de la vida que recorre las eras.
¿Por qué he elegido estos cuadros y no otros? Quizá porque, combinados, parecen reflejar mi estado de ánimo aquel día. En línea a ese razonamiento, la Alegría de Velázquez surge entonces de nuestro encuentro en Olavide, ya que, con toda probabilidad, no la volvería a ver. Hablamos pues de una alegría matizada profusamente, bajo los efectos de un vino sin recuerdos, ya que sólo tenía su voz, y ni siquiera eso. Ahí es donde entra la Tristeza de Goya, que comparto y hago mía, pues siempre me consideré un ser sin alas, incapaz de atarse los cordones o de mirar de frente a las cosas. El Vacío nace en la reafirmación de mi ateísmo. Que quede claro, eso no me hace ni mejor ni peor que nadie, simplemente me define a escuadra y cartabón, igual que las hojas de mi cuaderno. Echo en falta a Dios, a la pelota del niño y a la vida más allá de la ciudad. Me aterra, en cualquier caso, la credulidad de mi especie. Lo queramos o no estamos hechos de Vacío. Cada uno de su tipo. Si no que se lo pregunten a un muerto.


8.Fedor


Llamaron a la puerta, dos golpes cortos. Era la señal de Fedor, mi vecino del 4º. El dvd marcaba la 01:23. Rogué que se esfumara, pero era inútil, no se marcharía así como así, desde hacía tiempo intentaba ser mi sombra, por eso volvió a llamar, con ánimo de buena sombra, y yo abrí la puerta con resignación. Lo encontré con una cerveza en la mano, los ojos apuntando al suelo, serio...
- Salí a tirar la basura y vi luz… - sus dos metros largos se esfumaron con la explicación: la soledad de su matrimonio le había consumido hasta hacerle casi invisible. Pero yo aún le veía. Sopesé si cerraba la puerta en sus narices. En el último instante convine que quizá me vendría bien compartir su ausencia.
Nos sentamos en el salón, el uno frente al otro, sin nada que decirnos. A falta de algo mejor que hacer, apuró su cerveza y no hizo otra cosa durante un buen rato. Yo sabía que seguía ahí por el tictac de su reloj y porque carraspeaba adrede cada pocos segundos. Sé que lo hacía para romper el hielo – a su manera, se entiende -, pero fuera lo que fuese se lo tragaba y no decía ni mu. Ojeé una revista sin prisa, deteniéndome en cada foto, hasta terminarla. Fedor seguía ahí, tras su muro de dos metros, asiendo paciente la lata vacía. Fui a la cocina a por otra y se la puse en la mano, sin ceremonias. Tras un largo trago, se soltó:
- Gracias – sólo dijo eso, y yo ya estaba releyendo otra revista, cada vez más relajado, frente a aquella lata que subía y bajaba, derramándose trago a trago hasta quedarse vacía y quieta. Entonces nos convertimos en sendos muñecos de cera. Me dormí con esa idea y sé que él siguió despierto, casi sin parpadear, olvidado como tantas veces.


9. El reloj de arena


La luz del sol entraba por la ventana. Fedor había desaparecido con la noche. Mejor así. Eran las 8:47. Llené el lavabo de agua fría y metí la cabeza, sin cerrar los ojos. Incluso así pensaba en ella. Me incorporé al quedar sin aire. Respiraba intensamente. Observé mi imagen agitada en el espejo. ¿Cómo soy físicamente? No voy a entrar en ese juego, delego esta tarea a tu imaginación, seguro que no aciertas. Luego me puse la ropa de ayer y anteayer, un pantalón vaquero sucio y una camisa a cuadros, algo arrugada. Como yo, supongo. Ni siquiera miré la ducha. ¿Para qué iba a mojarme? ¿Para nadar?
Desayuné junto al reloj de arena estropeado. Se trataba de mi posesión más inútil y valiosa, un artilugio ajeno a las expectativas del tiempo, cuya arena no fluía de un receptáculo a otro al estar bloqueado el orificio central. ¿No dicen que sin movimiento no habría tiempo? Por eso, a su lado, el transcurso de las horas era diferente, era tiempo domesticado, del que come de tu mano y no va perdiendo los recuerdos. Era tiempo convertido en adorno, para mis ojos, sólo para ellos, ni siquiera Cosette sospechó nunca su importancia. Perteneció a un viejo amigo, un perseguidor amante del saxo que se convertía en música al subir al escenario, atrapándonos entre sus notas durante horas. Un profeta de las emociones que no supo ser feliz a pesar de las ventas, del placer desmesurado y de los palacios que erigió tras los que reinventarse; que se olvidó por ahí de sus raíces, que fue perdiendo su inspiración a razón de treinta autógrafos por día, que perdió la verticalidad de su genio y empezó a caminar ligeramente encorvado, igual que un anciano que no encuentra el bastón, que olvidó esa media sonrisa que era toda una promesa del espíritu, que cambió de saxo varias veces pero nunca fue capaz de sacarles nada nuevo. Un profeta de las emociones, en definitiva, que terminó llorando tras los escenarios mientras el público le ovacionaba. En cierta entrevista le preguntaron por sus nuevos proyectos. Recuerdo que fijó la vista en el suelo. Parecía preocupado. Nadie se percató entonces de que, tras su respuesta, se escondía un punto de inflexión sin marcha atrás.
- Desempolvar mi viejo saxo; me conformo con eso. Lo demás está en un segundo plano, y por lo tanto, no pienso demasiado en ello.
Y así hizo: regresó a pequeños escenarios junto a su viejo amigo, el saxo sin brillo de los comienzos. Pero la magia se había esfumado. Aún conservaba buena parte de su genio, abarrotaba los locales, sí, pero los que le conocíamos sabíamos que tocaba de espaldas a la gente, pelándose con las notas, preocupado por no tropezar consigo mismo. No tardó en comprenderlo. Se encerró en un piso de Chueca: setenta metros, exterior, en la misma plaza. Iba a visitarle de vez en cuando. Apenas tocaba ya. Charlábamos con las persianas bajadas, hasta que la noche nos separaba de nuevo. Un día, después de uno de mis paseos de engranaje, me acerqué a verle por casualidad. No recuerdo cómo salió el tema del reloj, me dijo que lo había tirado a la basura, que estaba roto o algo así. Otra prueba más de su decadencia, pensé. No se daba cuenta de que el reloj, al estropearse, se desprendía de su propia naturaleza mecánica e impersonal para reencarnarse, a otro nivel, en un adalid de la interpretación y de los sueños, del tiempo fuera del tiempo. Era la arcilla que necesitaba cualquier genio y eso él ya no lo veía.
Desde la ventana, mi amigo observó cómo rebuscaba entre su basura. Se trataba de un modelo verdaderamente curioso, con relieves en plata vieja de un exotismo salvaje que parecía querer transportarme a frondosas selvas lejanas… o no tan lejos, como el tiempo del que trataba de escapar me demostraría más tarde. Dos recipientes de cristal ahumado, casi opaco, guardaban su arena blanca, iridiscente, estancada…
Al preguntarle a mi amigo de dónde lo había sacado, no supo decirme:
- Creo que lo encontré en un cubo de basura hace mucho, mucho tiempo…


10. Las dos tumbas


Empezó a dolerme la cabeza, sin tregua, dejándome bloqueado como a un pelele. Fuera de casa, en la calle, la ciudad se expresaba en un lenguaje que pretendía taladrarme los tímpanos con tanto ruido; como el perro de mi vecino, que ladraba vete a saber por qué atado a una farola, tal vez percibía las arenas movedizas que poblaban las aceras y temía verse convertido, sin conocimiento, por instinto, en el perro de Goya. Antes de salir metí un cuaderno, el reloj y la cámara de fotos en el zurrón. Estaba listo. Anduve directo al banco de siempre, esta vez en el cementerio de la Almudena, en mitad de una explanada cubierta de tumbas y mausoleos. Era un día suave, de cielo azul, con dos pequeñas nubes al fondo. Quedé en mangas de camisa pero la brisa fresca me recordó el jersey. Al final de la avenida pasó una furgoneta de mantenimiento que se esfumó entre las tumbas, como tragada por ellas. Estaba solo. Saqué el reloj del zurrón y lo puse a mi lado, por si las moscas. Respiré hondo y cerré los ojos, pero no andaba fino, la cabeza me dolía una barbaridad y la angustia me estaba abrasando. Abrí los ojos. Necesitaba serenarme. Fijé la vista en la inscripción de un sepulcro cercano; Familia Duarte. Bajo la inscripción descansaba una placa de granito con una lista de diez nombres, seis mujeres y cuatro varones, ordenada por fecha de defunción. Presidía la lista un niño llamado Pedro Duarte, nacido el 30 de abril de 1904 y muerto el 30 de abril de 1914, día de su décimo aniversario. Aquella existencia cercenada en sus albores, precisamente el día de su cumpleaños, parecía cerrar un ciclo cruel y lógico que apuntaba, por extensión, a mi propia mortalidad. Quizá por ese motivo acaricié los relieves del reloj con cierta urgencia, buscando la protección de su aureola atemporal, consciente en cualquier caso de que la plata era vieja y de que el tiempo también corría en su contra. Regresé al banco y cerré los ojos y empecé a respirar de forma ordenada, alejándome despacio, muy despacio… del niño… del cementerio… Cuando quise darme cuenta me encontraba sobre el cauce seco de un río y un viento árido y cargado de polvo barría mis cabellos con un silbido agudo, fantasmagórico. El sol abrasaba las piedras. Había hierbajos bajo las rocas y en otras zonas sombreadas, pero estaban tan secos que el viento parecía que los iba a desintegrar de un soplo en cualquier momento. Empecé a sudar. Mi barca era una ballena de ojos luminosos, los míos, varada sobre el polvo incalculable de aquel desierto. ¿Dónde estaba mi río interior? ¿Había desaparecido? Bajé de la barca con la ropa pegada al cuerpo por el sudor. Una ráfaga de viento alborotó la vertiente de una colina cercana. Desde arriba quizá podría ver algo. Salí del lecho del río con esfuerzo. El aire quemaba al respirar. La colina se elevaba como un animal muerto de piel de arena rojiza salpicada de piedras y volutas de humo gris. Ascendí procurando no apoyar las manos en el suelo, que quemaba como unas brasas. El sol golpeaba mi espalda sin piedad. Ya en la cima, busqué refugio bajo la sombra de una cerca de piedra y descubrí que el cauce, tras bordear la colina, se alejaba por el valle, un hilo gris cada vez más fino, que desembocaba en una basta extensión que no reconocí al principio, pero que fui intuyendo lentamente, hasta que entendí aterrado que se trataba del mar, que aquella siniestra extensión era el vacío de la tierra que lo había albergado. ¿Dónde estaba mi agua interior? ¿Adónde iría si me había secado? Una respuesta se posó en la punta de mi lengua pastosa: Ella. ¿Por qué ella? No lo sé. Me agarré a su esperanza. Ahora quedaba lo más difícil: encontrarla.
Empecé a bajar la colina despacio, midiendo cada movimiento, pero la inercia me lanzó pendiente abajo, cayendo más que corriendo, levantando una gran polvareda a mi paso. Fue un milagro que llegara a la barca sin un rasguño. El sol seguía cayendo sin piedad. Algo llamó entonces mi atención. Era una tabla descolorida clavada en la arena, un túmulo o algo así, al otro lado del río. En la tabla aún se distinguía una inscripción: Pedro Duarte.
- Chaval, ¿también estás aquí? ¿Acaso has muerto en todas partes?
Improvisé una oración por aquel niño que se había colado en mi mundo sin hacer ruido. Mi único y más real compañero.
-¿Por qué me seguiste? ¿Acaso también estás loco?
Regresé a la barca, pero el salto al cementerio no llegaría fácilmente. ¿Qué ocurría? No sabía. El sol me estaba matando, tenía que regresar pronto… Recé con un hilo de voz, apretando las manos como un beato atormentado, repitiendo sin cesar dos o tres frases que prefiero no transcribir ya que las consideró especialmente humillantes. Creo que toda desesperación tiene un poso de masoquismo. No sé. El asunto es que poco después el viento se esfumó, el calor empezó a remitir y el cementerio surgió entre mis parpados… Volvía a estar en mi banco, apretando el reloj de arena con la mano derecha, tragando aire fresco, libre… ¿Libre? Libre no: la ciudad seguía ahí, amenazante, rodeando el cementerio y yo estaba seco, lo había visto con mis propios ojos, sólo ella podría devolverme mi vitalidad perdida… O no… Reconocía con pesar que la había convertido en la clave de mi equilibrio, en mi llave, en sólo dos días; quizá estuviese pecando de irreflexivo; quizá no fuese más que un ser de plastilina sobrevalorado por mi desesperación. ¿Quién me aseguraba que no estaba ante un espejismo? Nadie, lo sabía. ¿Entonces?
Sólo tienes eso, ya has visto tu río, no te queda otra…
Una anciana frenó mis pensamientos al saludarme: buenos días. Llevaba un ramo de rosas blancas de plástico.
- ¿Buenos? – la estaba pidiendo auxilio pero ella qué sabía. Además, se trataba de un accidente, medio minuto de vieja, no más, que luego se esfumaría con sus flores de mentira, para siempre, directa a su tumba.
Me despedí de Pedro con la promesa de llevarle flores de verdad algún día. Tomé una foto de la cruz que coronaba el sepulcro, recortada frente el cielo azul. Tarea inútil que no mitigaría mi angustia, pero así somos…


11. Ayuda


Recorrí la ciudad como una máquina sin cerebro, sólo piernas, más perdido que nunca en las calles de siempre, atrapado en un flujo inabarcable de rostros, intentando no ser yo mismo pues quizá yo fuese el problema; intentando entonces ser sólo dos ojos, no los míos sino otros, impersonales, en busca de agua, de ella, sin estar en ninguna parte realmente, porque al no encontrarla, cualquier sitio no era real, no merecía serlo, Madrid resumido a su presencia, el resto no existía, ni siquiera yo. Tuve miedo de estar soñándome, de no saber si el eco de mis pasos era imaginario, retumbando – junto al resto de la ciudad - dentro de mi cabeza; de estar, en realidad, tumbado sobre la cama o sobre cualquier banco, con los ojos cerrados, viéndome deambular por las calles con esta guisa verosímil, desesperada, pero libre al fin y al cabo, pues los sueños son sólo eso, sueños, mundos que desaparecen al abrir los ojos, que no perduran…
Una voz – ¿real, imaginaria? - se interpuso en mi camino:
- ¿Tienes un minuto? – paré sin abrir la boca, no podía hacerlo, era una máquina sin cerebro, sólo piernas… Mi silencio animó a la chica - ¿Conoces a SOSCiudad? – por respuesta, más vacío -. Veo que no. Te explico un poco por encima: Llevamos trabajando desde 1968 para lograr una ciudad mejor, donde no existan grandes desigualdades y todos los ciudadanos tengamos acceso a una vida digna…
No llegaba en buen momento aquel idioma solidario que asalta las conciencias con su concentrado de discriminación, explotación laboral y demás desgracias. Aquella muchacha estaba llena de agua. Era evidente que sus ríos rebosaban. No podría escapar así como así de semejante abundancia.
- …con una aportación de 18 euros al mes.
Saqué un billete de 100 euros del bolsillo del pantalón y se lo puse en la mano y me marché ensayando la mejor sonrisa solidaria que pude y oí un señor, espere, pero claro, no esperé, huí de ella; huí de su capacidad de compartir sueños en cualquier lugar, a cualquier hora, incluso conmigo, una máquina sin cerebro, sólo piernas...
… de hacerlo con una sonrisa fresca e inalcanzable …
… de ser agua…
… simplemente agua…






12. Carpe diem


Acabé en Olavide. Las terrazas estaban vacías; el bullicio debía de estar echándose la siesta. Tomé asiento a una mesa de mi terraza y la esperé sintiendo que el tiempo era otro obstáculo entre ambos, ya que cada segundo aumentaba mi desasosiego y la impresión de estar buscando a un fantasma. Un bocata de atún, dos tazas de té y cuatro copas de pacharán después comenzó a venir la gente, ocupando las mesas de las terrazas, los bancos, la plaza. De ella ni rastro. Recordé mi compromiso con Juan, el encargado del café Clamores, de contar un cuento inédito al día siguiente, en su local. Apuré la copa y saqué el cuaderno. Intenté escribir algo, pero las cuadriculas del papel parecían raíles congelados que pudiendo ir a todas partes no llegaban a ningún lado, sólo a mí, atrapado en esta plaza, esperando cual prisionero seco, bloqueado, sin reflejos. Por eso hice un garabato lleno de rabia, desesperado, que luego, mirándolo con atención, parecía revelar una palabra: máquina. ¿Qué tipo de máquina?
El camarero con bigote se puso a mi lado:
- A ésta invita la casa – dijo depositando sobre la mesa una copa de pacharán.
- ¿Es que pretende emborracharme? – el otro, contrariado, se perdió de mi vista.
Luego, cuando las farolas abrieron los ojos, regresé al cuaderno, pero el lápiz me había declarado la guerra; sólo pude escribir, como si se tratase de un castigo, cien veces máquina, pensando (quién sabe) que con la repetición arrastraría las demás palabras. No fue así: La creatividad no surge a martillazos. Lo dicho: estaba seco. Decidí volver a casa, y como no quería toparme por el camino con ningún maniquí, que sólo serviría para intensificar mi soledad, tomé un taxi que resumió las calles en diez minutos. La luz del salón de casa estaba encendida; era Cosette, había estado llorando.
- Vine a traerte el coche, lo dejé en el aparcamiento…
-Gracias, Cosette – y me sentí un miserable cuando dije -. Ahora vete, por favor.
- Estas desorientado y lo pagas conmigo – no contesté -. En fin, me voy; cuídate de tus mareas.
Cerró la puerta sin hacer ruido. Sus llaves me quemaban la mano. Intenté pensar en otra cosa pero no encontré nada bueno. Temía a la noche, sabía que no podría dormir y que daría vueltas y más vueltas a mi pesadilla. Necesitaba un calmante, por eso llamé a Fedor. Salió su mujer:
- Necesito ver a Fedor.
Su acento ruso remachó la respuesta:
- Fedor no vive aquí.
Regresé apenado. Dos golpes en la puerta. Sonreí. Ahí estaba el calmante.
- Amigo... – era Fedor.
Nos sentamos en el salón. Le acerqué cuatro o cinco cervezas. Después del primer trago quiso decir algo. Ni siquiera farfulló. Tampoco es que me interesara. Cerré los ojos e intenté dormir. Mi compañero pasó a ser entonces algún que otro carraspeó (amortiguado por respeto), en largos tragos que apuraban las cervezas y en leves roces al moverse en el sillón o al golpear el suelo con sus zapatos del 49. Empecé a tranquilizarme junto a su ausencia. Recuerdo que abrí los ojos una vez, somnoliento; Fedor, que había acabado con las latas, me observaba inexpresivo. Me dije que se mimetizaba con el resto del mobiliario de forma admirable. Hay que reconocer que tenía sus virtudes.
Me despertó el cartero. Traía un certificado de la editorial. Una nota me recordaba el plazo de entrega de la novela. Sebastián, el editor, sospechaba que algo no iba bien. Tenía razón. Era incapaz de escribir. Enterré la nota en un cajón de la cocina. En la bolsa de basura había ocho latas de cerveza vacías. Recordaba haberle dado a Fedor cuatro o cinco. Mi amigo estaba progresando.
Cierto poeta dijo que cada día es único y que no tenemos que dejar que termine sin haber crecido un poco. Me parece muy bien eso del carpe diem, pero la realidad suele ser mucho menos ambiciosa y a menudo tenemos que conformarnos con sobrevivir, como aquel mismo día, que transcurrió seco como la colina de mis ensoñaciones. Regresé a Olavide con poca esperanza y salí de ella sin ninguna. Por la noche no quise abrir a Fedor, no quería que me viese llorando, tonto de mí. Horas más tarde el amanecer me sorprendería con los ojos abiertos, la cama revuelta y una botella vacía de pacharán tirada en el suelo. Sólo cuando perdí la pelea con la noche pude dormirme.
Lo dicho: Carpe diem


13. El café Clamores


Desperté con ganas de vomitar, cosa que hice antes de darme una ducha. Bajo el chorro regulable pensé en mi compromiso, que nada tenía de regulable. Grité con todo lo que me daba la garganta, aterrado por el circo romano que se avecinaba. Dejé pasar las horas tirado en el sofá, inmóvil, respirando lo justo. Más tarde, ya arreglado, frente al espejo, me dije que parecía un tipo normal; quizá es que seamos así los tipos normales: impecables barcos a la deriva.
Llegué temprano al café. Juan, el encargado, me estrechó la mano mientras preguntaba inquieto:
- ¿Preparaste algo?
Lo más sencillo, sin duda, hubiera sido decirle la verdad; me habría marchado por la puerta de atrás, sin cruzar más de tres palabras, mientras arrancaban mis carteles de la pared. Au revoir. Sin embargo, decidí sacrificarme:
- Claro – y que mi sangre cayera sobre ellos y sus descendientes.
Juan suspiró aliviado.
- Perfecto, perfecto. Tómate algo. Sales en media hora – y se esfumó por una puerta de acceso restringido. Tal vez fuese a lavarse las manos.
El local era amplio, con pequeñas mesas a pie de escenario, paredes anaranjadas. El humo de los cigarrillos parecía señalar el campo de batalla. La música ambiente era magnifica, de un saxofonista llamado Johnny no sé qué, un verdadero talento. La iluminación daba al café el aspecto de una película en blanco y negro, casi todo sombras y unas pocas luces perfilando las cabezas, aclarando el contenido de las mesas, subrayando las barras, los aseos y las dos puertas de emergencia ¿Por qué no escapar por allí? Mejor no. Todas las sillas estaban ocupadas. La voz de aquella multitud me recordó otra actuación en cierta sala, ésta vez yo de espectador, con Cosette en la mesa de al lado. Así nos conocimos. Barrí estos pensamientos apurando la copa. Aunque estaba a contraluz, entre penumbras, un tipo me abordó con un bolígrafo en la mano:
- ¿Podría firmarme un autógrafo? – y me plantó uno de mis libros -. Me llamo Simón.
Le clavé una mirada que no sintió. Escribí: Para Simón. Y mi firma. Entonces llegaron los elogios, como una avalancha.
- Simón, por favor, piérdase...
- Ya… - le dejé sin guión. Sólo tuve que girarme para que desapareciera.
No es que odie a mis escasos seguidores, al contrario, suelen ser personajes afines con los que comparto inquietudes, sólo que, llegado a este punto de mi vida, tampoco me aportaban nada. Ya sé que para unos pocos soy alguien especial, pero qué significa eso en el fondo; casi nada, de verdad, no los volveré a ver, en cuanto tengan prisa me darán la espalda, sumándose a mi colección de espejismos y ya tengo demasiados. Por eso intentaba relacionarme con el mundo a través del lápiz y la cámara. Lo demás lo daba por imposible.
La música de Johnny se esfumó. Pedro empezó a hablar en el escenario. Aplausos. Había llegado la hora. Las manos me temblaban. Volví a mirar la puerta de emergencia pero mis pies, los muy traidores, me llevaron directamente al calvario. Quedé sólo. Más aplausos. Apagaron las luces de la sala, los focos multiplicaron mi presencia, acercándome a todos, a todo. Parecía la secuencia cinematográfica del juicio final: austeridad en la forma, luces y sombras poderosas que conferían a la escena una nitidez xilográfica, un primer plano de mi rostro de una desnudez violenta, vencido de antemano frente a los jueces invisibles, implacables, que aguardaban tras los focos.
Transcurrió mucho tiempo, un minuto interminable o más, durante el que mantuve la vista en el suelo, bajo el peso de la impotencia, rodeado de un silencio culto. Pensé que la cabeza me iba a estallar y me alegró la idea, así ofrecería un espectáculo inolvidable a aquellos jueces que ya se removían en sus sillas susurrándose terribles mensajes desaprobatorios. Alguien silbó, quizá el vengativo Simón, o cualquier otro, qué más da. Abrí los abrazos y dije entre dientes: Perdónales porque no saben lo que hacen…
Entonces sentí un latigazo en la columna, una especie de descarga intelectual que sacó de mis tinieblas un manantial puro y desconocido lleno de agua fresca, de ideas.
- El peor regalo del mundo - y la tormenta que acechaba desde las mesas trocó en silencio.


14. El peor regalo del mundo


Ayer me dieron el peor regalo de mi vida. Al principio me quedé sin habla, pero después, en cuanto recuperé el aliento, tuve que hacerme el agradecido. Se trata de un reloj de pulsera y ahora mismo lo tengo en la palma de mi mano. Pesa poco y está frío. El segundero me irrita mucho si acerco la oreja a la esfera de cristal y escucho su tictac estéril.
Esta mañana bajé a la tienda de la esquina y compré una jaula. Ahora mismo lo pondré entre rejas. Así. De beber agua y de comer lo justo, no vaya a coger fuerzas y desmadrar las cosas, que con el tiempo no conviene andarse por las ramas.
Dejo pasar la tarde tumbado en el sofá, viendo la televisión o no haciendo nada, que también lleva su tiempo. La apatía me llena de placer. De vez en cuando echo una mirada a la jaula, de soslayo, no vaya a creerse que lo considero importante, y allí está, de cara a la pared, que con él nunca se sabe. Entonces, en el silencio de la casa, oigo sus latidos. Esto me aterra, no estoy preparado. Pongo la tele y, aunque sus latidos se esfuman, siguen ahí. Lo sé.
Después de un mes, parece que ha entrado en razón; apenas se le oye e incluso parece más pequeño e insignificante. Por eso lo cojo con cierto recelo y me lo pongo: ¡parece tan inofensivo! Pero entonces siento un escalofrío y llega la noche y, sin aviso, el día, y la ventana se ha convertido en una pantalla sin control desde la que se pueden ver a los astros corriendo por el cielo cual centellas y tengo que quitármelo o moriré de viejo con él en la muñeca.
Pasó un año a pan y agua. Ahora lo manejo a mi antojo. Eso sí, al principio me costó unas cuantas canas. Guardo la jaula bajo el fregadero. A veces se la enseño y se acobarda. Sé que ya es mío. Seguro.
Últimamente me he estado planteando algo muy extraño, me lo pide el cuerpo y no sé por qué. Quizá por esa razón no me canso de mimar al reloj, de tenerle a capricho. Sé que lo que le pido es mucho, una sumisión total y eso para el Tiempo es muy duro, tan orgulloso que es. Puede que no quiera escucharme y me arda en la muñeca. Correré ese riesgo.
Aunque parezca increíble, sí que quiso. Puede que esté cansado de su destino inacabable. Nunca lo sabré con certeza. Ahora él ha desaparecido en la carne y su tictac lo marca mi corazón de hierro. Poseo su espíritu y eso me hace eterno. Por eso entiendo el apego que llegó a tener por el calor de mi muñeca: aquí uno está alejado de todo menos del frío invierno de las eras y no ceso de alejarme de vosotros, y de vosotros, y de vosotros…
… que ni siquiera sois estrellas fugaces.


15. Alegría


Clamores rompió en aplausos. Lluvia celestial sobre mis cauces secos. ¡Que no cesen nunca! Pero la lluvia cesó, y una mano amable, la de un Pedro sonriente, me ayudó a bajar del escenario. En la barra me rodearon las sonrisas, las palmadas en la espalda, las palabras de admiración. Yo regresé aturdido al pacharán y Johnny a su saxo. Empezaba a preguntarme de dónde me había sacado el cuento, cuando Pedro me entregó un sobre verde claro, sellado con cera amarilla:
- Esto es para ti… - lo abrí. Había una hoja. Decía:

Te espero el sábado en Olavide.

Fdo.: Una llave

Era ella. ¡Ella!
- ¿Dónde está? – pregunté invadido por el vértigo.
- Se marchó después de dármelo.
- ¿Hace cuánto?
- Dos o tres minutos, tal vez menos…
Salí del café hecho un torbellino. La gente circulaba por la calle como pesados tranvías de semblante melancólico, atrapados en los raíles de lo cotidiano, bajo la luz de las farolas que emulaban con tristeza al sol. En la acera de enfrente una chica me observaba apoyada en la pared. Tenía un tic nervioso en la comisura de la boca y un pendiente plateado en la nariz.
- ¿Has escrito tú esto? - tras echar un vistazo a la hoja, negó con la cabeza de mala gana.
Bajé a la Puerta del Sol sumido en la confusión, batiendo las aceras como un cazador que persigue un rastro invisible. Paré bajo el reloj de la torre como un robot que se quedase sin batería, rodeado por la multitud agrisada, pegado a una baldosa de por vida, dando vueltas y más vueltas a las caras, en un bucle sin sentido del que salí tras un chispazo de ilusión, al recordar la cita. Caminé entonces hasta la plaza de Opera y de ahí al interior de una pulpería abarrotada.
- ¿Qué desea, joven? – gritó el camarero.
Había entrado allí como una hoja que cuela el viento, revoloteando de esperanza.
- Una copa de pacharán – según lo dije, me supo mal -. No, mejor póngame un refresco...
- ¿Una coca-cola?
- Por ejemplo.
- ¿Quiere algo para picar?
- No...
Tenía que contárselo a alguien, aunque fuese a aquel desconocido; me quemaba en la boca:
- ¿Sabía usted que estoy enamorado?
- Qué bien, ¿no? – mensaje recibido; desvié la mirada al infinito y, sin dejar de sonreír, apuré de un trago el invento. Una anciana cubierta de pieles jóvenes aguardaba en la parada de Taxi. En cuanto surgió el primero libre, me adelanté unos metros, no fuera a pensarse la vieja. El taxista resultó ser un encantador de serpientes, hablaba sin parar, algo sobre unas obras junto a su casa. No tardó demasiado en desviarse del camino. Cerré los ojos y le dejé hacer. Mientras el taxi se arrastraba por la ciudad, yo me paseaba por el cementerio junto a Pedro, tomados de la mano, bajo la lluvia que tanto necesitaba mi interior, empapándonos de felicidad. Llegamos al panteón familiar de los Duarte. En la placa, bajo el resto de nombres, estaba el mío:
- Entra.
- No.
- Son 22 euros.
- No.
- ¿Cómo?
La voz del taxista me arrancó del cementerio. ¿22 Euros? Era el doble de lo normal. Pagué la suma sin rechistar. Luego llamé a Fedor. Mientras sacaba unas cervezas del frigorífico me preguntaba si sería capaz de contarle algo. Mejor no: sus ojos tristes profanarían mi alegría. En todo caso, algo debió de percibir, quizá un cambio en mi humor. Se movía inquieto en el sillón sin saber qué hacer con la lata. Puse la televisión para relajarle: imágenes de una carga policial, un charco de sangre, una mujer gritando. La lata dejó de moverse. Fedor caía de nuevo en su impotencia.
Cogí el teléfono y marqué un número al azar. Alguien descolgó al otro lado de la línea.
- ¿Diga? – el tono delataba cierta irritación; era medianoche.
- Soy yo.
- ¿Quién eres tú? – espetó irritado.
- ¿Qué más da quién sea? Tengo que contarte algo importante – el otro guardó silencio -, estoy enamorado…
Colgó sin responder. Vaya genio. Probé con otro número. Nadie lo cogió. Fedor despachaba su segunda cerveza cabizbajo. No sé de dónde sacó la fuerza para decirme:
- Si quisieras contármelo a mí…
Respondí apagando el televisor y la luz del salón. La oscuridad estornudó. Era Fedor. Seguía ahí. Pobre. Entré en mi dormitorio. Cerré la puerta. Necesitaba reflexionar, ordenar las ideas, pensar en ella. El encuentro en Olavide no pudo haber sido casual. Debió de haberme seguido, esperando su oportunidad. Ésta llegó al tirar la hoja al suelo. Improvisó su respuesta, sobre la marcha... Puede, pero no cuadraba: semejante respuesta no se podía improvisar así como así… Qué más daba: nunca había sido tan feliz. Colmado por aquellas sensaciones, me arrebujé bajo las mantas como un gorrión en su nido. Cerré los ojos para dejarme llevar por un futuro que pintaba menos amargo.
Ferdor estornudó en el salón. ¡Será posible!


16. Peregrinaje


Desperté agitado por los sueños, en los que ella reinaba sin esfuerzo, gloriosa obsesión que no me abandonaba, que me atrapaba entre las sábanas, sin piedad. El corazón brincaba en mi pecho, como queriendo decirme algo. Decidí romper mi cuadrícula. En primer lugar no iría al banco de siempre, no divagaría apartado en cualquier rincón, necesitaba abrirme al mundo, tener los ojos bien abiertos. Observaría la ciudad sin recelos, bueno, sólo con los imprescindibles. Trataría de reenfocar la vida de un modo más amable, menos venenoso. Queda claro que me había levantado pleno de esperanza, de fe, sí, fe, esa curiosa indisposición del entendimiento pariente de la ceguera. Busqué la palabra amor en el diccionario; la primera acepción decía: Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser. La clave estaba en partiendo de su propia insuficiencia. Pues ¿quién no es profundamente insuficiente? Quizá el loco sin remedio, encerrado en la cáscara de su perdición, ajeno a la luz del sol o a la sombra del árbol que nace y crece libre. Por eso me dije que visitaría a Ryu, un viejo amigo, filósofo y loco por devoción. Le hablaría de mis inquietudes; quizá me diese algún consejo.
Entré en una cafetería disfrazado de domingo. La habitaban un camarero de semblante adusto y un parroquiano con la boina enroscada que leía el periódico sentado en una de las mesas del fondo. Pedí café con bizcochos. Blandía el primero de éstos cuando una cuadrilla de obreros rompió la tranquilidad reinante. Su dieta era sencilla: anís, gritos y cigarrillos. Tenía cuatrocientos euros en los bolsillos y bastantes ganas de saciar su gula. Sopesé invitarles hasta hacerles reventar y que pidiesen auxilio, pero eso requeriría tiempo y yo necesitaba contarle a Ryu lo enamorado que estaba. Dejé un par de monedas sobre el mostrador y marché enfurruñado.
Anduve directo al abanico de rascacielos que mordía el horizonte, centro simbólico de la cárcel en la que todos, sin excepción, estábamos atrapados. El sol facilitaba mi peregrinaje. Mientras la Castellana hervía de tráfico, su bulevar aparecía abandonado con algún que otro ciclista pedaleando a lo lejos, un perro paseando a su dueño y un par de mendigos (un hombre y una mujer) leyendo sendos libros de Kant sentados en un banco. Avancé bajo las ramas de olmos y robles. Media hora más tarde pasé por calles y plazas en donde tipos con corbata andaban apresuradamente de un lado para otro, con los móviles desenfundados, bajo la sombra de las torres. Cierto escritor dijo que el hombre feliz es el hombre sin camisa. ¿Qué puedo añadir? Tal vez que el hombre feliz es el hombre sin móvil. Me obligué a caminar despacio, modesto revolucionario de las actitudes, protegiendo de ese modo la llama de mi esperanza de aquel trasiego sin fundamento.






17. El huerto


Entré en un callejón apartado. El suelo estaba cubierto de basura. Las voces de la ciudad se transformaron en un murmullo incesante, disparatado. Las paredes pintarrajeadas parecían la piel de un organismo agonizante. El callejón terminaba frente a una puerta de metal gris, rallada hasta la saciedad con garabatos de todo tipo. La puerta contaba con tres cerraduras, una mirilla y una aldaba con forma de berenjena. Tomando la hortaliza, llamé dos veces; el callejón se llenó de un sonido metálico que se repetía en una sucesión de ecos cada vez más débiles. Ryu abrió la puerta.
- ¿Tú? – lucía un sombrero achatado, un kimono negro y unos zuecos con incrustaciones.
- Sí, yo – debía ser escueto.
- ¿Por qué?
- Por qué no.
- En fin - dio un suspiro- : pasa, pasa…
Pasamos a un salón amplio con una mesa en el centro cubierta de apuntes y varios cuadernos. Tres grandes estanterías cubrían las paredes de libros. Dos sillas y el retrato impresionista de una lechuga completaban la escena. Seguí a mi amigo por un pasillo con forma de “L”, dejando atrás habitaciones rellenas de penumbra, siempre tres o cuatro pasos detrás de él, sin decir palabra. Manchas de humedad que cubrían el techo y las paredes. Cruzamos la mosquitera que daba al huerto.
El huerto era un confuso y fragante anacronismo cercado por los rascacielos. Un oasis imposible de cuatrocientos metros cuadrados repleto de verduras, frutas y hortalizas. Era el foro íntimo de Ryu, la plaza central de su Yo, un rincón donde filosofar y crecer abstrayéndote de la ciudad. Ryu ya no dependía tanto de los libros. Había hallado en el huerto nuevas fuentes de placer y conocimiento basadas en el trabajo físico, la contemplación de la naturaleza y el análisis elemental de las cosas. Según su Teorema de la Existencia, un calabacín es perfecto y una idea, por elevada que sea, es irremediablemente imperfecta. El calabacín representa a la piedra, a la estrella y, por extensión, al hombre en su forma más terrenal, mientras que las ideas son maleables y conducen a una constante confusión. Llenos de ideas jugamos a ser Dios sin tener la hipotética escala de éste. Pensamos y destruimos en base a nuestras limitadas posibilidades. Ni un palmo más ni un palmo menos. El hombre – como el árbol o como el saltamontes - está atrapado en su fórmula y la constante de Dios, que no resuelve nada, dificulta el conocimiento propio. No hay conclusión correcta que sea ajena a la experiencia de la realidad. Lo contrario se llama fe. El filósofo, gracias a las ideas, puede demostrar que el hombre es libre, pero también que no lo es. Igual de bien. O que Dios existe o no existe. Se trata de un cheque en blanco. El hombre de hoy en realidad no es libre. Sus ideas a veces sí, pero con las ideas no se come. Tal vez la libertad sea un estado que no nos corresponde. La ciudad se impone sobre todos nosotros convirtiendo las calles en ratoneras por las que pululamos sin rumbo ni criterio, llenos de ideas ajenas...
Ryu comenzó a arar la tierra. Sus brazos brillaban tensos como cuerdas. La azada cortaba el aire con un silbido sistemático. Como en otras ocasiones, nos observaban desde los edificios, ojos sobre ojos, tras los cristales. Parecíamos los monos de un Zoo, sólo que no estábamos en el zoo, estábamos en el huerto. ¿Quién estaba aquí enjaulado? ¿Ellos o nosotros? La voz inesperada de Ryu rompió el hilo de estos pensamientos que no iban a ninguna parte:
- Cuando lo hayan edificado todo, incluso los parques, matarán por el huerto – lo dijo sin apartar la vista de la tierra. Continuó -. Éste es el último de la ciudad. Tarde o temprano llamarán a la puerta. Espero no estar aquí para contarlo.
- ¿Les abrirás? – mi amigo asintió.
- Y me echarán de aquí, y como no sabrán qué hacer con la tierra, llegarán los de siempre, los que matan la tierra y levantan edificios, uno más, quizá más grande que el resto... Será su último triunfo. La ciudad de hoy está tan llena de nada que no cabe ni la ética. ¿Quién necesita a Aristóteles si tenemos cien canales de televisión que no cesan? Tal vez los filósofos deberíamos comprarnos uno de esos cacharros y llenarnos de vacío.
El huerto, sin embargo, no corría peligro; el destino estaba fraguando ya otros planes. Quién me iba a decir entonces que mis preocupaciones estaban tan ligadas a aquel terruño…


18. Historia de Ryu


Antes de continuar, presentaré brevemente a mi amigo, un hombre único, autosuficiente y bastante excéntrico que heredó el huerto y la casa de un familiar desconocido, igual de excéntrico que él seguramente. Cuando alguna vez le pregunté por la identidad de dicho familiar, su respuesta fue siempre ambigua:
- Alguien lo suficientemente loco como para conservar este terruño atrapado entre rascacielos.
Desde entonces compaginaba la azada con su Enciclopedia del Nihilismo; se le oía decir a menudo:
- La existencia humana carece de propósito individual. No existe un fin sino una serie de incidentes más o menos espontáneos.

Una de sus frases favoritas se la debemos a Goethe:

Soy el espíritu que siempre niega.
Y ello con razón, pues todo lo que nace
no vale más que para perecer.
Por eso sería mejor que nada surgiera.

De Nietzsche tenía predilección por la siguiente:

Toda convicción es una cárcel.

La ciudad lo era.
Hace años Ryu atacó mi obra con crueldad. Transcribo uno de sus párrafos:

“Su nihilismo termina justo dónde empieza él. Su carne no está hecha del barro del Génesis sino de un egoísmo apocalíptico. A lomos de una ciudad a la que ama en el fondo galopa su tristeza resentida. Huyamos de su prosa y no nos dejemos aplastar por los cascos de su rabia.”

Decidí pedirle explicaciones. Fui a un café que Ryu frecuentaba. Ante la incredulidad de clientes, discutimos en la barra dando voces como niños en el patio del colegio, sentados a una mesa pegados a sendas botellas de vino, en la puerta del local, ya al marcharnos, a punto de llegar a las manos, caminando luego por la Gran Vía como animales enrabietados y justo antes de entrar al cine. Dentro echaban no recuerdo qué clásico del cine mudo. Contagiados por su mutismo, no abrimos la boca. Tampoco hablamos al salir del cine. No recuerdo si nos despedimos. Imagino que no. La película nos había dado una lección de mesura.
Dos días más tarde publiqué una obra a su medida:

La moneda

Al final, cuando la experiencia se agota y no hay dónde apoyarse, sólo queda el azar, moneda de varias caras, juego de luces y sombras que gira en el aire del destino, a punto de dar su último veredicto, que esperamos con la boca abierta, al fin silenciosa; y la moneda gira y el tiempo se extiende como algo oscuro e indeterminado, un manto gris que nos cubre borrando cualquier salida, atrapándonos más si cabe, ligando nuestras esperanzas al azar que ya baja, proyectando su sombra sobre nuestras cabezas, a punto de dar el golpe, la caricia o el susurro tibio que ni siquiera nos roza, mientras la incógnita crece, la moneda desciende, se hace grande, y ya no podemos pensar en otra cosa, nos acapara, en cierto modo ya somos de ella, su juguete con o sin futuro a punto de romperse o de seguir funcionando con una alegría regalada. No nos movemos, no se nos ocurre, no vayamos a cambiar el curso favorable de nuestro destino, agazapados bajo el cascarón de viejas supersticiones, cerrando los ojos, apretando los dientes y rogando por cualquiera de los dioses con los que tropezamos en el trapecio de esta vida esquemática. La suerte está echada, la moneda cubre el horizonte, está aquí, con un zumbido agudo y terrible, un tren a toda máquina a punto de arroyarme, me duelen los dientes, me clavo las uñas en la palma de la mano al presentir el impacto inmisericorde, pero la suerte hoy sí que está de mi parte, la fatalidad ni siquiera me roza, el zumbido desaparece, la moneda no existe.
Salgo del cascarón a contrapié como un polluelo regalado a la vida, observando el viejo mundo con ojos nuevos, sonriendo por inercia, sin grandes expectativas ni preocupaciones, creando un nuevo camino, ancho y luminoso, a cada paso, el camino de esperanza humilde y efímera; lo enfilo sin determinación, como un vagabundo sin techo esta noche.
La vida me dio una tregua, por eso sumo cada paso, cuento cada sonrisa, olvidando a menudo que, lo quiera o no, la siguiente moneda ya me persigue.

Adjunto un extracto del comentario de Ryu:

“… en su último texto observo cierto brillo, una patina de lucidez que quizá se materialice en una rectificación a tiempo. ¿Acaso el escritor se está redimiendo? Puede, pero quién sabe. “

No volvería a escribir sus críticas con tanta saña hacia mi persona. Ignoro por qué razón empecé a visitarle en su casa. Sé que no tiene sentido. Tampoco lo tiene que me dejara entrar sin más. Al principio no cruzábamos palabra. Pasaba el tiempo en algún rincón, bien a la vista, sin molestar.




19. La conversación


Pero regresemos a nuestra historia, que los recuerdos pueden llevarnos a la confusión:
- ¿A qué has venido? – gruñó Ryu mientras labraba vigilado desde las torres.
- Necesito contarte algo. Sólo quiero que me escuches – Ryu me observó desde sus profundidades tres o cuatro segundos, toda una eternidad entre él y yo, se giró y siguió trabajando. Interpreté aquel silencio como un sí, cuéntame lo que sea y lárgate.
Le hablé entonces del encuentro con la chica en Olavide, del folio que tiré llevado por la impotencia y de la llave que me fue señalada; también le hablé de mi ruptura con Cosette, a la que había dejado de querer, de mis problemas de inspiración que tanto me atormentaban y de la sequía de mi espíritu, sin entrar en los detalles de mi barca y el mundo de mis sueños; terminé contando la actuación en el Café Central, vencido sobre el escenario, casi moribundo, del éxito inesperado, repentino, inexplicable, de la nota y su cita, de mi vagabundeo por la ciudad dando vueltas en su búsqueda, ciego ya. Tras el monólogo, que duró más de diez minutos, guardé silencio. Decenas de ojos continuaban observándonos desde las torres. Ryu no dejaba de arar. El olor de la tierra abierta era agradable. Un olor puro, a tierra mimada y a fruto. Después de contarlo me sentía bien.
- ¿Oyes la ciudad? – por fin habló. Yo asentí agradecido – A veces da miedo estar ahí fuera, ¿verdad? Pero ya ves, este rincón es pequeño y ¡tantas veces pienso que no quepo! Por eso debo salir y enfrentarme al mundo, por ejemplo a ese enjambre de cláxones que suena ahora mismo, o a cualquier otra cosa, da igual, fuera campa a sus anchas la agresión y la indiferencia. Hablas del amor, yo de detonantes. Perdiste la inspiración, se te cayó por los bolsillos, y si la recuperas será por ti, no por ella, ella puede que sea un detonante, pero no la inspiración en sí misma. Esta te pertenece. El que te apagues como una vela o ardas como un bosque de palabras está en tu mano. Anhelas la felicidad con minúsculas, la has vislumbrado y te gusta, pero para eso debes ser dueño de ti mismo. ¿Te lo imaginas? Difícil, ¿no? Ambos somos de los que odian las monturas, incluso de aquellas que dicta el sentido común… Déjate llevar. Lo tuyo fue siempre ser un barco a la deriva y me parece bien, vas a lo tuyo, no perteneces a nadie, bueno, sí, a ti mismo, en eso eres un verdadero esclavo, pero nunca se sabe, a lo mejor dentro de ti está la llave de la que tanto hablas.
Ahora puedo decir que mi amigo estaba en lo cierto.


20. El libro


Salí de casa de Ryu de un excelente humor. Tras el paréntesis del huerto, los bajos de Azca se me antojaron más enrevesados que nunca; al pasar frente a un Mc’Donalds atestado de corbatas exclamé ¡más madera!, pero si alguien me oyó, no me hizo caso. Lógico: en la ciudad casi todo era invisible, sólo relucían las marcas.
Bajé por el bulevar de la Castellana silbando alegremente. Columnas interminables de vehículos avanzaban a tirones rojos, amarillos y verdes, manadas artificiales y enfurecidas que se humeaban entre sí sin respeto alguno. Los mendigos habían desaparecido. Sus pertenencias rodeaban el banco. Parecían abandonadas. Eran cuatro carros, alienados con evidente sensibilidad geométrica, repletos de bolsas, mantas, ropa casi inservible, varios paraguas y un buen número de libros. Dos palabras vinieron a mi mente: biblioteca callejera. Dos ricas voces que se multiplican cuando están juntas. Sentí curiosidad por aquellos ejemplares cuyo destino estaba en la intemperie. Eran títulos de Aristóteles, Descartes, Schopenhauer y Russell, de Santo Tomás de Aquino, Kepler, Nietzsche… Mucho peso para cuatro carros de la compra. Seguí husmeando. Bajo un montón de bolsas y cachivaches descubrí tres libros más, en edición de bolsillo. El temor a que regresasen los mendigos aumentaba con cada segundo. Aparté los trastos y tomé los libros: El martillo roto, La dentellada, El libro de juguete... Resoplé angustiado: ¡Eran mis libros! Bueno, al menos los dos primeros; el otro, El libro de juguete, en él, aunque yo apareciese como autor, no era mío, nunca había escrito algo semejante.
- No puede ser…
Pensé que los individuos que paseaban por el bulevar, los que circulaban en sus coches echando pestes por la boca e incluso los que se asomaban por la ventana de alguno de los edificios cercanos - o sea, todo el mundo -, eran cómplices de una sofisticada broma en la que se divertían a mi costa, pero la ciudad marchaba indiferente, con una cotidianidad demoledora, ese tipo de normalidad ajena a mi persona y al humor.
Leí el primer párrafo:
“El libro descansaba sobre la silla; sus tapas rojas resaltaban como el fuego, con el título en pan de oro: El Libro de Juguete. No era la primera vez que me cruzaba con él. Tampoco sería la última. Leí las primeras líneas con una sensación de Déjà vu que me llenó de emociones contradictorias, las líneas se repetían en mi cabeza como un eco interminable, enigmático, un juego de espejos en el que yo, quizá, no era más que un reflejo, o el reflejo de un reflejo, o el reflejo de un reflejo de un reflejo…”
Hojeé el resto; las tres cuartas partes estaban en blanco: La última página escrita empezaba así:
“Salí de casa de Ryu de un excelente humor. Tras el paréntesis del huerto, los bajos de Azca se me antojaron más enrevesados que nunca; al pasar frente a un Mc’Donalds atestado de corbatas exclamé ¡más madera!, pero si alguien me oyó, no me hizo caso. Lógico: en la ciudad casi todo era invisible, sólo relucían las marcas.”
Estaba desnudo, pequeño, insignificante frente a algo inabarcable a lo que no supe ponerle nombre. Busqué otra vez alguna pista, en la calle, dentro de los coches, en lo alto de los tejados, tras los setos mal cortados, en los escaparates de los comercios; en cualquier parte menos dentro de mí, para qué ojear tan profundo, no tenía sentido, ¿verdad? Un gorrión se posó en una rama. Al verme, se marchó. Mi mirada, sin embargo, no lo hizo; siguió prendida en la rama como una hoja perenne, llena de sentimientos y que no atiende a razones. Cuando al fin solté la rama, mi mirada cayó revoloteando sobre el libro, ése que no había escrito, y lo hizo con infinita tristeza. No sé por qué vino a mi memoria una antigua cita: el amor es el único futuro que Dios nos ha dado. Sí, qué importaba lo demás. Pero sí importaba. Estaba inmerso en un torbellino de emociones, con el libro de juguete en mi pecho, diciéndome que quizá debería quemarlo o aguardar a los mendigos para interrogarles o para seguirles allá dónde fueran, cualquier cosa con tal de no parecer un objeto inanimado al antojo de la intriga (o broma de mal gusto) que el destino me había deparado, pero como las hechuras de héroe siempre me habían venido grandes, sucumbí sin aspavientos, asumiendo la prudencia como un mal menor. Dejé los libros en su sitio, asolado por unos remordimientos que se habían propuesto, sin consultarme, ponerme las cosas lo más difícil posible. Antes de irme de allí hice fotos al banco y a los carros, a los árboles y a un parterre lleno de margaritas, a un autobús de línea y a un par de edificios, al bulevar solitario, a una estatua a la que le faltaba la sonrisa y un brazo, y al cielo azul, que me salió entre rejas de tantas ramas que le puse de por medio. Me dije que esas fotos me unirían para siempre - aunque débilmente, eso sí - a mi libro no escrito, precisamente a éste. Ni qué decir que estaba mucho más unido a estas líneas de lo que jamás hubiese podido sospechar. El libro y yo éramos (somos) una misma cosa, un todo indivisible, una de cuyas caras está hecha de carne y voz; la otra de papel y palabras.
Está escrito.


21. El asteroide


Al llegar a casa, cerré con llave, bajé las persianas y desconecté el teléfono. Dentro de aquel aislamiento – más psicológico que otra cosa - hallé cierta tranquilidad. Después de comer un trozo de queso alumbrado por el frigorífico abierto, tomé la reproducción de La noche estrellada de Van Gogh, la Serenidad, del dormitorio y me senté en el sofá del salón, frente al cuadro, que había apoyado a la sazón en el respaldo de una silla. Poco a poco fui cayendo en sus azules como un suicida de las emociones.
En cierta ocasión Van Gogh dijo que muchas noches parecían estar más ricamente coloreadas que el día. Así nos explicamos el exuberante centelleo de sus estrellas o el encendido reflejo de las luces de gas en el río. Así comprendemos cómo la noche de Van Gogh transforma el borde de la ciudad, el dibujo de los caminos y la presencia latente de los campos y las montañas, en mágicas extensiones a pie de tierra del firmamento. Caminar en la noche nos aleja de la ciudad, bajo las estrellas y un manto de silencio. El día nos saca de este sueño y nos devuelve al asfalto. Van Gogh hizo sus retratos de la noche a oscuras, valiéndose únicamente de unas pocas velas que colocaba en el ala de su sombrero o en el caballete. Siguiendo su ejemplo, encendí tres velas y apagué las luces. El salón se transformó en el interior de un asteroide hueco que vagaba por el firmamento alejándose de la ciudad, de mis temores. Cada vez más sereno, observé el detalle de la pareja del cuadro: paseaban en tranquilidad, reforzando la atmósfera de paz y armonía de la obra. Recé mis oraciones por verme así, paseando junto a ella: dos almas en la noche enamorada alejándose de la ciudad.


22. La fábrica


Caí en un sueño del que no guardo ningún recuerdo. En un momento dado sentí la señal de Fedor, dos golpes en la puerta, pero no estoy seguro, quizá sólo fuese producto de mi imaginación. La noche siguió su curso. Cuando abrí los ojos, la luz de las velas se había apagado, la oscuridad era perfecta. El perro del vecino gemía. Un coche pegó un frenazo en alguna parte. Volví a quedarme dormido. Desperté de nuevo; el reloj marcaba las 04:56: ¡Había llegado el gran día! Salí al balcón con la cabeza llena aún de sueño. Hacía fresco. Observé la calle arropándome con los brazos; no se veía un alma. Al fondo, subrayando el perfil de la noche, destacaba la autopista de circunvalación y el trasiego interminable de vehículos, un baile de fantasmas carente de sentido en el que los mismos coches parecían pasar sin descanso, atrapados en la nada absoluta. Pensé que la autopista era un anillo hecho de alquitrán y gases que rodeaba la ciudad como una soga cada vez más prieta. Claro, detrás de cada soga hay un verdugo. ¿Cuál sería el nuestro? La fábrica del Sistema, una institución muy antigua, transformada por el poder a su gusto, ampliada o reducida según el viento que soplase y cuyos mecanismos siempre debían de estar sintonizados con los intereses supuestamente generales de la ciudad, en donde hondeaba el pabellón de la modernidad, palabra que sin esfuerzo se convertía en sinónimo de bienestar. Su propaganda era tan sencilla como efectiva: fabricamos los más altos valores que ha tenido el hombre. No existía autocrítica, la fábrica no tenía que ver con eso, lo suyo era la manipulación de la materia y el sortilegio del alma. ¿A quién le importa el bosque si el árbol cubre nuestras expectativas?

… donde la ignorancia es dichosa, es de estúpidos ser sabio.[1]

La autopista era la frontera de nuestro pequeño mundo de asfalto. Más allá habitaban las incógnitas y quién sabe si la libertad.


23. Cristales rotos


Un tipo surgió en la noche. Tras mirar a todas partes y no sentirse observado, penetró en el aparcamiento. De un golpe seco, con una barra de hierro que había sacado ex profeso del interior de su cazadora, reventó la luna de un coche rojo, propiedad profusamente encerada de uno de mis vecinos. Tras esto, aguardó agazapado, y como nadie se inmutó, siguió despachando vehículos con gran dedicación. Mi coche, un artefacto sin el menor interés, estaba aparcado a menos de diez metros del vándalo, en el lugar dónde lo dejara Cosette. El tipo empezó a romper lunas y ventanas, faros y espejos sin descanso, desatando el fragor de las alarmas. ¿Es que nadie le escucha? Cuando llegó al mío guardé la respiración, hasta el primer golpe, claro, justo en el centro de la ventana del conductor. ¿Se trataba de un iluminado dedicado a purificar la ciudad de tanto vehículo o simplemente era un vándalo? Difícil de contestar en aquel momento. Quizá fuera ambas cosas. Entonces alguien gritó, se encendieron las luces de varias casas y el tipo se esfumó como alma que se lleva el diablo.



23. La ofrenda


A las siete en punto bajé al aparcamiento preparado para la gran cita. Un grupo de vecinos hablaba en el aparcamiento con sus seguros. Recogí los cristales del coche a desgana, cubrí las dos ventanas rotas con un plástico y me marché de aquel grupo malhumorado, no se me fuese a contagiar su obsesión por la propiedad.
El viento agitaba las copas de los árboles. Grandes nubes cubrían el cielo. Olía a tormenta: ¡Qué hoy no llueva! Leí el parte metereológico en un quiosco: chubascos; temperatura sin cambios. ¡Ojalá se equivoquen! Como era muy pronto, me acerqué al cementerio. Compré un ramo de rosas blancas en un puesto. Las tumbas tenían un aire más gris y olvidado que de costumbre. Caminar por aquellas avenidas solitarias me encogió el alma. Una bandada de gorriones rastreaba el suelo en busca de comida. Se movían en grupo, dando saltitos. Luego echaron a volar; todos menos uno.
¿Serás tú el de ayer?
No me quise contestar: el amor era lo único que importaba. Lo demás eran asociaciones, ideas y humo, demasiado humo.
Seguí mi camino.
Un relámpago azotó el horizonte. Segundos después tronó el cementerio. El viento agitaba el ramo de rosas, alborotando sus pétalos. Lo protegí con los brazos, sin apretarlo apenas, caminando de lado. Al llegar al sepulcro de mi amigo Pedro Duarte, el corazón me dio un vuelco; alguien se me había adelantado en poner un ramo de rosas blancas con motitas encarnadas, recién cortadas, envueltas en papel transparente con detalles plateados en el macetero central. El ramo era idéntico al mío. ¿Qué hacían ahí esas flores? ¿Con qué motivo se me habían anticipado?
Una gota helada cortó de raíz estas divagaciones al colarse por el cuello de mi camisa. Las nubes estaban preñadas de tormenta. Otra gota cayó cerca. Dejé mi ramo junto al otro:
- Como ves, Pedro, nos acordamos de ti. Deséame suerte…
Las nubes soltaron más gotas de advertencia. Si no salía de allí acabaría calado hasta los huesos. El viento se aceleró, revolviendo la soledad que me rodeaba. Atrás quedaba mi pequeño amigo, bajo el mármol inflexible. Marcado de los goterones, me refugie en el puesto de flores. Un cliente aguardaba con un ramo de claveles en la mano.
- Señora, hace un rato compré unas rosas, ¿lo recuerda? –la florista, preocupada en proteger su genero, asintió después de un rato -. ¿Podría decirme si hoy alguien más le ha comprado un ramo de rosas blancas?
- ¿Hoy? – preguntó metiendo una caja tras el mostrador.
- Sí, hoy – y como esperaba que su respuesta fuese sí no entendí su no - ¿Qué ha dicho?
- Que no… - refunfuñó mientras el otro cliente negaba también con el ramo de claveles.
Me entretuve contemplando la lluvia y el brillo de las calles mojadas, el cielo recortado por los relámpagos y el paso renqueante de algún que otro vehículo con los limpiaparabrisas a toda máquina. En realidad, no estaba allí, en el puesto de flores, estaba con ella, tomando un café o haciendo cualquier otra cosa.
Cuando al fin escampó, compré una rosa roja. No abrí la boca durante la transacción. La florista tampoco. Me esfumé de aquel microcosmos mudo y floreado esquivando charcos y pesimismos.
Por fin iba a salir el sol.
1.Gray

Óscar Montes Trinidad - Historia de un hijo de puta

El volumen del televisor es tan alto que no escucho a Mari, mi mujer, cuando me pregunta algo sobre la comida que está preparando en la cocina. Aunque insiste, no la hago ni caso. A ver si entiende de una vez que están echando las noticias, y ya sabe lo que me gustan, sobre todo los deportes y el tiempo. Con un gesto distraído le digo que sí, que haga lo que quiera, que me comeré lo que me ponga. Algo después, sentado a la mesa, atento a la pantalla, observo un instante, de refilón, el plato de potaje que Mari me ha puesto delante.  Parece estar en orden.  Empiezo a comer distraído con el resumen de la jornada trigésimo sexta de la liga de fútbol nacional, especialmente determinante al tratarse de la penúltima de la presente temporada. Según su costumbre, Mari come en silencio, con la vista perdida en el ventanal del chalet. Me preocupa. Se lo he dicho mil veces: deja de soñar y ten los pies en el suelo. Pero no entiende. Me zampo el postre sin mirarlo siquiera, ya que llevo prisa y el hombre del tiempo está dando el parte de mañana: soleado. Como a mí me gusta. El noticiario da paso a los anuncios publicitarios.  Veo unos cuantos mientras me preparo para ir al trabajo: ¡Qué bien hechos que están los jodios! Da gusto verlos. Tengo que salir ya: ¿dónde estará mi mujer? En la cocina, supongo.  Pero llevo prisa, me despido a viva voz, mientras salgo por la puerta, aunque no sé si me habrá oído, ya que el televisor está a tope. En algo se deben notar los 1200 euros que me costó en las Rebajas.  La luz del garaje realza la impecable línea de mi coche nuevo. Los 45000 euros mejor gastados de mi vida.  Activo el climatizador: 24 grados; ni frío ni calor. Pongo música: un recopilatorio con lo mejor del verano;  sonidos frescos, que me activan. Desemboco en el atasco de la Gran Avenida.  Debo andar con los cinco sentidos bien puestos, sino me comen. Dime una palabra, que me devuelva la esperanza, que me abrace por las noches y que aleje tus reproches.  Me encanta este estribillo. Subo el volumen y cambio de carril con un acelerón un tanto brusco. Las cosas como son: el bocinazo del coche de atrás está más que justificado, ha tenido que frenar para no golpearme, pero qué quiere: estamos en la selva de asfalto. Avanzo lentamente aprovechando los  huecos que se abren a mi paso a izquierda y derecha, deslizándome como un felino de 2200 Centímetros Cúbicos que persiguiese  a su presa.  Un felino con el mal de estos tiempos de hombres sin tiempo: el estrés. Tengo que relajarme; soy guapo, soy  feliz: ¿qué más puedo pedir? ¿Otro coche, otro televisor?  Eso ya lo tengo, me alegra tenerlo, disfruto teniéndolo, vale, pero voy a llegar tarde. ¡Pero qué hace éste! Maldito peatón, si no estoy pendiente, me lo llevo. Lo peor es que se me habría caído el pelo: varón de 35 años, atropellado mientras cruzaba un paso de cebra… No prosiga, abogado defensor, ya tengo el veredicto – sentenciaría un juez de rostro inexpresivo. Yo también lo tengo, amigo: ¡Inocente! Odio los pasos de cebra. Sólo sirven para obturar la circulación. Tendrían que substituirlos por túneles o algún tipo de paso elevado. ¿En qué gastan mis impuestos? En nada de provecho. Así marcha el país. Por fin salgo del embotellamiento. Acelero, que el semáforo acaba de ponerse en rojo. Atravieso el cruce como un guepardo en velocidad punta, luego freno con elegancia, y doblo a la derecha.  El parking descubierto de la empresa, de cuatro plazas, para uso exclusivo de los directores. O sea: para mí y para Ignacio, el dueño de la consultoría. Sobran dos plazas, así que podemos aparcar sin maniobrar siquiera, dejando los coches cruzados.  Da gusto que valoren mi trabajo, pero ojo, me lo he ganado implicándome más allá de mis responsabilidades,  haciendo horas extras no remuneradas durante años. Camino con la cabeza alta, sin fijar la vista en Manuel,  jefe de contabilidad, que se dispone a entrar en el local. Aquí no sólo me respetan, también me temen.  Manuel mantiene la puerta abierta, hasta que llego a su altura. Farfullo gracias en un tono oscuro, huidizo. Paso silbando entre las mesas como si éstas y sus ocupantes – que me dan las buenas tardes- fuesen invisibles. De tanto entrenar esta técnica, realmente es como si lo fueran.  Saludo a Sandra, la secretaria, y entro en mi despacho.  No sé si tendrá relación, pero ha sido ver la foto que tengo de mi mujer sobre el escritorio, y empezar a sentir cierta pesadez en el estómago,  que achaco al plato de potaje. Hablaré con ella cuando regrese a casa.  Reviso los correos electrónicos. Nada importante.  Echo un vistazo a tres o cuatro periódicos en Internet: “El precio de la gasolina marca un nuevo record histórico; la recesión económica asola a los autónomos; premio Príncipe de las Letras al célebre dramaturgo… ”.  Chorradas.  El correo personal está repleto de publicidad. Ningún mensaje de mis amistades. ¿Estarán enfadados conmigo? ¿Por qué tendrían que estarlo?  Llaman a la puerta con la inseguridad de un empleado sumiso y disciplinado. Cierro el navegador a regañadientes, obligado por la convicción de que la imagen es crucial en cualquier faceta de nuestra vida, principalmente en el trabajo.  Entra Sandra luciendo sonrisa y piernas.  Le acompañan Manuel, el contable, y Sixto, ayudante de éste. Mis ojos repasan a Sandra por enésima vez hoy: si no fuese por sus orejas, sería casi perfecta. Mira que me preocupé  en contratar a la mujer de mis sueños, entrevista tras entrevista, pero la oferta de empleo debía de tener algo que espantaba a los bombones.  Sandra fue de lejos la candidata más apropiada. En el fondo, fue una elección positiva: disciplinada, prudente… y fría como un tempano cuando cruzamos la mirada.  C’est  la vie. Sandra se retira diciendo algo que me deja perplejo… No puede ser… ¿Cómo va a decir hasta ahora, hijo de puta?  Manuel y Sixto continúan de pie, frente a mi mesa.  Escudriño sus rostros en busca de cualquier señal que confirme la afrenta, pero sólo encuentro la tensión habitual que les produce mi presencia intimidadora. Definitivamente: he debido de oír mal.  No les invito a tomar asiento. Sé a qué vienen y será mejor que mantengamos las distancias. Manuel arranca a exponer las excelencias del joven Sixto, una lumbrera universitaria, aplicado hasta en el menor detalle y de una proyección más que merecía…  Juego con un clip mientras Manuel se lamenta del sueldo del chaval, que en lo que mí respecta, personifica la competencia en estado puro, y lo hago sin dirigirles una sola mirada, simulando una indiferencia calculada al milímetro. Pues qué: ya sé que gana 600 machacantes, ¿para qué me lo recuerda entonces? ¿Quién dijo que la vida sería un paseo de rosas?  ¡Que dé las gracias por tener trabajo en estos tiempos de crisis! Manuel por fin deja de hablar. ¡Aleluya!  Jugueteo con el clip un poco más, consciente de la tensión e impotencia que inunda a mis visitantes, entonces levanto la vista luciendo una sonrisa estéril  y con el primer mandamiento del jefe perfecto en la mente: nunca mostrar debilidad o condescendencia con los empleados.  Precepto que acato a la perfección cuando les indico que en la coyuntura económica actual, dicha subida está fuera de lugar.  Manuel contraataca con el 8% de beneficios que ha tenido la empresa el último año. Le respondo que no debe llevarse a engaños: las perspectivas de negocio son catastróficas y las deudas con los acreedores nos tienen asfixiados.  Estamos jodidos, muy jodidos. Y el colofón: tenéis que dar las gracias de que no os bajemos el sueldo. Un cierre magistral, lo reconozco.  Salen cabizbajos.  Antes de cerrar la puerta, Sixto se despide de la siguiente manera: reconsidérelo, por favor, señor hijo de puta. Me levanto del sillón de un brinco. Atravieso el despacho como un tsunami llevándome  por delante una de las sillas de las visitas, la papelera atestada de papelotes y la lámpara de pie que choca con estrépito al golpear el suelo.  Cuando abro la puerta del despacho, veinte pares de ojos apuntan hacia mí. El silencio es total. Por no crear un escándalo, le digo a Sixto lo mejor que puedo que me acompañe. Ya en mi despacho, a solas, le ordeno que repita lo que me ha dicho antes de salir. Y me lo suelta de nuevo: “Reconsidérelo, por favor, señor hijo de puta”.  Agarro del cuello a este mequetrefe, éste se defiende a la desesperada, caemos rodando al suelo,  derribando lo que se interpone en nuestro camino.  Se abre la puerta del despacho. Pasos. Manos que me contienen, brazos que me inmovilizan, suelto una patada,  oigo un ¡ay!, suelto otra al aire, alguien se sienta sobre mi cabeza, muerdo con todas mis fuerzas, mi enemigo se estremece ante la potencia de mis dientes. Más manos, manos brazos. No puedo moverme. Sixto sale del despacho con la camisa hecha girones. Te has librado, pero me vengaré… Alguien me trae un vaso de agua.  Trato de recuperar el control bebiendo despacio, con los ojos cerrados. La cabeza me da vueltas.  De pronto llega Ignacio, el dueño de la empresa.  Le cuento lo ocurrido.  Su respuesta me deja sin palabra: no entiendo tu reacción, hijo de puta; anda, vete a casa y descansa.  Salgo con la cabeza gacha, el personal se aparta de mi camino, luego les oigo cuchichear a mis espaldas.  ¡Malditos!  Reviso la temperatura del climatizador: 24 grados; perfecto. Pongo música: el recopilatorio que tanto me gusta.  Eres tan bonita como un beso sin fin, como un abrazo en el que te tengo a ti. Me sumo al atasco de la Gran Avenida. Zigzagueo por los cinco carriles  tratando de arañar unos metros entre bocinazos y algún que otro hijo de puta¸ que aquí está más que justificado,  de ahí que los provoque, para que me lo llamen con razón. Diez o doce hijo de putas después, llego a casa. He de reconocer que ahora me encuentro mucho más tranquilo. Mari está en el patio regando unas macetas con flores, aunque para el trabajo que dan, mejor sería que las tirase a la basura. Sentado en el sillón, con una cerveza en la mano, analizo el incidente. Que Sandra y Sixto me llamen hijo de puta es extraordinario. Que lo haga Ignacio, que no es mi jefe sino mi amigo y compañero de mil juergas hasta las tantas, resulta casi imposible. Pero el caso es que lo ha hecho,  ya lo has visto. Sí, pero…  Pero nada. Te ha llamado hijo de puta igual que los demás. Caigo en el análisis de tal expresión. Su carácter es obviamente soez, utilizado como insulto para calificar al destinatario de turno - o sea, a mí mismo - de mala persona. Pero ¿no soy un marido ejemplar? ¿No velo por la prosperidad de la empresa con un celo, en esencia, altruista? ¿No me preocupo por la estabilidad de mis trabajadores, tratando de absorber las sacudidas que pondrían en peligro sus puestos? ¿No soy un hijo amantísimo que se desvive por su madre minusválida? Acaso ¿soy hijo de puta por ser feliz? ¿Soy hijo de puta por transmitir mis buenas vibraciones allá por donde vaya? Si es por eso, yo mismo me lo llamo: soy un perfecto hijo de puta. La tarde declina conmigo en el sillón, absorto en reflexiones similares a las anteriores. Cuando Mari me llama, hijo de puta, la cena está lista, lo acepto con entereza.  Filete de pescado empanado con patatas. Comemos sin hablar cruzar palabra. El resumen deportivo del telediario ahuyenta los últimos vestigios de mi conflicto interior. No como Mari, que una y otra vez choca con su mirada melancólica en los cristales de la ventana como un pájaro sin escapatoria. ¡Si es que no valora lo que tiene! Pero yo la quiero. Por eso seguimos juntos. Duermo 8 horas seguidas, hasta que salta el despertador. Me siento feliz; como dirían, un hijo de puta bien feliz. Desayuno plantado frente al telediario de la mañana, impaciente por que lleguen los deportes: diez minutos de desconexión absoluta en un repaso pormenorizado de las condiciones que se presentan en la última jornada de la temporada y que me corta el aliento, magdalena en mano, en tres o cuatro ocasiones. Marcho sin despedirme de Mari, que sigue en la cama. Pongo mi CD favorito antes de acceder a la Gran Avenida. Recuérdame, soy tu sangre, soy tu piel, tus recuerdos y tu ser… Hoy estoy especialmente habilidoso en las maniobras de supervivencia a las que tengo que recurrir ante cualquier embotellamiento. Salvo cinco o seis pitadas y dos hijos de puta - uno de ellos injustificado, pero que asumo porque soy feliz -  el trayecto se desarrolla todo lo raudo que cabe esperar y sin mayores contratiempos. Entro en el aparcamiento de la empresa a bastante velocidad y con una marcha demasiado larga,  lo que provoca que pierda un tanto el control del  coche y  que casi me lleve por delante a Sixto. ¡Quieres tener cuidado, hijo de puta! No me molesto en contestar. Soy feliz y punto. Camino silbando entre las mesas, ajeno a los comentarios que brotan a mi paso, con la vista bien alta. Nadie me da los buenos días; tampoco me llama hijo de puta. En realidad, nadie dice nada. Mi presencia seguramente les intimide, para ellos soy un modelo intratable, una roca contra la que llevan chocando meses o años sin desgastar por ello mi curtida piel de hombre de negocios, clave - por otra parte - en ese 8% de beneficios y compensada con una prima más que merecida de 22000 euros y, ya pensando en los demás, que no hayamos puesto a nadie en la calle. Saludo a Sandra de muy buen humor. Ella, sin embargo, contesta seria, con un hilo de voz, buenos días. Cierro la puerta de mi despacho. Reviso el correo electrónico, mando un par de mensajes, ordeno varias carpetas y modifico un par de informes. Llaman a la puerta. Se trata de Sandra: dos golpes cortos, secos. ¡Adelante! Entra meneando una minifalda que me quiere declarar la guerra, con los ojos puestos en la carpeta que lleva entre ambas manos, anidadas en la base de sus pechos perfectos. Por un momento llego al olvidar el desafío de sus orejas; sólo por un momento, claro, ya que sus orejas son lo que son y están donde están. Le traigo una autorización de compra que tiene que firmar, dice con voz neutra. Cómo no, digo displicente. Firmo a pie de página “hijo de puta” con un estilo vivaz y estirado. Por un instante me quedo perplejo observando el garabato. ¿Por qué lo he hecho? No lo sé, pero algo me dice que está bien así. Y luego me digo: si me ha salido al natural, sin coacción ni premeditación alguna, debo aceptarlo. Sonrío a Sandra, que se despide con un hasta luego, hijo de puta. Han sido casi 24 horas repletas de pequeños incidentes. De todo se aprende, ¿no? Cuando salgo, me cruzo con Víctor, el “chispas”;  se dispone a cambiar el cartel que cuelga de la puerta de mi despacho. Me quedo ahí para observar la faena, charlando amigablemente con él. Dirección. Mr. Hijo de Puta. Perfecto. Le doy las gracias, pues entiendo que no hay nada más admirable que ser un hijo de puta agradecido.  

Óscar Montes Trinidad

martes, 28 de junio de 2011

Los papalagi

Se trata de un libro realmente divertido, escrito por Erich Scheurmann (Hamburgo 1878, Armfeld1957),  basado en los supuestos discursos que el jefe samoano Tuiavii de Tiavea dirige a sus conciudadanos, sobre un viaje realizado por Europa poco antes de que estallara la primera guerra mundial. Erich Scheurmann habría traducido al alemán dichos discursos. Papalagi significa “hombre blanco” en lengua samoana. Capítulo a capítulo Tuavii de Tiavea analiza, desde su perspectiva, la cultura europea, criticando su materialismo y un sin número de conductas que le llaman poderosamente la atención.  El tono de la obra es ligero, no exento de humor, y abarca temas tan dispares como nuestra forma de interpretar el tiempo o la vestimenta que gastábamos por estos lares.


Aunque parece ser que el autor sí que viajó a Samoa, no existen pruebas de la autenticidad de tales discursos, tratándose tal vez de un bulo, si bien las ediciones actuales del libro no aclaran este punto.

Algunas citas del libro:
  • “Cuando a los europeos les muestras una pieza de metal redondo y brillante o una hoja de papel tosco, entonces sus ojos se iluminan y la saliva empieza a babear por sus labios. Dinero es su único amor, el dinero es su Dios.”
  • “Y los Papalagi inventan cada vez más cosas. Sus manos arden, sus rostros se vuelven cenicientos y sus espaldas están encorvadas, pero todavía revientan de felicidad cuando han triunfado haciendo una cosa nueva. Y, de repente, todo el mundo quiere tener tal cosa; la ponen frente a ellos, la adoran y le cantan elogios en su lenguaje.”
  • “Es signo de gran pobreza que alguien necesite muchas cosas.”
  • “Ningún Papalagi canta o va por la vida con un destello en su mirada cuando su única posesión es un recipiente de comida como hacemos nosotros.”
  • “Aunque nunca habrá más tiempo entre el amanecer y el ocaso, esto nunca será suficiente para ellos.”
  • “Otra vez vi a un Papalagi que tenía tiempo y nunca se lamentaba a causa de él. Pero ese hombre era pobre, sucio y despreciado […] No entendí eso, porque su paso era lento y seguro, y sus ojos tranquilos y amistosos. Cuando le pregunté cómo había sucedido eso, movió su cabeza y dijo tristemente: “Nunca he sido capaz de aprovechar mi tiempo; por eso ahora soy pobre y un zoquete despreciado”. Ese hombre tenía tiempo, pero no era feliz.”
  • “¿Qué pensaríais de un hombre que tiene un manojo entero de plátanos en sus manos y que no está dispuesto a dar ni siquiera una simple fruta al hambriento que le implora? […] Sabed entonces, que el Papalagi actúa de este modo cada hora, cada día. Incluso si tiene cien esteras, no dará siquiera una a su hermano que no tiene ninguna. No; él incluso reprocha a su hermano por no tener ninguna.”
  • “Los Papalagi retan a Dios pero el sol, el agua y el fuego obedecen aún primero a Dios. Y el hombre blanco no ha conseguido todavía regular la salida de la luna o la dirección del viento.”
  • “Únicamente cuando todos los sentidos y todos los miembros trabajan juntos, puede el corazón de un hombre ser feliz y estar saludable, y no cuando se permite vivir únicamente a una parte y el resto de él tiene que hacerse el muerto.”
  • “Pero los Papalagi piensan tanto porque para ellos el pensar se ha convertido en un hábito, una necesidad y una carencia; a menudo viven únicamente con sus cabezas, mientras que el resto de sus cuerpos están profundamente dormidos.”
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