miércoles, 16 de septiembre de 2009

Las mejores peliculas de terror...

Las películas de miedo atraparon mi atención durante años, algo habitual, imagino, cuando somos jovenes. Con el paso del tiempo, sin embargo, los gustos suelen ir cambiando, al menos los míos, los horizontes se amplían, las necesidades se depuran, y poco a poco vamos dejando atrás, como si de juguetes de la infancia se tratasen, necesidades que creíamos irremplazables. Pero no sólo cambiamos nosotros. El cine en general, y el de terror en particular, también lo ha hecho. En mi lista casi no hay títulos recientes, la razón es que trataré de salir de los convencionalismos de buena parte del cine de estreno,  en donde imperan las versiones, las secuelas, los guiones sin cabeza y de efectismo vacuo. Trataré también de obviar cietos títulos, que aunque de calidad, sean especialmente conocidos, para centrarme en un puñado de cintas, también conocidas, y que considero relevantes dentro del género; no todos son títulos de terror al uso, los hay que son simplemente buenas historias de suspense, pero si los incluyo es porque algo hay en ellos que rezuma terror. Abróchense los cinturones:

  • Las diabólicas (1955) - H.G. Clouzot
  • Suspense (1961) - Jack Clayton
  • El quimérico inquilino (1976) - Roman Polanski 
  • Déjame entrar (Let the Right One In) - (2008) - Tomas Alfredson
  • Stalker (1979) - Andrei Tarkovsky
  • El muelle (La Jetée) (1962) - Chris Marker
  • La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) - Don Siegel
  • El increíble hombre menguante (1957) - Jack Arnold
  • Funny Games (Juegos divertidos) (1997) - Michael Haneke
  • El carnicero (1970) - Claude Chabrol
  • El experimento (2001) - Oliver Hirschbiegel
  • ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) - Robert Aldrich
  • Repulsion (1965) - Roman Polanski
  • Hard Candy (2005) - David Slade
  • El cebo (1958) – Ladislao Vajca
  • La noche del cazador (1955) – Charles Laughton
  • Cine negro (2010) - Darren Aronofsky

lunes, 14 de septiembre de 2009

42 clásicos imprescindibles




Hacer cualquier lista puede resultar engañosa, pues no deja de ser un resumen imperfecto, realizado a vista de pájaro con los condicionantes y predilecciones del momento en que ésta se hace. Aclarado esto, ahí va mi lista: 42 clásicos imprescindibles de EEUU. He decidido no incluir los más conocidos (dígase Casablanca, Ciudadano Kane, entre otros) para que la lista pueda aportar algo diferente para aquellos que quieran descubrir el apasionate cine de entonces. 42 clásicos enormes, entendiendo por clásico (se trata, en cualquier caso, de una franja imaginaria) aquellas pelis anteriores a 1970. No se trata de un raking. No existe orden alguno. Buen provecho.


- Luna nueva - Howard Hawks
- ¿Qué fue de Baby Jane? - Robert Aldrich
- El último hurra - Jonh Ford
- Mi desconfiada esposa - Vincente Minnelli
- Senderos de gloria - Stanley Kubrick
- El dulce sabor del éxito (Chantaje en Broadway) - Alexander MacKendrick
- La noche del cazador - Charles Laughton
- El crepúsculo de los dioses - Billy Wilder
- Retorno al pasado - Jacques Tourneur
- El sueño eterno - Howard Hawks
- Encadenados - Alfred Hitchcock
- Los mejores años de nuestra vida - William Wyler
- Perdición - Billy Wilder
- Ser o no ser - Ernst Lubitsch
- La loba - William Wyler
- Furia - Fritz Lang
- Al servicio de las damas - Gregory La Cava
- Siete ocasiones - Buster Keaton
- El tren - John Frankenheimer
- Punto límite - Sidney Lumet
- Siete días de mayo - John Frankenheimer
- Herencia del viento - Stanley Kramer
- Horizontes de grandeza - William Wyler
- Doce hombres sin piedad - Sidney Lumet
- Marty - Delbert Mann
- Traidor en el infierno - Billy Wilder
- Cautivos del mal - Vincente Minnelli
- Operación Cicerón - Joseph L. Mankiewicz
- El hombre tranquilo - John Ford
- Al rojo vivo - Raoul Walsh
- Carta de una desconocida - Max Ophüls
- Cuerpo y alma - Robert Rossen
- Breve encuentro - David Lean
- Alma en suplicio - Michael Curtiz
- Laura - Otto Preminger
- Esta tierra es mía - Jean Renoir
- La extraña pasajera - Irving Rapper
- Si no amaneciera - Mitchell Leisen
- Medianoche - Mitchell Leisen
- Sucedió una noche - Frank Capra
- Soy un fugitivo - Mervyn LeRoy
- Amanecer - F.W. Murnau


Sé que me quedo corto, pero para empezar creo que es suficiente. Muchos de los títulos que me guardado de poner, apareceran en nuevas listas: las mejores películas modernas, las mejores películas asiaticas, las mejores europeas, las mejores películas de terror, etc...

domingo, 13 de septiembre de 2009

Óscar Montes Trinidad - El libro de juguete (5ª parte)


Epílogo de juguete



1. El estanque


El sol de la tarde caldeaba la ciudad. La masa de árboles cubría de sombras los senderos orillados por flores de El Retiro, haciendo la marcha más llevadera. Bandadas de gorriones, varios gatos y un par de ardillas se precipitaron al interior de la maleza a nuestro paso. Pronto llegaríamos al estanque. Llamaba la atención la serenidad de su superficie, sólo rota por el lomo plateado de los peces, que creaban efímeros surcos de agua, y por el viento, que la peinaba cada pocos segundos. La vegetación se acumulaba en el borde de tal modo que uno tenía la impresión de que el menor incidente - que quebrase una rama, por ejemplo - provocaría una avalancha verde que llenaría el estanque de plantas. El embarcadero estaba desierto. Observé el lacónico letrero de la taquilla: 45 minutos, dos euros. Montamos en una barca. La madera estaba cubierta de inscripciones: Pedro y Rosa, y un tosco corazón en medio, María, muchas fechas, Juan y Pedro, un monigote, dos cruces, una esvástica y así… Remé sintiendo las rugosidades de la madera en las manos prietas. Cientos de pájaros cruzaban el cielo como flechas llenas de vida. El agua era un espejo por el que nos deslizábamos, acompañados de nuestro reflejo, dos veces yo y dos veces Cosette, duplicando nuestras obsesiones, nuestros pensamientos…

El agua era un espejo por el que nos deslizábamos, acompañados de nuestro reflejo, dos veces yo y dos veces Cosette, duplicando nuestras obsesiones, nuestros pensamientos…

- No estamos solos – había una barca al otro lado del estanque, bajo la sombra de la vegetación. Una pareja descansaba en su interior.
- Ya veo – contestó Cosette.
- Te dije que vinieras para que vieses por ti misma dónde me meto por las tardes. Sé que andas preocupada y lo entiendo, pero ya ves, no hay por qué, vengo aquí, doy una vuelta, y remo un rato. Nada más.
- ¿Para qué traes la pelota?
- Me gusta llevarla conmigo, así soy un poco más niño, aunque no estoy seguro si la llevo por eso. La pelota también es un recuerdo, un amuleto, un símbolo. Como ves, demasiadas cosas para trivializar con ella. La llevo, con eso tengo suficiente.
Cosette asintió. Luego siguió:
- Ya sé que no me incumbe, pero dime, de qué huyes.
- No huyo: busco.
-¿Acaso el que busca, como tú buscas, no huye de aquello que ya tiene?
- No sé si te entiendo…
-Trataré de explicarme entonces. Me da la impresión, corrígeme si me equivoco, de que huyes del presente, que éste no te satisface, pues el objeto de tu deseo, esa quimera que persigues con tanto empeño, está fuera de tu alcance, tan lejos - en el pasado o en el futuro; sobre todo en el futuro -, que nunca podrás llegar a ella. No sabes lo que detesto el futuro, es una amenaza inacabable, para este instante, por ejemplo. Nunca tiene suficiente. Estamos avocados a no ser. No pintamos gran cosa.
-¿No pintamos en nada? – la pregunta fue una pose defensiva; en realidad, estaba de acuerdo, y ella lo sabía.
-En poco. Aún así nos creemos grandes.
-Pero somos chicos.
-Lo somos, pero ahora tenemos la oportunidad de empezar de nuevo, de elegir nuestro camino. No es poco.
-Después de lo que has dicho, ¿aún crees que podemos elegir nuestro camino en el futuro, con las connotaciones que esto conlleva? ¿De elegir tras una transformación traumática e impuesta? Hay esperanza, no digo que no, pero está por ver cómo se desarrollan las cosas. No estoy muy seguro de que la gente sepa apreciar los cambios. Muchos se han encerrado en sus casas y sólo salen a buscar comida. Otros se han vuelto extremadamente agresivos. Pronto habrá problemas.
-O no. Ten esperanza.
-Tienes razón, la ciudad ha muerto; supongo que debería de ser feliz, pero no puedo, maldita sea, estoy obsesionado, aquí, en el parque, persigo el sentido de mi vida y ¿qué encuentro? Un paisaje onírico de agua impenetrable, poderosa vegetación y viento fresco por el que deambulo como un ente ajeno, sin fuerza ni poder alguno de decisión. Aún así no me canso y regreso cada tarde, tropezando una y otra vez con la misma piedra. Busco explicaciones pero sólo veo interrogantes allá donde mire. Todo carece de sentido. Es una locura.
-Entonces crees que ella te hará feliz.
-No la necesito para ser feliz; la necesito para llenar el vació que me dejó dentro. No sé quién es ni por qué hizo lo que hizo. Tampoco sé qué pinto yo en esta historia.
-Me preocupas.
Nos desplazábamos sin hacer ruido: los remos cortaban el agua como un cuchillo bien afilado.
- Hay momentos en los que podría decirse que soy feliz. No creas que son pocos. Ocurre a menudo cuando despierto de mañana y duermes a mi lado echa un ovillo cariñoso, o cuando subo a la azotea de cualquier edificio y contemplo el bosque en el que se ha convertido la ciudad, o cuando veo a una mujer plantando tomates o cualquier otra cosa a lo largo y ancho de una avenida otrora repleta de autos, o cuando descubro a la gente hablando sin prisa en la calle, escuchándose con interés, descubriendo que tienen voz y que la realidad está de su parte, no en los televisores, que nosotros somos los protagonistas de nuestra vida. Ahora por ejemplo también me siento bien, a tu lado, y aunque busco, porque sé que sigo buscando, busco menos, cambia la prioridad...
- ¿La sigues queriendo?
- La quiero como se quieren los buenos recuerdos.
Me di cuenta de que estaba remando dando vueltas cada vez más cerradas, trazando una espiral perturbadora.
- A veces me pregunto si tú no serás ella, fingiendo constantemente…
- Mi amor, yo puedo ser ella; ella, no existe, sólo es un recuerdo…


2. El palacio de Cristal


Una semana después estaba en el estanque, solo, remando sin objeto cuando un viento fuerte y racheado pobló el agua de ondas y reflejos. El cielo se vistió en pocos minutos en un crepúsculo sangriento, enmarcado por nubes incendiarias y haces de luz naranja, violeta y malva. Me pregunté si ella estaría cerca moviendo los hilos del inmenso escenario de mi vida. Como los vaivenes del agua alborotaban mis ideas, decidí dejar la barca e ir a buscarla. ¿Dónde? Al Palacio de Cristal. Cerré los ojos buscando su música pero sólo me respondió el viento, y lo hizo como otras veces en que estaba ella, salido quién sabe de dónde.
Penetré por un sendero que pronto empezó a estrecharse. Tomé otro, más amplio, perpendicular al primero. Cuando quise darme cuenta, estaba de vuelta en el estanque. Los últimos hilos del sol estaban a punto de romperse y dar paso a la noche. El viento soplaba sin descanso. Las nubes parecían hechas de sangre coagulada, casi negra. Ésta vez tomé el sendero adecuado. El Palacio surgió entre los árboles, iluminado por la luna, que asomaba por un hueco abierto entre las nubes. La vegetación también lo había respetado. Chopin sonaba, ahora sí, dentro. Mi corazón empezó a latir de un modo extraño. Empecé a subir las escaleras, despacio, temblando como un chiquillo. La puerta estaba abierta. El piano de cola presidía el interior. Las teclas se movían solas, embrujadas por ella en secreto, porque sin duda era ella, jugando conmigo hasta el último instante. Junto al piano estaba la silla en la que me sentará la primera y última vez.
- ¿Quién eres? – grité a la soledad del palacio y el piano enmudeció. Mis ojos la buscaron como quién busca agua en el desierto.
¿Aún no te has dado cuenta?
Era yo (ella) preguntándome a mí mismo; sentía que estaba cerca, más cerca que nunca.
-¿De qué me tengo que dar cuenta?
De que yo soy tú.
¿Por qué había dicho aquello?
- Eso es absurdo; tú no puedes ser yo: eres real.
Si tú eres real, yo soy real. Créete.
-Fedor te vio…
¿Quién es Fedor? – peguntó con un punto de sorna.
- Quién va a ser: ¡mi vecino!
¿Y dónde se encuentra ahora?
- No… no lo sé…
Claro que lo sabes, está dentro de ti, siempre lo estuvo. Si te concentras lo suficiente, le podrás ver surcando tu mar - su mar, mi mar - en un velero de diez metros de eslora, bajo el cielo azul, sin nubes. Bueno, en realidad hay una, pero casi no se la ve. ¿La ves tú? También hay una pareja de delfines a estribor, a cincuenta metros. Hace rato que le acompañan. La proa de la embarcación apunta al perfil sinuoso de una isla volcánica. Hacia allí nos dirigimos.
- Fedor es real, fue mi sombra, su mujer me odia…
No digo que sea irreal; digo que no es lo que parece; tampoco su mujer es lo que parece…
- ¡Cómo que no! Yo mismo la he visto…
¿Te refieres a tu vecina la del 4º, la soltera?
- ¿Soltera? ¿Cómo pretendes que crea…?
Yo no pretendo nada. Eres tú el que está lleno de pretensiones
-Si ambos, ¡qué digo!, si todos somos lo mismo, ¿qué diferencia hay entre tus pretensiones y las mías?
Las diferencias que puede haber en un mismo lugar que se ha transformado. Piensa en la ciudad.
Pero la ciudad es real, dime que ha cambiado y que todo no ha sido una ilusión.
Sólo te digo que tu sueño se ha hecho realidad de nuevo.
- Entonces ¿ha habido cambios?
Siempre los hay. El vacío no existe.
-Pongamos que creo todo lo que dices, ¿por qué, si formas parte de mi, no puedo volver a verte?
Porque se te acabo la inspiración que necesitabas para ello. Sólo tienes que ver que después de varias semanas buscándome apenas eres capaz de esbozarme vagamente, un hueco casi sin voz en tu alma… Estar siempre he estado dentro de ti. Somos un todo indivisible.
El piano empezó a sonar de nuevo. Chopin haciendo cosquillas a las teclas.
- No te vayas, necesito saber más…
Sobre la silla está el libro rojo. Ese libro ya existe en tu interior. Sólo lo señalo para que lo veas. Léelo detenidamente y busca las claves. Quizá por fin entiendas.


3. El libro de Juguete


El libro descansaba sobre la silla; sus tapas rojas resaltaban como el fuego, con el título en pan de oro: El Libro de Juguete. No era la primera vez que me cruzaba con él. Tampoco sería la última. Leí las primeras líneas con una sensación de Déjà vu que me llenó de emociones contradictorias, las líneas se repetían en mi cabeza como un eco interminable, enigmático, un juego de espejos en el que yo, quizá, no era más que un reflejo, o el reflejo de un reflejo, o el reflejo de un reflejo de un reflejo…
Salí del Palacio igual que otras veces, en idénticas circunstancias, consciente de estar repitiendo la misma historia, dando vueltas en círculo como el perro que persigue su cola, acompañado por las notas de Chopin, copos musicales que avivaban el viento indescifrable de mis dudas.
La incógnita del libro era un sendero que surgía en la noche y que llevaba directo, porque lo sé, porque está escrito, a los rincones más profundos de mi ser…
Sentado sobre mi banco, el de siempre, alumbrado por los copos, la luna y las estrellas, empecé a leer mi novela... en un viaje de dentro hacia fuera…

Óscar Montes Trinidad - El libro de juguete (4ª parte)


La ciudad de juguete



1. El pasadizo.


Una colisión múltiple en la autopista me daría la bienvenida a la ciudad. Alguien podría pensar que los coches volcados sobre la calzada dormían a pierna suelta si no fuera por el fragor de las bocinas de los demás vehículos y las sirenas de las ambulancias que pedían paso con sus voces psicóticas. Una línea de bloques mellados y grúas indiferentes destacaba por encima de esta escena. Calculé que quedaban tres horas de luz y aún tenía que encontrar la entrada a la ciudad entre la vegetación. Cuando hallé la puerta un buen rato después, escondida tras unos arbustos, la autopista ya había recobrado la normalidad. Fedor vino entonces a mi memoria. Casi podía verle frente a mí, arrodillado cuán grande era, restregando su narizota en una flor. Pero Fedor ya no era el de antes, se había transformado en una paradoja de dos metros que pululaba dentro de mis sueños a sus anchas. Lo imaginé tendido en una de las orillas de mi mar, con las olas rompiendo a sus pies, contemplando la puesta de sol y el ir y venir de las gaviotas...
La oscuridad y el silencio del pasadizo me aterraron. Por dos veces me di la vuelta añorando, he de confesarlo, la mano infinita de mi amigo. El caso es que me rehíce y seguí avanzando, a tientas, helado de frío, dando pasos cortos.
- Ayúdame, amigo.
Empecé a canturrear una canción para tranquilizarme, aunque no recuerdo cuál. Mi voz débil e indefensa rasgaba la noche estrecha y húmeda del pasadizo mientras apretaba la bolsita negra y el reloj de arena contra mi pecho.
Tara tata tata ta ta tata…
Un punto de luz emergió en la oscuridad; era el cartel iluminado:

SALIDA 1283809

El rumor de la autopista llenó el pasadizo poco después. Avivé el paso hasta que tropecé con los escalones.


2. Camino a casa


Llevaba dos días roto de amor y sin sombra. Caminando entre construcciones a medio hacer, levanté al fin la vista del sueño y salí de la abstracción que me atrapaba, pero ¿qué diferencia había? La libertad está en la cabeza.
Recorrí una calle cortada por una obra. Un par de excavadoras con los cristales tintados agujereaban el asfalto sin mucho sentido, gruñendo como bestias que devoran su presa. Varías grúas giraban sus plumas sobre mi cabeza. No se veía un alma. Nadie tenía el menor interés por aquel erial.
Penetré en una avenida recién terminada. Los bloques parecían enjambres marrones de 15 plantas con las persianas bajadas. Los locales a pie de calle estaban tapiados. No me encontré con nadie. Un coche pasó a lo lejos a toda velocidad. Nada más. De vez en cuando veía algún cartel anunciando viviendas de nueva construcción a la soledad dominante: Residencial Los Pinos de las Montañas, Urbanización Las Dehesas, Los Jardines de Tebas… A todos, sin excepción, les lancé un corte de mangas, en defensa propia, eran ellos o yo, pura cuestión de supervivencia.
Llegué a mi barrio: voces, gritos, tiendas bien surtidas, coches, portales recién fregados, aceras concurridas, cubos de basura repletos en los que seguían arrojando basura, un autobús de línea, otro, varias motos, un mendigo, dos colegios, más tiendas, más cubos de basura, semáforos, pasos de cebra, algún ciclista con mascarilla, un par de obras controladas, una grúa, más portales y finalmente mi bloque.


3. Sabemos que fuiste tú


Eché una mirada sin querer a mi coche; estaba destrozado. Era como si una horda salvaje la hubiese tomado con él. La televisión, por cierto, había desaparecido.
…te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo…
Los vehículos de alrededor - con la chapa impecable y los cristales relucientes - parecían recién salidos del concesionario.
…te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa…
¿Habrá sido el bándalo?
…no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj...
Un par de vecinos husmeaban desde el balcón. Al saludarles empezaron a disimular haciendo como que buscaban algo. Otro tipo, que me sonaba de vista, lavaba su coche echándome miradas de soslayo continuamente.
- ¿Qué ocurre aquí? – murmuré sin despegar los labios.




Entre los cristales rotos que cubrían el asiento del conductor de mi auto había una nota arrugada:

Sabemos que fuiste tú.

Fdo.: El Vecindario Enfurecido.

El tipo que lavaba su coche me observaba ahora sin disimulo, desafiante. Al girar la cabeza creí ver movimientos tras las cortinas de varias ventanas. Un vecino que salió de mi portal, al toparse con mi mirada, apartó la suya, molesto. ¿Se habrán vuelto locos?
Ante semejante estupidez comunitaria, descargué parte de la tensión que arrastraba en los últimos días, gritando:
- A mí no me ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Y como tampoco tenía intención de ponerles demasiado fácil mi linchamiento, decidí refugiarme en casa.


4. El alpiste


Salí al balcón lleno de curiosidad. Un grupo de vecinos discutía junto a mi coche. Un tipo con el que siempre tuve una relación de lo más cordial propinaba patadas a uno de mis neumáticos. Aunque su obcecación era estéril, pues la rueda ya estaba pinchada, me preocupaba la agresividad latente que conllevaba. Si hacen esto con una rueda qué no harán conmigo. De pronto me vieron: insultos, mofas y provocaciones, y como no quería ser el blanco de tanta estupidez, entré en casa, cerré la puerta y bajé las persianas para aislarme cuanto pudiera. Estaba agotado. Procuré evadirme tumbándome en el sofá, recreando el beso que soñamos en el refugio, a hurtadillas de Fedor, suspirando ahíto de recuerdos insuficientes. Me dije ese tópico de que el tiempo lo arreglaría e intente creérmelo, de verdad, luego recordé la semilla, se supone que debía hacer algo con ella, lo que fuera, pero no en ese momento, mejor cuando tuviese más fuerzas, tal vez al día siguiente. Puse la semilla en mi mano.
- ¿Qué sombra aguarda en nuestro camino?
El clamor aumentó considerablemente. Las descalificaciones, que prefiero no transcribir, pues sólo servirían para emborronar el texto, se volvieron más soeces. El griterío se volvió insoportable. No escapaba de él ni encerrado en el baño. Un improperio especialmente sangrante, que atravesó la puerta del balcón, la persiana, la puerta del salón, la del baño y las manos con las que me tapaba los oídos, tocaría la campana del primer round:
- ¡Me voy a pasar por la piedra a tu amiguita!
Quizá fue producto de mi imaginación, quién sabe, en ese momento no me lo pareció, al contrario, parecía que era tan real como el odio de mis vecinos, cuyas risas avivaron aún más la ira que me devoraba. No puede contenerme. Salí al balcón fuera de mis casillas. La turba, que ya pasaba la veintena, explotó al verme:
- ¡CABRÓN! – no necesito explicar el grado de crispación dominante. Dos tipos no paraban de dar golpes a mi coche con sendos martillos. No podían ser tan tontos:
- Dejadle, él es inocente… - solté con sorna.
- Sí, pero tú no – replicó uno que no había pillado la broma. Por lo que vi, ninguno la cogió; no eran más que un gallinero cacareante. Así que seguí mofándome a mis anchas:
- Apenas tiene siete años, dejadle marchar…
- Sí, pero a ti no – era la misma gallina de antes. Había coincidido con él en la panadería del barrio varias veces y alguna que otra en el aparcamiento. Un conocido perfectamente prescindible de hola y adiós.
- Bueno, decidme quién ha dicho lo de mi amiguita.
Tras cuatro o cinco segundos de desconcierto, gritaron al unísono:
-TODOS.
- Muy bien, vosotros lo habéis querido - entré en casa dejándoles con los ojos clavados al balcón.
Del fondo del armario saqué un paquete de alpiste de dos kilos, sin estrenar, último vestigio de un canario cojo que tuve dos años y que dejé marchar por respeto hacia mis oídos. Sopesé el paquete: estaba casi lleno. Fuera no se oía ruido alguno. Salí al balcón. La turba callaba, expectante. Adiviné una sombra de temor en sus ojos, quizá intuían la que se les iba a venir encima, por eso quise darles otra oportunidad, la última:
-Gallinitas, sed buenas, ¿quién ha dicho eso de mi amiga?
Se miraron entre sí buscando consenso. Ellos mismos firmaron su sentencia al responder:
- TODOS.
- Vosotros lo habéis querido...
Tiré el alpiste por encima del balcón, con generosidad, a la voz de pitas, pitas, pitas procurando esparcirlo equitativamente. Los granos cayeron como dardos pillándoles con la guardia baja y los ojos bien abiertos. Heridos por mi arma inverosímil gritaron como niñas de párvulo, bailando de dolor con un ritmo diríase que tribal, aunque exento de encanto estético, ya que movían el cuerpo con fuertes sacudidas y ponía muecas sumamente desagradables. Todo un espectáculo. Buscaron refugio en el portal como pudieron. Guardé la respiración pegado a la mirilla. Sus insultos retumbaron entonces en la escalera. Aquella jauría de ojos colorados surgió de repente, chocando contra la puerta. ¡Gracias a dios que era blindada!
- Si queréis más alpiste, no lo pidáis de este modo; salid a la calle y os lo daré como es debido, por el balcón.
Replicaron con insultos. La puerta tembló a base de golpes. Así estuvieron cinco minutos. Luego regresaron a la calle en silencio, derrotados. Me asomé al balcón con el paquete de alpiste, no fueran a creerse que me amilanaba, pero no percibí ánimo de guerra inmediata.
Pasé al salón y corrí las cortinas para otear la calle sin ser visto.


5. Cosette


Llegó la noche. El grupo no había dejado de crecer. Muchos indecisos se habían ido sumando a última hora, agitando sus brazos hacía mi balcón. ¿Dónde se habrá metido la policía? Era consciente de que la mayoría de aquellos individuos no había cruzado entre sí, durante años, más que monosílabos, si es que no se habían ignorado directamente, y que ahora compartían cervezas y bandejas de embutidos entre risas y palmaditas en la espalda. Yo era, obviamente, la razón de ser de su camaradería y cuánto mayor era ésta mayor era mi pesar.
Sonó el telefonillo; contuve el aliento: ¡Que no vuelvan a llamar! Tras varios segundos de espera, volvió a sonar: Pero ¡qué querrán ahora! Y otra vez más: ¡Malditos!
Observé el telefonillo horrorizado, se había convertido en un enemigo a punto de abalanzarse sobre mí de un timbrazo traicionero. ¿Qué debía hacer? No me atrevía a moverme. En la calle reinaba el silencio. ¿Ocurrirá algo? El timbre sonó otra vez. Tomé el auricular:
- ¡Sí! - dije entre enfurecido y asustado
- Hola, soy Cosette – era su voz. Esto si que no lo esperaba.
- Hola… - y recordé sus imágenes en la casa, saludándome con tanto amor.
-¿Qué ocurre aquí, qué has hecho? Estoy preocupada.
- Nada… - espeté al auricular.
- Aunque no debería ser yo quien lo diga, ¿quieres que suba?
Claro que sí, Cosette, pero consigue antes que se esfumen esos animales. Sube entonces y te hablaré de las fotografías y de todos los dibujos que vi en una casa de la calle Amnistía. Allí estabas tú con otras chicas, o acaso seáis la misma, quizá tú me lo puedas explicar... No se trataba de un lugar corriente en cualquier caso. Tampoco lo era ella. O tú. O todas las que “estabais” en aquella casa. Dime si eres quien dices ser. Dime lo que sea, pues me viene bien oír tu voz, saber que quieres estar a mi lado y que me apoyas. Espanta a esa chusma y sube, por favor …
Podría haberlo dicho así, tal cual, pero no abrí la boca; apreté el interruptor del telefonillo, que vino a ser una especie de venga, sube inarticulado. Oí por el auricular el zumbido eléctrico de la puerta. ¿Sería una trampa? Y si no lo era, ¿merecía la pena implicarla en mi tormenta? Cosette apareció en la mirilla y pulsó el timbre. Tomé aire presa de la indecisión. Pasaban los segundos y no me decidía.
- ¿Estás bien?
Por supuesto que no; me prometió más libertad y ni siquiera puedo salir a la calle. Sólo soy libre de pasearme por mi casa hasta desgastar el suelo o de mirarme en el espejo hasta decir basta. No puedo seguir así. Quizá debería meterme en un armario y dejar de molestar. Con que alguien me trajese pan y agua sería suficiente, no más, igual que al reloj enjaulado de mi relato, pues conmigo tampoco se sabe, y a la mínima me pueden los impulsos y me pierdo.
Me tragué cada palabra. Un nuevo timbrazo llenó el recibidor con una vibración estridente que penetró en mi cabeza obligándome a soltar (y mira que no quise):
- No puedo abrir…
- Estoy sola. Venga, abre, me preocupas.
- Mejor no. Podemos hablar así. Te estoy mirando a los ojos.
- Yo a ti no.
- Qué más da, ¿no dicen que son el espejo del alma?
- No me asustan tus ojos: te conozco.
- No creas, he cambiado…
- En la calle dicen que has destrozado varios coches pero no les creo, no has podido hacer eso, ahora debes de estar muy asustado.
- He cambiado, créeme; si no fuera así, nada tendría sentido.
- ¿Por qué tendría que tenerlo? Eres agotador, tus obsesiones te dominan. ¿No fue Flaubert quién dijo soy un místico y no creo en nada?
Aquella exposición me dejó perplejo. Cosette tenía razón, aún así, contraataqué parafraseando a Rimbaud:
- Sin embargo, mi caos es sagrado.
- El caos del que hablas está más cerca de tu DNI que del animal enjaulado en el que te estás convirtiendo.
- Quizá no entendí todo, lo admito, pero he cambiado… - suspiré -. Me rindo, hoy puedes conmigo, mejor me callo.
- Calla pero abre.
No solté palabra.
- Bueno, no voy insistir más. Llámame si me necesitas. Mi número es el 908324. Sí, es un móvil. Sabes que nunca he llevado, contigo era complicado, supongo que lo compré para rebelarme de tu recuerdo. Triste, ¿no? Bueno, ya sabes: 908324.
Empezó a bajar las escaleras. Vi cómo se alejaba calle abajo oculto tras las cortinas del balcón. Su paso era lento, abatido. ¡Mi buena Cosette! Gracias a ella algo estaba cambiado en mi interior. Aunque exageraría si dijera que me había olvidado de la otra, suponiendo que fuesen mujeres distintas, supe con ternura que nunca había dejado de amar a Cosette. Mi péndulo emocional estaba oscilando hacia el otro extremo. Se trataba de un movimiento ambiguo, desconcertante, que asumía como una liberación.


7. La huída


Mis vecinos empezaron a cantar cogidos de los hombros. La duración de su camaradería dependía enteramente de mi captura; una vez consumada, volverían a sus quehaceres sin decirse adiós.
Vagué por la casa agotado, pensando en la forma de escapar, con tapones en los oídos para oír lo menos posible el alboroto de la calle. Tendría que esperar a que el grupo se disolviese. Pasé un buen rato haciendo que leía una revista, con las preocupaciones sacándome constantemente del texto. Los minutos se arrastraban por el suelo como sombras alargadas, los sentía uno tras otro, inabarcables, cubierto por mis propias sombras y por mi propio tiempo. Tomé una ducha fría para romper la dinámica autodestructiva de mi mente. Luego busqué el sofá y caí en un sueño del que no guardo ningún recuerdo.
Desperté con la primera impresión de que aún estaba en el refugio de la montaña. Pronto eché de menos a ella y a la chimenea. La irremediable textura del sofá me devolvió a mi casa. El reloj del dvd marcaba las 03:47. Fuera nadie cantaba. Del nutrido grupo de antes sólo quedaban dos hombres haciendo guardia al otro lado de la calle. Tras otear por la mirilla y aguzar el oído, abrí la puerta con cuidado, zurrón en ristre. El rellano y las escaleras estaban vacios. Empecé a subir de puntillas. En la cuarta planta, se abrió una puerta; era la mujer de Fedor, que salía a tirar la basura.
- ¡Usted! – exclamó sin elevar demasiado la voz, algo que no dejó de sorprenderme -. ¿Qué quiere ahora?
- El mar, Fedor está en el mar… - dije sin meditarlo.
- En la ciudad no hay mar.
- Es que no está en la ciudad.
-¿Cómo que no está…? - mi semblante terminó de convencerla.
- Quiso cumplir un sueño…
- Los sueños no existen…
- El suyo, sí… – un amago de tristeza nubló el rostro de la mujer. Supe que no me delataría.
Continué hasta la quinta planta. La trampilla del techo no quedaba muy alta. Subí a pulso con facilidad. El tejado era una plancha oscura de pendiente empinada. Nubes invisibles cubrían el cielo con su silencio monocromo. El resplandor del alero me recordó, en una inexplicable asociación de ideas, a la espuma de la orilla del mar de mis sueños, en dónde Fedor podría estar ahora recordando, tal vez, el resplandor del alero del tejado de su casa. Caminé con un pie en cada agua del tejado, con los brazos abiertos para guardar el equilibrio. Un tocón de cemento delimitaba los bloques. Sorteé tres antes de ponerme a buscar la trampilla correspondiente. Alguien tenía puesto el noticiario:
…murió al ser embestido por un camión. El conductor se dio a la fuga…
Bajé las escaleras despacio, sin dar la luz. Cada puerta representaba un peligro a punto de abrirse y explotar. El sudor bañaba mi cuerpo. Salí del portal nº13 sin mirar a la derecha. Doblé la esquina aguantando la respiración, pendiente de que aquellos hombres diesen la voz de alarma en cualquier momento. Pero no lo hicieron. Entonces ¿ya era libre?
Para subrayar lo absurdo de mi pregunta, busqué una cabina…
¿Mi libertad justifica coartar la libertad de otro?
Descolgué el auricular.
¿Hasta qué punto necesitas atarte a los demás para ser tú mismo?
Marqué los tres primeros números y luego colgué. ¿Adónde quería llegar? Ella había llamado a mi puerta, me había dado su teléfono, sabía a lo que se arriesgaba, ¿no?
Marqué el número completo; Cosette contestó a la segunda señal:
- ¿Diga?
- Te quiero – y colgué.
¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué lo sentía? Además, aunque fuese cierto, ¿a qué jugaba? Inserté mi última moneda. Un tono… dos… tres… cuarto…
- Sí.
- Estoy en una cabina a pocas manzanas de mi casa.
- Así que a fin te dejaron en paz…
- Más o menos. Tengo algo que hacer pero no sé si tengo fuerzas – dije pensando en la semilla.
- Date un respiro, ven aquí y déjalo para mañana. Ya es tarde. Ah, y yo también te quiero…
Cerré los ojos preocupado por ella; mi nueva y linda sombra.
- No debería haberte molestado.
- No te preocupes...
- Creo que debería moverme. Te llamaré…
- ¿Dónde vas a ir?
- Aún no lo sé.
- ¿Quieres que te acompañe?
Claro que quería, pero ¿iba a permitirlo?
-Claro, necesito una sombra.
-¿Cómo?
- Cosas mías... Te espero frente al mercado…


8. La autopista


Cosette surgió de la noche diez minutos después. Vestía pantalones vaqueros desgastados, camisa blanca y las zapatillas de siempre. ¿Serás tú también ella? Me obligué a pensar que no, Cosette era simplemente Cosette, nada más. Su presencia en la calle Amnistía tendría otra explicación, ¿no?
- Tú dirás…
- Necesito moverme – empecé - ¿Tienes cerca el coche?
- ¿El coche? Claro…
- ¿Te importa que demos una vuelta?
Penetramos en la autopista de circunvalación a más de cien kilómetros por hora. Apenas había tráfico.
- A estas horas la soga aprieta menos… - comenté.
Mi nueva sombra apartó la mirada de la vía:
-Una vez me dijiste que la ciudad no respira, que se le ha olvidado hacerlo. También me dijiste que nosotros hemos olvidado que por la noche, a veces, hay estrellas y que el viento de levante es cálido porque procede de las lejanas tierras del este. Son tus palabras – el coche se deslizaba a más de 150 kilómetros por hora, ajustado al carril de la izquierda, adelantando sin cesar a otros vehículos. El motor rugía uniforme, 180 caballos atrapados bajo el capó. El marcador siguió subiendo: 170 kilómetros por hora. Parecía algo irreal. Traté de evadirme cerrando los ojos pero la velocidad se colaba por mi cuerpo.
- ¿Por qué corres tanto?
- Es una manera de liberarme…
- ¿Liberarte en la autopista?
Creo que contestó que sí mientras yo, intentando abstraerme de aquella endiablada carrera, me perdía en la negrura del otro lado, más allá de la triple línea de verjas que delimitaba la ciudad. ¡Qué aberración la de aquella feroz barrera! ¿Quién la puso ahí? ¿Quién la controlaba? Recuerdo haber sacado el tema en muchas ocasiones recibiendo siempre la misma respuesta:
-¡Bastantes preocupaciones tenemos ya!
Nosotros mismos nos creamos esas preocupaciones tan importantes: no preguntes demasiado, disfruta de nuestra bella ciudad, no dudes más de la cuenta, paga tus impuestos religiosamente, no muestres tu sufrimiento, aquí todo el mundo procura ser feliz.
La aguja luminosa sobrepaso los 180.
- ¿Quieres que nos matemos? –no dejaba de ver a la muerte como un asunto personal e intransferible.
- Cuando me dejaste estaba tan llena de tus ideas que luego no supe qué hacer con ellas, me sentía muerta, muerta de ti, por eso empecé a venir a la autopista por la noche. Pude haberme matado, estuve a punto varias veces, sin embargo, no temas, no quiero acabar contigo, lo nuestro no ha hecho más que empezar, ¿no? – levantó el pie del acelerador, el motor rugió aliviado, las líneas de la calzada empezaron a sucederse a un ritmo razonable.
9. Tres berenjenas


Los rascacielos emergieron a nuestra izquierda desafiando al cielo encapotado que amenazaba lluvia. Al verlos me llevé la mano al bolsillo del pantalón en el que guardaba el saquito.
-Vayamos a la zona de los rascacielos.
Dejamos la autopista a toda velocidad. Las calles se sucedían como fantasmas solitarios. Los semáforos en rojo parecían no existir para Cosette, los cruzaba sin levantar el pié del acelerador. No tardamos en llegar.
- Aparca dónde puedas.
Un grupo de barrenderos pasó junto a nosotros sin dirigirnos la mirada. Empujaban sus carritos con el sueño pegado al rostro. Desaparecieron. El reloj de una torre marcaba las 5:10. Atravesamos varias calles de hormigón interconectadas entre sí, estrechas, con pasillos, rampas y escaleras a distintos niveles. Pasamos por una plaza sin bancos y sin ninguna brizna verde. Un vagabundo dormía entre cartones. Llegamos al callejón que conducía a la puerta de hierro contrachapado de la vivienda de Ryu.
- Son las cinco y veinte de la mañana… ¿Estás seguro de que quieres llamar?
- Hace mucho tiempo que no estoy seguro de nada, para qué mentirte, pero creo que debo hacerlo…
Di tres aldabonazos con la berenjena. Un ruido fuerte, quebrado en sucesivos ecos, pobló el callejón por unos segundos. Poco después se despertaron las tres cerraduras de la puerta, revolviendo sus mecanismos de metal. Ryu surgió al otro lado:
- ¿Tú? – lucía su kimono negro y sus zuecos con incrustaciones. Eché de menos su sombrero de campesino japonés,
- Sí – debía ser escueto.
- ¿A estas horas? ¿Pasa algo?
- Creo que sí. ¿Podemos pasar?



10. Impresiones


Esperamos en el salón a que Ryu preparara café. Tacos de apuntes, libros abiertos y cuadernos abarrotados cubrían la mesa y los pensamientos de mi amigo, su Enciclopedia del Nihilismo. Presidiendo el salón, frente a nosotros, como un ojo surrealista de dudosa intención, estaba el retrato de la lechuga. Era difícil abstraerse de él. Ryu regresó con una bandeja nacarada. Sirvió las tres tazas. El ojo verde no dejaba de observarnos.
-Bueno, decidme… - comenzó Ryu.
Fui ir al grano:
-¿Recuerdas la nota que recibí en el café Clamores? – asintió -. Recuerdas que te dije que estaba firmada por una llave. Pues bien, esa llave existe y la he utilizado para salir de la ciudad.
- Permite que no te crea. Nadie ha salido nunca de la ciudad, la autopista es el límite absoluto, las alambradas son infranqueables, no es posible hacerlo.
- Créeme, he estado en las montañas, son reales.
- Pero eso es increíble – dijo Cosette.
- Más increíble es aún que en realidad ya hubiese estado allí. Creeréis que estoy loco si os digo que aquellos parajes procedían de mis sueños, pero es verdad, pude comprobarlo, anduve por ellos durante días con entera libertad – ahí reconozco que no fui del todo sincero -. Me ayudó a salir la mujer de la que te hablé. Lo hice bajo la autopista, por un pasadizo. Aquella salida tenía un número, lo vi en una placa, creo que era el 1283808 o el 1283809, no recuerdo muy bien. Hay muchas más, pero no las vemos, no queremos verlas. Tardé dos jornadas en llegar a las montañas. Allí ella me dio esto de un viejo pedestal - les mostré la bolsa negra - . Dijo que era libre de hacer con su contenido lo que quisiera…
- Y ¿eres libre? – me preguntó Ryu.
- No lo sé.
-¿Qué hay dentro? – preguntó Cosette
- Una semilla, por eso pensé en el huerto…
- ¿Qué clase de semilla? – inquirió preocupado.
- Mírala tú mismo.
Ryu la estudió detenidamente, moviéndola entre sus dedos.
-No tiene nada de especial. ¿No me estarás tomando el pelo?
-No, y aunque fuera así, ¿qué perderías? Sólo te pido que me dejes plantarla.
- Parece un albaricoque…
- Eso pensé yo.
-Lo que cuentas no tiene ningún sentido… No puedo creerte - dijo Ryu conmovido por mis argumentos.
- No tienes por qué creerme, las cosas deben cambiar, lo sabes, la semilla quizá sirva para algo y si no qué más da…
- Todas las semillas sirven para algo – dijo Ryu.
- Lo sé, pero esta quizá más.
- ¿Qué fue de la mujer? – preguntó Cosette.
Les hablé de la nota del refugio, añadiendo:
- Parece una despedida, aunque no tiene sentido…
- ¿Es necesario que lo tenga? – inquirió Ryu.
- Para mí sí.
-Bueno – dijo Ryu -, de acuerdo, plantaremos la semilla.
- ¿Cuánto queda para que salga el sol?
- Media hora.
- ¿Esperamos a que se haga de día?
- Por mí perfecto – dijo Ryu.
Aguardamos sin decir palabra. Los minutos se pasaban como si fuesen horas clavándose en el presente. Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, parecía que llevábamos esperando una eternidad.
- Vamos – ordenó Ryu.


11. El huerto


La luz del día no había llegado al huerto. La noche parecía no querer abandonarlo. Las torres crecían como sombras camino de un cielo invisible; una de ellas, sin embargo, empezaba a clarear en su cumbre. Hacía fresco. Miré a Cosette y sentí como tiritaba.
- Queda menos de un minuto – dijo Ryu enigmático.
- ¿Para qué? – preguntamos Cosette y yo.
- ¡Mirad!
La iluminación interior de las cuatro torres se encendió destapando con su luz artificial las tomateras, las hileras de puerros y fresas, los tres naranjos, el peral y el manzano, las hierbas medicinales del fondo y las dos calabazas que parecían un par de rocas mágicas. No había en la ciudad templo más bello; en él plantaría la llave de mi Voluntad, frente a esa colmena de ventanas desde la que no podrían dejar de mirarnos.
Volqué el saquito en mi palma izquierda; la semilla, de tegumento duro y rugoso, parecía estar hueca. Deseé descifrar su secreto, anticiparme a su fruto. No fue más que arrebato absurdo. No existen atajos hacía el futuro. Situado entre las dos calabazas,hice un agujero en la tierra de unos diez centímetros de profundidad. El personal más madrugador tomaba ya el primer café del día en los pasillos de las torres; algunos nos observaban sin demasiada curiosidad, removiendo el azúcar entre bostezos.
- ¿Por qué estaré tan nervioso? – se dijo Ryu sin mirar a nadie.
- Porque sabemos que va a pasar algo – contesté enigmático.
-¡A ver si es verdad!
-¡Venga, plántala! No lo alarguemos más – dijo Cosette.
Coloqué la semilla en el agujero.
-Como se suele decir, ¡la suerte está echada! - Ryu y Cosette sonrieron.
Cubrí el agujero, aplasté la tierra y me incorporé nervioso.


12. La eclosión


Los rayos del sol bañaban la cima de las torres, que resplandecían como tótems enigmáticos. Por encima, el cielo azul, sin nubes. Una sirena aulló a la mañana como un loco a quién nadie pudiera parar. La ciudad había despertado rompiendo nuestra paz en mil pedazos.
- ¿Y ahora qué? - era Cosette. Tomé su mano por respuesta. Ryu ni siquiera la oyó, se movía de un lado para otro con la vista fija en el lugar en el que había enterrado la semilla. Pasaron los minutos.
- Una semilla necesita su tiempo… - dijo mi amigo.
- Quizá – contesté decepcionado.
- No sé por qué creí que germinaría al instante. Tendremos que esperar…
- Quizá – repetí sumido en la decepción, también yo había imaginado que su crecimiento sería fulminante. Era como si el peso de la ciudad hubiese aplastado mi sueño. Volví a preguntarme dónde estaría ella. ¿La necesitaba? Puede, y miré a Cosette con pena y con ternura -. Quizá, Ryu, quizá…
E imaginé la semilla muerta bajo el manto de tierra. Nada más lejos de la realidad, la semilla no estaba muerta, su secreto se empezaba a agitar, algo dentro de ella explotó en silencio y una luz pálida brilló en la noche infinita que la atrapaba. La semilla se resquebrajó como un huevo y de sus grietas fluyó un reguero de energía que agitó nuestros pies.
- ¿No sentís algo? – preguntó Cosette.
- El qué… - preguntamos alarmados.
El suelo empezó a temblar de forma intermitente. Era casi imperceptible. Una mujer se carcajeaba tras una ventana dando vueltas a su café con una cucharilla de plástico.
- ¿Estamos seguros aquí? – preguntó Cosette. La preocupación arrugaba su frente.
La vibración agitó los árboles frutales. Observé que la mujer del café gritaba tras el cristal, paralizada por el miedo, mientras la gente inundaba los pasillos y las alarmas de los edificios llamaban al desalojo.
Un tallo verde, de unos diez centímetros, surgió de la tierra. Una linda hoja redonda, de borde dentado, brotó en su extremo superior de un fogonazo esmeralda. El tallo pegó un estirón imposible, triplicando su tamaño instantáneamente. Segundos después lucía una espesa corona de hojas.
El temblor no cesaba. Gritos silenciados por los cristales de las torres, alarmas aullando con voces de locura, el golpe sordo de algo que se desploma, el fragor desesperado de una jauría de cláxones, el llanto ilocalizable de un bebé mientras la planta nos sobrepasaba en altura y ensanchaba el tronco.
-¿Sabes qué árbol es? – pregunté a Ryu.
-No tengo ni idea.
Nos alejamos unos metros. Cosette abrió la boca sin decir nada; las palabras no valían gran cosa en aquel instante, carecían de interés, la realidad las anulaba de golpe. Tomé a Cosette del hombro; temblaba.
- ¡Mirad! – exclamó Ryu con los ojos desorbitados.
Cientos de tallos brotaron de la tierra agitando la superficie del huerto como un lago en estado de ebullición. Castaños, cipreses, plátanos, tilos, encinas, fresnos, robles, sóforas y pinos desarrollándose a cámara rápida entre rosas, claveles, lirios, amapolas y margaritas instantáneas.
- Pero qué clase de semilla… - absorto por el estruendo provocado por la vegetación, que crecía dentro de los edificios rompiendo paredes, techos y cristales como si estos fuesen de papel, dejé la frase a medias.
Intercambiamos una mirada llena de angustia. La copa del árbol principal superó la altura de la torres. Su tronco se erguía como una columna colosal que unía el cielo y la tierra.
Sólo entonces cesó el temblor.


13. El fruto


La vegetación cubría el huerto. Las calabazas asomaban sus lomos como ballenas varadas en un mar de flores. Los troncos se elevaban cual soberbios baluartes de la naturaleza.
- ¿Sé puede saber qué ha pasado? – preguntó Ryu con la vista clavada en la cúspide del árbol principal.
- Que se ha cumplido mi voluntad…
Me observaron en silencio.
-¡Echemos un vistazo fuera! – exclamé.
Las paredes del pasillo de la casa se habían desmoronado. Un montón de cascotes cubría el suelo. Todas las puertas estaban descoyuntadas, con los goznes reventados. Una nube de polvo flotaba en el aire. Pasamos con cuidado. Un par de pinos presidían el salón. Sus troncos abrían el techo camino de las plantas superiores. La luz del sol se colaba por los resquicios de unos agujeros. El cuadro de la lechuga, que recibía de lleno un haz de luz, tenía más relieve, sus colores eran más vivos. La mesa estaba volcada, los apuntes y los libros estaban desperdigados por la hierba que cubría el suelo. Era el trabajo de Ryu de los últimos años. Me dolió verlo así.
- ¿Lo recogemos? – le preguntó Cosette.
- Quizá ya no tengan sentido, necesito saber qué está pasando… Entonces decidiré…
Tres robles bloqueaban el callejón. Sus troncos habían crecido prácticamente juntos, formaban un muro perfecto cubierto en su base por una rosaleda que semejaba una alambrada de espinos. La cacofonía de las alarmas era constante, se oían gritos, algunos bastante cerca, y el gruñido de los coches. Un par de explosiones, algo lejanas, nos pusieron en alerta. Olía a quemado. El olor procedía de un cable que bailaba sobre nuestras cabezas echando chispas. Apartando los rosales con cuidado descubrimos un hueco en la muralla vegetal. Al pasarlo una línea roja, caliente, corría por mi antebrazo. Me chupé la herida sin pensarlo, el sabor de la sangre me llenó de vida. Era mi voluntad consumada. Pura.
Azca no había escapado a la metamorfosis; sus estructuras de hormigón habían desaparecido bajo la hierba, la maleza y una nube de enredaderas que escalaba los edificios. Había mucha gente vagando de aquí para allá, parecían perdidos, hablaban poco. Unos caminaban en silencio, cabizbajos, otros corrían por la hierba maletín en mano, algunos jugaban con sus móviles inservibles sin saber qué hacer. Desembocamos en una avenida en la que cientos de personas observaban boquiabiertas el Gran Árbol. La sombra de éste cubría las torres. La carretera estaba plagada de árboles. Infinidad de vehículos habían volcado, sus alarmas sonaban sin descanso. Sus ocupantes los habían abandonado. Ahora no servían para nada.
- La ciudad parece que ha abdicado – sentencié.
- Esto es nihilismo y no mi enciclopedia. No sé qué decir…
-Ahora nadie lo sabe – dijo Cosette - ¿Tendremos que empezar de cero?
-¡Ojala! – exclamé.



14. Ídolos caídos.


La autopista de circunvalación había desaparecido bajo la corriente suave de un río custodiado por hileras de sauces y secuoyas. Los autos abandonados asomaban sus ventanillas por encima del agua poco profunda. Era el río de mis sueños, discurriendo como siempre deseé, sin objeto ni necesidad alguna. Cómo añoré mi barca para surcarlo. ¿Acaso volvía a las andadas? No, la búsqueda por fin había terminado, el río era real y lo compartía con la gente, yo era uno más, no el tipo raro que se sentaba en un banco cualquiera con los ojos cerrados, soñando por desgracia.
Hombres y mujeres jugaban en el agua. Muchos habían pasado a la otra orilla y conversaban emocionados. Otros se dedicaban simplemente a ver y escuchar. De la triple verja no quedaba ni rastro, la vegetación y cierto levantamiento del terreno parecían haberla engullido. Varias familias se alejaban campo a través cargando todo tipo de maletas y bolsas. Conté ocho adultos y nueve niños. Pensé que en cuanto coronasen la colina divisarían el primer refugio, junto al arroyo. Los imaginé saboreando las nueces y la miel que yo mismo, desde alguna de mis lecturas, había puesto dentro de los armarios. O tal vez hallasen algo distinto, producto de sus propios sueños y lecturas. Reprimí el impulso de seguirles. Tenía suficiente.
Di un beso a Cosette.
- ¿No me vas a preguntar por ella? – le dije.
- No necesito saber nada de ella; tus respuestas no me harían más feliz.
Estábamos junto al río, entre decenas de grúas derribadas. Un bosque de secuoyas las había substituido. Las grúas habían quedado en posiciones insólitas; algunas parecían pedir auxilio con la flecha apuntando al cielo y el gancho balanceándose sin fuerza. Otras parecían haberse clavado en el suelo para no ver su derrota.
- Tú si que necesitas saber más de ella…
- ¿Por qué lo dices? – pregunté sorprendido.



15. Entre tumbas


El cementerio era una selva impenetrable sin caminos, cualquier referencia del pasado había desaparecido, tendría que utilizar toda mi intuición para llegar a la tumba de Pedro. Penetré entre los árboles acompañado por el trino feliz de los pájaros, pero pronto los intervalos de silencio se fueron alargando, hasta que los pájaros se esfumaron en la maraña verde. El olor de la vegetación flotaba en el aire, profundo y denso. Casi se podía tocar. Aunque era mediodía y el sol lucía en un cielo despejado, la luz no traspasaba las ramas. Había tumbas por todas partes, sobresalían como oscuras formas a contraluz, inclinadas como extraños barcos de piedra en plena tormenta. Empezaba a tener la sensación de no estar realmente en aquel lugar, de ser una molesta excepción, un intruso de paso. Vagué durante un tiempo indefinido, racionando el agua, con la impresión de estar cada vez más perdido y que de seguir así sólo hallaría mi propia sepultura. Exhausto, decidí arrodillarme, invocaría a Pedro frente a cualquier tumba. No podía más.
- Tiene que saber que estoy aquí – susurré a la vegetación.
Coloqué el reloj de arena sobre una vieja lápida sin inscripción y empecé a hablar a mi pequeño amigo con los ojos cerrados y las palmas hacia arriba.
¡Le estaba tan agradecido!
- ¡Cuánto te debo! Sin tu ayuda… sin la de ella… nada hubiese cambiado… Últimamente me ha dado por pensar que sois la misma persona, aunque esto, dicho tal cual, pueda parecer una locura. Quizá seáis una misma realidad dividida en partes independientes, ajenas de alguna manera, y ahí me quedo, mis disquisiciones no van más allá, quizá me esté volviendo loco, sea como fuere, mi pequeño amigo, ¡me diste tanto sin pedir nada a cambio!
Examiné el techo de ramas impermeable a la luz. Estaba sumergido en la vegetación, entre árboles altísimos, como un buzo lo está en el agua, lejos de la superficie de la vida, en el reino de Pedro, mi pequeño y frío amigo.
- El otro día dije a Cosette que la búsqueda había terminado y, ahora, arriesgando incluso la vida, te busco a ti. ¿Será que no me he terminado de encontrar todavía?
Sentí un beso en la mejilla que me heló la sangre. Giré la cabeza, despacio, a punto de gritar. El corazón martilleaba mi pecho, parecía querer romperlo. Entonces le vi, a dos pasos, era el niño que me mostró el pasadizo bajo la autopista. Vestía los pantalones grises y camisa blanca de aquel día. Llevaba incluso la pelota. La tiró a mis pies.
- Gracias… - dije - Dejo aquí el reloj de arena, ya no lo necesito…
El niño amagó una sonrisa. Luego se alejó caminando de espaldas. Cuando quise darme cuenta, se había esfumado.


16. Las dos caras de la misma moneda


Uno de esos días sin rumbo, en un lugar apartado, escuché un sonido inesperado, violento. Al otro lado de un antiguo bulevar solitario, el vándalo que arrasase los autos de mi aparcamiento, se dedicaba a cortar árboles con un hacha. Siete u ocho yacían por los alrededores. El sonido secó de la madera herida me llenó de miedo. No se oía otra cosa que los salvajes golpes. Hubiera querido echar a correr, pero no hubiese podido escapar de mi mismo. El árbol crujió con fuerza antes de caer. El vándalo sonreía. Supe que nunca soñó con un lugar tan hecho a su medida.


17. Cambios


¿Qué cuadro refleja mejor la transformación de la ciudad? No tengo ninguna duda: La Catedral de Ruan, de Monet. Esta lámina, compuesta por seis telas de una serie veintidós, cuelga en el salón de casa junto al tablón de las fotos, esa ventana amable por la que me asomaba cuando el día a día se antojaba insoportable. Frente a estos hay ahora dos grandes secuoyas que se llevaron por delante parte de la fachada del edificio. El balcón se salvó de milagro, tapiado por un laberinto de ramas y grandes hojas, impenetrable mirador hacia ninguna parte.
Estudié la lámina con interés renovado. ¡Eran tantas las diferencias entre unas y otras! Analicé, con la pasión del poeta, los distintos colores, la aplicación de la pintura, los sutiles cambios de encuadre, fragmentos de realidades paralelas e incompatibles de la ciudad, de mí. La ciudad ha cambiado, sus colores son otros, menos agresivos, las viejas reglas no existen, hay que volver a inventarlas, todo el mundo se replantea la vida, nadie se acuerda ahora de los televisores.
Muchos la están abandonando. Quieren ver qué hay más allá de lo prohibido.
Yo lo sé: son sus sueños.


18. Sueños


Aquella noche tuve un sueño turbador. Estaba en el parque envuelto en llamas. El fuego devoraba todo a su paso salvo a nosotros. Yo asía la mano protectora lleno de amor, de nuevo ella, a mi lado, protegiéndome. En el anfiteatro la gente se movía inquieta en sus asientos de complacencia, querían ver emociones fuertes, algo que les sacase de su aburrido devenir. Muchos empezaron a irse. El amor ajeno no vendía. Las llamas calcinaron los árboles. Del banco no quedó ni rastro. Permanecimos quietos entre los rescoldos humeantes, saboreando las emociones que nos asaltaban. El anfiteatro estaba vacío. El suelo quedo lleno de desperdicios. Giré la cara lentamente, quería besarla agradecido, pero en lugar de encontrarla a ella me encontré a mí mismo. Era yo el que asía mi mano. Recordé la cita de una de las placas de la calle Amnistía.
Para reconocerme, olvídate de mi cara.
Acerqué mis labios de sueño a mi otro yo y nos besamos.

Óscar Montes Trinidad - El libro de juguete (3ª parte)


Exterior de juguete


1. El pasadizo


Los escalones nos hundieron en las tinieblas. Fedor tomó mi mano derecha. No me quejé. Al contrario, hizo bien, me daba fuerzas. Seguimos por un pasadizo ciego. El rumor del tráfico apenas se percibía, amortiguado por la tierra. Una corriente de aire fresco me llenó de escalofríos y temores. Ante esto se interponía la mano de Fedor, firme como una roca. Poco después vimos una luz, delante de nosotros. Resultó ser una bombilla sobre un cartel herrumbroso con el siguiente mensaje:

SALIDA 1293808

Seguimos caminando. No podía quitarme aquel mensaje de la cabeza. Tampoco sabía qué hacer con él. ¿Tendría algún sentido? Supuse que sí, pero el aquel momento mi cabeza era un hervidero de confusión. Cuando me di cuenta, el rumor de la autopista había desaparecido, sólo se escuchaban nuestros pasos. Aquel silencio resultaba insoportable. ¿Así es como me iba sentir fuera de la ciudad? Esperaba que no, sólo se trataba de un pasadizo, pronto saldríamos de él, pero el silencio, un silencio sin matices, negro, me hacía daño. Avanzábamos pegados el uno al otro, tanteando con los pies el siguiente paso. Entonces empezamos a ascender unos escalones invisibles; en lo alto había un cuadro de luz: la salida. Sonreí mientras soltaba la mano de mi desdichada sombra.

2. La disolución


La salida se hallaba en un montículo cubierto de arbustos, de espaldas a la autopista, en medio de una pradera cubierta de hierbajos, junto a dos colinas de piel verduzca. Tras éstas, al fondo, destacaba el perfil de las montañas. El cielo estaba cubierto por nubes negras, rotas en varios puntos por donde el sol se colaba. Rodeé el montículo. El ruido de los cláxones hizo vibrar el aire. Los coches estaban parados a unos doscientos metros. Más allá asomaban las construcciones a medio hacer: ventanas mudas, grúas como alfileres, etc… Un manto de polución uniforme coronaba la ciudad. Parecía el humo de un incendio increíble e intencionado.
Empezó a chispear.
Las nubes volaban camino de la ciudad: Atila y su batalla interminable.
¿Querrá apagar el incendio?
Fedor se entretenía olisqueando una flor verde, arrodillado cuan largo era, cuidándose bien de no dañarla. Se le veía feliz y tranquilo, mientras que yo, desbordado por la experiencia, estaba sumido en la angustia y la indecisión.
-Maldita sombra.
En realidad, era consciente de que él no tenía la culpa. Quizá yo me había hecho más de lo que pensaba a la ciudad y ahora que por fin había escapado, necesitaba de alguna forma sus reglas, la masificación impersonal de sus espacios, la somnolencia de lo cotidiano. El caso era no estar nunca satisfecho. Reconozco que es mi sino. ¿Qué podía hacer? El miedo a lo desconocido me paralizaba. Me decía, como el que reza, que carecía de un plan, que tal vez debería regresar a la ciudad y buscarla allí, en las calles de siempre, ya que mi plan se resumía en ella. No había otra cosa.
¿No querías ser el dueño de tus actos? ¡Ahí lo tienes!
Fedor continuaba jugueteando con las flores. Ante semejante indiferencia no podía flaquear. ¿Qué pensaría luego de mí? Fedor valía como sombra, no más. Que le diese más cuerda podía romper nuestra relación, que no es que la tuviera en mucho, pero si tenía que ser, que fuese como siempre había sido. Me alejé pisando con fuerza, pendiente de si venía detrás, pero no le oí. Tampoco quise girarme, no fuera a pensar que le daba una importancia que no tenía. Apenas caían ahora unas gotas y el viento había desaparecido. Avancé dando grandes zancadas. La hierba, a cada instante más verde, copiosa y aromática sobrepasaba mis rodillas, parecía querer jugar con ellas.
En lo alto de la colina un golpe de aire me empujó hacia atrás. A duras penas me rehíce y pude descender por la otra vertiente. El viento y yo nos fuimos calmando. Un arroyo se deslizaba entre la hierba procedente de las montañas. Más allá, a su paso, había una construcción de color hierba. Hierba sobre hierba: hierba.
Debía de ser la casa de la que habló el crío.
¿Por qué hablas de él de un modo tan impersonal? ¿Acaso olvidaste que se llama Pedro?
No, pero…
No hay peros que valgan: ¡se trata de Pedro y le debes una!
Quizá no sea él, uno no debe ser tan crédulo...
De quien no te puedes fiar es de ti mismo.

¿No contestas?
Para qué, ¡maldita conciencia!
Empezaba a llover con fuerza cuando llegué a la puerta; sobre ésta, claveteada sin tacto, había una placa de madera:

Refugio 3



3. El castigo


Apenas se vislumbraba una mesa y una silla en la penumbra del interior. Nada más. Fedor surgió en lo alto de la colina; pequeño gran amigo, ¿vuelves para volver a ser sombra o con la intención retadora de oler más flores? No voy a negar, en todo caso, que me alegró volver a verle. Quizá me estaba acostumbrando a ser su mejor amigo, pero que quede claro, este sentimiento no era recíproco, estaba hablando de sus sentimientos, no de los míos. Para mí era una sombra y punto.
Fedor bajaba la loma a la carrera, sonriente, saludando con las manos en alto.
¡Serás bobo!
El tirador estaba bloqueado. Forcejeé hasta que la cerradura cedió con un ruido seco. Empujé la puerta dominado por un temor repentino. ¿Estaría habitado aquel lugar? La empujé mientras saltaba la alarma herrumbrosa de los goznes, lamento herético que casi consigue que diera media vuelta para regresar junto a la presencia protectora de las grúas. Una última mirada al interior evitó la estampida; en concreto, una mirada de soslayo a una banqueta cubierta de polvo, tirada sobre el piso, que me convenció de que aquel lugar estaba abandonado. Franqueé el umbral con precaución, no estar el peligro agazapado y a la espera. Dentro sólo hallaría silencio cubierto de polvo, varias mantas y el ruido profanador de mis pisadas. Fuera la lluvia se redoblaba y el horizonte enmarcado de la puerta desapareció tras el telón del agua. El color de la hierba explotó su verde, y junto a él, su aroma.
Pensé en Fedor bajo la lluvia. ¿Me dejaría llevar por el sentimentalismo o sería por una vez en la vida mínimamente realista? No tenía opción, él lo había querido.
Cerré la puerta y descubrí dos soportes metálicos, oxidados, a ambos lados del marco. Debía encontrar una tabla rápido: Fedor estaba al caer con su sonrisa intacta y esos abrazos de niño sin estrellas. No tuve que buscarla, la tenía justo delante, apoyada en una esquina. La encajé en los soportes hecho un manojo de nervios. Aguanté la respiración. La lluvia azotaba el refugio. El viento aullaba poseído por los demonios. Oí los pasos de mi amigo sobre la hierba encharcada, casi imperceptibles bajo el ruido del agua que caía sobre el tejado como una catarata salida del cielo. Fedor empujó la puerta, los soportes se tensaron, la tabla crujió. Cesó un minuto o más. Luego dio dos golpes cortos, su señal. Imaginé que debía de estar desconcertado. No contesté, evidentemente. Volvió a embestir la puerta, esta vez con todas sus fuerzas. La tabla se crujió con fuerza. Esperé lo peor.
- Abre, amigo, ¿no ves que llueve?
Claro que lo veía, ¡no estaba ciego! Dejó de golpear la puerta y me buscó por la ventana, como si el contacto visual le fuera a servir para algo. No tenía nada que hacer, en cualquier caso, pues me había escondido en la penumbra. Ni siquiera oyó mis carcajadas. Desapareció poco después. Por fin había entendido la situación: ¡Abriría, si es que le abría, cuando me diese la gana!
La tormenta siguió su curso; yo el mío, que no fue otro que abandonarme al sueño.


4. La conmutación.


Desperté. Estaba oscuro. Ya no llovía. Al recordar a Fedor fui a retirar la tabla dejándola en el rincón en el que la había encontrado. Regresé al catre para seguir durmiendo, pero antes sentí cómo Fedor entraba sigilosamente, no fuera a despertarme; cómo me tapaba con una manta, diciendo con cariño amigo; cómo se le escapaban dos gotas de lluvia sobre mi mejilla expuesta, porque sólo fueron eso, gotas de lluvia, ni se me ocurre imaginar que fuesen lágrimas.
Ni me molesté en abrir los ojos.


5. El sueño.


Soñé con mi banco, en un parque indeterminado, lleno de gente. El sol dominaba mis pensamientos, en lo alto del cielo, amarillo y furioso sobre el azul inmutable. Debía de ser mediodía. De vez en cuando echaba una mirada al sol y éste me revelaba su silueta. En una de estas, vi con estupor cómo se desprendía un fragmento abrasador; este fragmento de sol descendió por el cielo a gran velocidad, sin aumentar su tamaño, hasta caer sobre el parque, en la espesura de una alameda, justo delante del banco, como un asteroide mágico. Tuve la impresión de que nadie se había percatado del incidente salvo yo.
No puede ser, ha caído delante de sus narices, tienen que haberlo visto.
Pero estaban tan acostumbrados a la ciudad que fuera de ésta nada existía nada, ni siquiera el cielo.
El sol era el de siempre. La alameda pareció no inmutarse con la bola de fuego. Había tal sensación de normalidad que incluso yo abrí mi libro más íntimo y revelador, el libro de juguete, dispuesto a leerlo. De repente estallaron las llamas, una corriente indomable y roja derramándose por todas partes, enroscándose en troncos y bancos, atravesando las alamedas, destruyendo sin inmutarse todo lo que hallaba a su paso. Pude huir con los demás pero no quise. No me convertiría en una oveja asustada ¿Acaso sospechaba que no era más que un sueño? Puede, pero no creo. Decidí disfrutar de mi última función sentado en mi banco de siempre, como tantas veces, aunque en otras circunstancias, lo admito, mientras la corriente endemoniada, la corriente sedienta crecía sobre sí misma y creaba a mí alrededor un cerco cada vez más estrecho y abrasador. Que el fin estuviese cerca no me preocupaba. Pensé con satisfacción que la muchedumbre estaría al otro lado de las llamas, sentada en el anfiteatro placentero de sus televisores, todo ojos y miedo de mentira, mientras yo, peón sacrificado a la fatalidad, aguardaba el golpe definitivo de la audiencia.


6. El mapa


Desperté con el corazón lleno de fuego; desperté huérfano de esperanza a renacer de mis cenizas; desperté alejado de la ciudad y también de mi mismo, pues mi verdadero Yo seguía entre las llamas del parque, orgulloso e inamovible; desperté perdido en la nada que asolaba el exterior de la ciudad, abandonado a mi suerte en el interior del refugio. ¿La nada del exterior? ¿Con esto quiero decir que en la ciudad había algo? Claro, había caos, y a él me había acostumbrado. Así era el calibre de mi ceguera.
Donde sí ardía el fuego - quién sabe si traído del mismo sueño - era en la chimenea. Se trataba de un ejemplar de pequeñas dimensiones, aparentemente inofensivo. Fedor lo debió de preparar antes de echarse a descansar. Por la cadencia de su respiración supe que dormía. Sancho al menos servía de manta. En cualquier caso, pensé que era buen momento para darle esquinazo, pero el campo extenso y solitario, la noche cerrada, los charcos invisibles y el viento helado de las montañas me echaron atrás. Lo dejaría para una ocasión más propicia.
Presencié la agonía del fuego y el dominio paulatino de la oscuridad con un nudo en la garganta. El viento silbaba fuera, la respiración de Fedor dentro. De haber tenido un televisor lo habría puesto a todo volumen. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que los primeros rayos de sol cruzaron la ventana, una dolorosa eternidad en todo caso, pero cuando al fin lo hicieron, me incorporé agradecido. Fuera los pájaros empezaron a trinar. Todo parecía perfecto hasta que despertó Fedor. Tosió rompiéndose por dentro. Vi que sudaba.
- Maldita lluvia – le oí, y se incorporó farfullando algo ininteligible, en un idioma escabroso, a base de estornudos. La fiebre se le escapaba por los ojos. Tardó en percatarse de mi presencia.
- Ah, ya despertaste… - habló con la vista perdida en el suelo, cubierto con una manta de cualquier manera.
No dijo más. Tosió antes de arrebujarse. No apartaba la vista del suelo. Parecía que no podía despegarla de él.
En una alacena encontré queso, miel y nueces. No me pregunté qué hacían allí, sólo sé que comí hasta quedar saciado. Fedor seguía a lo suyo, temblando como una flor agitada por el viento. Le coloqué la manta, no fuera a resfriarse de verdad.
El día entraba a raudales por las ventanas. Estudié con curiosidad un tablón polvoriento que colgaba de una pared. Se trataba de un mapa: el dibujo de una decena de casas, tres o cuatro grúas y la sempiterna autopista representaba la ciudad; un poco más al este estaba el refugio número 3, dibujado con forma de choza; el refugio número 1 quedaba más al este, en las montañas; el refugio número 2, situado entre los anteriores, parecía ser una especie de enlace.
Mensaje recibido: debía dirigirme a las montañas.
Volvía a ser un peón en manos de ella. Era lo que quería, ¿no? Sí, quizá fuese lo mejor, ya había visto cómo me sentaba la responsabilidad. Hice una foto del mapa para inmortalizarlo. Parecía el mapa de una de esas novelas de género fantástico que leyera años atrás, siendo un crío, algo desconcertante por otra parte, lo reconozco, pero qué le vamos a hacer, tenía que asumir aquella realidad, si no estaría perdido.
-M-O-N-T-A-Ñ-A – deletreé esta palabra lleno de euforia, observando el perfil rocoso en el horizonte. Nunca había estado en una. En la ciudad, que yo sepa, nadie lo había hecho. Las había visto en la tele, en el cine y en algunas viejas fotografías; había leído sobre ellas en infinidad de libros, revistas y periódicos. Espigadas, blancas por la nieve, secas y rocosas, temibles, descomunales, todas libres… L-I-B-E-R-T-A-D. Para mí las Montañas, sin haberlas visto, habiéndolas soñado únicamente, siempre equivalieron a Libertad, pues no se debían a nadie, vivían su vida en otro nivel, una vida generosa que permitía que las marcasen con caminos, que parcelasen su piel, que las habitasen, y que aún así seguían conservando su esencia, rasgando las nubes como torres de la naturaleza. Por eso yendo a ellas, a pesar del mapa y de la orden implícita que representaba, sería libre.
Salí del refugio. El sol, ojo majestuoso de mis sueños, pendía a baja altura. Las nubes habían desaparecido con el viento. Observé las montañas, mi destino, el primer horizonte no urbano de una vida entre ladrillos y hormigón. Saqué la cámara y tiré una foto.
Fedor dormitaba con la fiebre pegada al rostro.
- Hasta siempre, Sancho – cerré la puerta antes de marchar.





7. Mi nuevo amigo


Mientras me alejaba, sentí algo parecido a remordimientos, pero sin llegar a tanto, ¿o es que Fedor no era una sombra? El asunto es que tal inquietud no iba más allá de su simple formulación, pero eso ya era algo, quizá le estuviese cogiendo algo de afecto, aunque no mucho, por supuesto.
- Fedor, lo siento un poco, tendría que haberte arropado mejor, tendría que haberte dejado más nueces… - grité al campo solitario.
¡Qué desahogo! Con qué alegría proseguí mi marcha, poniendo tierra de por medio, no fuera a recuperarse y me diese alcance.
El sol siguió trepando el cielo azul. La temperatura era agradable. Empezaba a sentirme mejor. De tanto a en tanto me arrodillaba a beber del arroyo. Su agua era fresca y cristalina, con poco sabor. Para corresponderle, le hablaba con dulzura; de aquel torrente poético creo recordar los siguientes versos:

Riachuelo pequeño
de aguas y sonrisas,
de brillos y caricias,
riachuelo de empeño
qué dulce que es el agua
que suave deslizas,
riachuelo, riachuelo
frágil como mi propia vida.

El riachuelo y yo fuimos así intimando, y como la hierba era copiosa y traicionera, pues ocultaba despiadadas cavidades, decidí caminar descalzo por su cauce. Esto aumentó el aprecio que sentía por mi nuevo amigo y refrescante compañero, al cual recompensé con un recital de versos de gran valor literario. De vez en cuando me daba la vuelta y oteaba el camino que iba dejando atrás, pero Fedor no aparecía. Mucho mejor.
Horas después, cuando el sol descendía camino de su morada nocturna, observé mi sombra alargada:
- Una sombra por otra sombra… - dije pensando en el bueno de Fedor.
El sol siguió cayendo, pasando del amarillo al naranja. El viento salió de su guarida con su aliento helado. Las aguas del arroyo, templadas hasta ese instante, refrescaron, enturbiándose con las primeras oscuridades de la tarde. ¡Qué forma de tratarme era esa! Me calcé enfadado.
Estaba cansado. Apenas había comido. Las montañas estaban ya cerca, alzándose como colosos de piedra. ¿Faltará mucho para el refugio?
No había terminado de contestar a la pregunta cuando apareció el refugio número 2. Entré sin despedirme del arroyo. Trabé la puerta por si acaso.


8. En la noche omnipresente


La noche se derramó sobre el refugio como un alud de nieve negra. Poco antes había buscado las primeras estrellas pegado a la ventana; sólo hallé oscuridad uniforme, infinita.
Por una vez el viento me tranquilizaría, pues su voz me rescataba del aislamiento que sentía dentro y fuera de mí. Me acosté en el jergón asomando la cabeza de la manta, los ojos bien abiertos, el corazón martilleando en mi pecho. El temor a que Fedor regresase recorría por todo mi cuerpo. Me dormí con los dedos pegados al reloj de arena, asido a la balsa de su símbolo perenne, rodeado de una negrura impenetrable.


9. La ascensión.


La mañana despertó sin Fedor. Las nubes tapiaban el cielo. Desayuné queso y nueces y partí decidido. Pronto alcancé las primeras estribaciones montañosas. Hacía frío y el viento soplaba del oeste, agitando los escasos arbustos que poblaban la tierra. Ascendí por un camino que se fue haciendo cada vez más abrupto, con el riachuelo saltando siempre a mi izquierda, agitado por la pendiente. El camino desembocó en un sendero que aunque empezó casi llano, se fue haciendo dificultoso. Un par de relámpagos cegadores rasgaron el cielo, ahora prácticamente negro. Apreté el paso preocupado. El sendero atravesó una serie de túneles escarbados en la roca, no muy largos, habitados por murciélagos. El riachuelo surgió tras un recodo transformado en una cascada de más de treinta metros. Descansé unos minutos junto a ella. La ciudad, una línea irregular y grisácea, se extendía por el horizonte igual que una mancha pegajosa llena de recuerdos. ¿Se trataba entonces de recuerdos manchados? Creo que no es necesario contestar a esta pregunta. Desde la montaña era difícil imaginar el hervidero de existencias enjauladas, el apilamiento sistemático y la soledad masificada que sufrían los habitantes de la ciudad. Desde la montaña la ciudad sólo era una conjetura, un espejismo repleto de vida sin consumar.
Otra vez en camino: nuevas rampas, un oscuro pasadizo que parecía no tener fin y una escalera arañada en la piedra con una terrible caída a la izquierda. Me dije que estaba recorriendo los mismos escenarios que leyera años atrás en los libros de literatura fantástica. Ascendía, pues, como los héroes que me inspiraron, a través de un mundo creado con mi imaginación. ¿Hacia dónde me dirigía entonces? ¿Hacia fuera o hacia dentro? Puede que mi viaje no fuese más que una ilusión y en lugar de huir no dejaba de penetrar más y más en mi mismo. ¿Qué sorpresas me deparaba el destino? Me obligué no contestar. No era el momento. El último corredor desembocaba en la cima sin nombre, cubierta de nubes. Una luz desvalida, anaranjada, señalaba el refugio nº 1. Dentro aguardaba una sorpresa de dos metros.
- ¡Amigo!


10. Nubes


- Llegué hace varias horas. Ella ya estaba aquí…
¿Ella aquí?
Mi cansancio desapareció al oír la palabra mágica. ¡Lo que hubiese dado por preguntarle a Fedor! Pero cómo le iba a hablar, no sería consecuente conmigo mismo y ¡sólo de pensarlo me ahogaba y no podía respirar!
Sancho, yo te hablaría, pero ya ves, la naturaleza es sabia y me lo impide. Mejor no forzar las cosas. Si tengo que enterarme de algo, supongo que lo haré de todos modos. ¿Qué podrías aportarme realmente? Gracias de todos modos y no insistas.
Salí del refugio con Fedor haciendo de sombra. Las nubes se cerraban a mi paso, formando un muro vaporoso e impenetrable a mi alrededor. ¿Cómo sería el paraje en el que me encontraba? Un camino empedrado se esfumaba delante de mí. ¿Dónde llevaría?
- Amigo – dijo Fedor-, no vayas, no es seguro…
No podía perderme, sólo con desandar el camino regresaría. Además, ¡necesitaba saltarme el guión!
Empecé a caminar. El piso era irregular. Debía ir con cuidado o me torcería un tobillo. De nuevo tuve la sensación de que aquel lugar no me resultaba ajeno. ¿Seguía en uno de mis escenarios? Seguramente. Fedor se había quedado atrás. La luz anaranjada del refugio desapareció entre las nubes. Hacía un frío húmedo que llegaba a los huesos. No se escuchaba ningún ruido. Avanzaba a tientas. De no haber sentido el piso de piedras bajo los pies habría creído que estaba flotando en el aire.
Apenas formulé este pensamiento, oí su voz, de nuevo ella, a mi izquierda, entre la espesura:
- Vuelve, no sigas…
Luego, silencio.
- Ven, ¿dónde estás? – pregunté emocionado.
Percibí el murmullo de unos pies ligeros deslizándose a mi alrededor.
- Vuelve, las nubes te engañan.
¿Por qué no podía seguir? Algo me dijo que debía obedecer. Antes de regresar me alejé aún unos cuantos pasos, desbordado por el peso de la conciencia.
Ella no volvió a abrir la boca.





11. El reencuentro


Cenamos. Queso, nueces y miel. La misma comida en los tres refugios. ¿También formaba parte del escenario? Estaba convencido de que su origen volvía a ser las novelas de género fantástico. Dicho así, más que cenando, estaba recordando. ¿Puede uno alimentarse de recuerdos? Me dije también que sí. Entonces ¿qué estaba comiendo Fedor? ¿Mis recuerdos, los suyos, una mezcla de ambos? El fuego de la chimenea bailaba frente a nosotros. Recordé las llamas del parque con una punzada de remordimientos. Fedor me observaba desde su vacío masticando un montón de nueces.
La puerta se abrió de golpe. Era ella: alta, pelirroja, con un vestido verde.
- ¡Salud! - dijo sonriente.
Devolví el saludo azorado. Ella tomó asiento entre los dos. El fuego dibujaba curiosas sombras en su rostro. Estaba bellísima pero…
-¿Por qué me obligaste a parar en el camino?
Se tomó su tiempo antes de responder:
- Huías ciego…
-¿Y no es para estarlo? Tú misma te encargas de ello. Además, ¿qué es todo esto? Me refiero a las montañas, al refugio, a la comida, ¿son un producto de mi imaginación?
- Identificas el escenario porque lo conoces, es tuyo.
-¿Qué quieres decir?
- Sé que las dudas te corroen, pero entiende, saliste de la ciudad sin salir antes de ti mismo, qué quieres, eso siempre es un problema, de ahí que cargues con tus obsesiones y que tengas esa impresión de estar perdido e indefenso. El verdadero objetivo de este viaje es que te conozcas mejor, en ello estás.
-¿Entonces seré libre?
-¡Otra vez con eso! – y me miro enfadada - La libertad no existe. Existen estados intermedios, actitudes adecuadas. No hablo de formas maquilladas de sumisión, hablo de objetivos realistas, de un punto de clarividencia que hará tu vida más feliz y llevadera. Pobre, creíste que saliendo de la ciudad dejarías atrás los problemas. Te equivocaste de plano. Tú formas parte de ellos. En cierto modo tú eres el Problema. ¿Entiendes?
-Entiendo…
-Ésa es tu mejor baza, que entiendes, y como entiendes, puedes cambiar… El que no sabe no tiene posibilidad de cambio.
-¿Por qué te preocupas por mí?
-¿Quién lo haría si no? - miré a Fedor con cierta complacencia, pero me topé con un muro que ni siquiera parpadeaba.
-Bueno, ¿qué debo hacer?
-Aprender.
-Sí, pero cómo…
-En su momento te dije que la cárcel más grande cabe en el hombre más pequeño, y tú no eres precisamente un hombre pequeño; eres un hombre grande, un hombre grande atrapado en una cárcel de las más grandes, que no dejas de ampliar con tus preocupaciones, con esos muros ideológicos que has levantado a tu alrededor y con tantos pensamientos en los que te enredas tu sólo. La falta de libertad plena hay que asumirla sin temor. Asume tu propio escenario sin miedo. No se trata tanto de huir como de saber cambiar. La ciudad necesita cambiar. Tú te has dado cuenta, pero para cambiarla primero necesitas cambiar tú. Y de eso no te has dado cuenta. Así de sencillo.
-Mi objetivo, por lo que veo, es un sucedáneo de la libertad…
-Tu objetivo es ser más feliz – sentenció - ¿Te parece poco?
-No, claro…
-¡Pues no le des más vueltas!
Fedor tomó la palabra de un modo desconcertante:
- Cadena perpetua de hastío.
¡Sancho haciendo de Quijote! Esto sí que no lo esperaba. Ella dio un largo suspiro antes de continuar:
-Bueno, ¿qué te ha parecido el exterior?
- Antes dame un beso… - parecía un niño caprichoso.
Sus labios cayeron sobre mí. Me sentía afortunado, único. Cómo deseé que Fedor se volatizara, pero el beso terminó en cuanto ella quiso, y Sancho seguía ahí, observándonos de un modo indescifrable.
-En general, me ha ido bastante bien. Hubo ocasiones en que estaba alegre y lleno de curiosidad, no me preguntes por qué, pues en otras me veía insignificante, igual que uno de esos arbustos con los que me cruzaba por el camino, o me sentía como este refugio, aislado en mí, sombrío, invadiendo un lugar en el que no debía estar. Días en los que siempre tuve la sensación de no avanzar, el campo era siempre el mismo y las montañas parecían inalcanzables. En la cuidad cada calle es una referencia. Referencias que en el campo desaparecen. Aquí la única referencia eres tú mismo.
- Y ¿qué te ha parecido a ti? – preguntó a mi sombra.
- Una experiencia inolvidable de la que estoy muy agradecido…
-Gracias Fedor por la concisión… Ya es tarde; es hora de dormir - Y mirándome fijamente sentenció - Mañana hablaremos de cosas importantes.


12. Llamas y menta


Tumbados en torno a la chimenea, arropados por el fuego, con el viento ululando enfurecido, impotente de no poder colarse dentro, mis pensamientos se fueron relajando hasta convertirse en sueño, estaba otra vez en el parque. Las llamas me rodeaban peligrosamente. La muchedumbre tomaba palomitas y coca-cola. La corriente roja azotó los árboles más cercanos y un clamor sordo brotó de las gradas que habían levantado a la sazón. El calor era abrasador. Las llamas reptaron por el suelo, aproximándose a mis pies. Una columna endiablada se alzó a mi espalda. El anfiteatro guardó un silencio terrible, expectante. Apreté los dientes, esperando el desenlace. Alguien tomó mi mano derecha, con delicadeza. Cuando las llamas cayeron sobre mí, sentí como si me rociasen con agua fresca con sabor a menta. Su contacto me había salvando. Un murmullo de desconcierto y desaprobación creció en el anfiteatro.
-No les está gustando el final de la historia.
-Que se vayan preparando. Se avecinan cambios que tampoco les van a gustar – y sonriendo - El fuego te ha purificado. Espero que te sientas mejor cuando despiertes.
Reí bajo las llamas, alzando una carcajada fresca.
-Ahora que Fedor no nos ve – me dijo-, ¿por qué no me das otro beso?


13. El pedestal


Las nubes se habían marchado dejando tras de sí pequeños bancos grises. La cumbre era un conjunto de grandes rocas de cantos afilados y cubiertas por el musgo. El refugio quedaba a un lado, en un pequeño claro, junto a la boca del túnel por el que llegué. El camino empedrado descendía por la otra vertiente, retorciéndose en cada recodo. El sol ascendía hacia el cielo despejado, de un azul intenso.
-¿Preparados para caminar? – dijo ella.
-¿Dónde vamos? – pregunté.
-Hacía ti – contestó enigmática, y yo no añadí ni una palabra.
Tomamos el camino que, estrecho y bien trazado, descendía entre grandes rocas. Respiré feliz aquel aire puro, que llenaba mis pulmones como un brebaje exótico, lleno de vida. Poco después la marcha se hizo más abrupta y empinada. El paisaje se fue abriendo a nuestros pies, mostrando un valle amplio, coloreado con marrones y amarillos de todas las clases. Parecía una manta vieja devorada por el sol cruzada por un río casi seco. Era el río de mis sueños. Por él había navegado en mis sueños durante los últimos años.

“…desciendo por un torrente caudaloso, indiferente al sol y a las nubes, a la lluvia o al viento que llora, pendiente de no volcar, en un viaje de muchas millas donde los paisajes cambian antes que las ideas y uno tiene que recapacitar rápido…”

Deslicé la vista por el río, fue como si lo estuviera navegando con mi barca, la de siempre, la que construyera con tanto dolor y desconocimiento, mientras la vista, que se creyó barca - que en verdad fue barca -, se deslizaba por el cauce, hasta desaparecer en la distancia. Cuando la vista no dio más, navegué con la imaginación, que entró en el mar con firmeza, encarando los envites de las olas y los azotes del viento como buena barca que era. Recuerdo que me detuve en ese punto del horizonte en donde el agua se confunde con el cielo.

“…en un mar casi ilimitado con un horizonte por descubrir y mil puertos en los que recalar, en una travesía en donde las ideas pueden explotar como la espuma en la tormenta o acompañarte durante días en la estela tranquila de mi mar en calma…”

Discurrimos por el camino, ahora menos escarpado, junto a un riachuelo que tuvimos que sortear dos veces por sendas plataformas de piedra. Las cumbres apuntaban al cielo con su perfil majestuoso. Sentí un respeto indescriptible hacia aquel paisaje inmenso y desinteresado. Mi sombra caminaba delante, junto a ella, ajeno a mis emociones. Intenté remediar la afrenta acelerando el paso y poniéndome a su altura. Pronto descubrí, no poco contrariado, que no había espacio suficiente para caminar los tres en paralelo, así que lo pensé mejor y desistí con la generosidad de las montañas; que mi sombra fuese libre, ya regresaría…
El caminó entró en un espacio protegido por una cerca de piedra. Era amplio y estaba cubierto de mala hierba. Al fondo había un pedestal esculpido en la roca.
Fedor rompió el silencio:
- Qué lejos queda ahora la ciudad…
Sí que queda lejos, maldita sombra. Allí nadie nos echa de menos; bueno, tu mujer quizá sí, pero a mí, ¿quién lo hará?
Cosette lo hacía cada segundo, pero ¡qué me importaba entonces! Luego vería la luz, en fin, esas cosas que se dicen… En cualquier caso, volvamos al pedestal de mis sueños, no profanemos el final de la historia, que ya llega.
Ella tomó la palabra, con voz firme:
- Éste es el pedestal de tu Voluntad, sobre él fraguaste muchas de tus ideas y esperanzas. Puedes ver lo abandonado que está. Lo olvidaste hace demasiado tiempo, desde que la ciudad pudo contigo, pero el pedestal existe, siempre existió. Es tuyo. Dentro de esa bolsa - se refería a una bolsa negra que había sobre el pedestal- hay una llave única que, de utilizarla correctamente, conllevaría grandes cambios.
-¿Es una llave de verdad?
- Mejor que lo veas tú mismo. Toma - cogí la bolsa - Eres libre de hacer con ella lo que quieras.
Como se ve, aquella libertad no era tal; en realidad, se trataba de otra orden encubierta, en toda regla. Volqué el contenido sobre la palma de mi mano derecha. Una semilla grande, similar a la de un albaricoque, rodó hasta la punta de los dedos. No supe qué pensar.
- ¿Qué hago con esto?
- Lo que quieras.
- ¿Es la semilla de un frutal?
- Mucho más que eso; se trata de tu voluntad concentrada. Deberías darle (darte) una oportunidad.
No sé por qué pensé en el huerto de Ryu. Plantaría allí la semilla.
Qué ocurre, ¿añoras la ciudad?
Ni mucho menos.
¿Entonces?
Qué se yo. Lo haré así y punto.
- Regresaré a la ciudad – dije no demasiado convencido.
- Bien.
-¿Y después?
-Después qué.
-Sí, que después qué debo hacer, qué pasará…
-Date un respiro, disfruta del momento... Aunque no lo creas, eres libre.
-Entonces regresaré…
-Yo todavía no – dijo Fedor con la vista clavada en el horizonte -. Antes he de ir al mar. Luego, ya veremos…
¡Increíble! Sancho y la rebelión consumada. En fin, se veía venir. No lo impediría, por supuesto, allá él...
- Adiós – alargó su manaza desagradecida. Sé que tenía que haberme mantenido firme y no haberle correspondido, pero heme allí estrechándosela como iguales.
Sin llegar a darme la espalda del todo, se acercó a ella:
- Adiós – dijo con una sonrisa que no me gustó. Dos besos sellaron la despedida.
Desapareció tras la cerca. Todo fue tan rápido que aún no me lo creía.
- No esperaba esto de Fedor, la verdad…
- Y qué esperabas – dijo ella frunciendo el ceño-, ¿su esclavitud permanente? La libertad debe ser completa. Asúmelo y deshazte de tus prejuicios de una vez.
- Qué remedio me queda…, por cierto, quiero bajar un momento al río ¿Me acompañas?
- No, mejor te espero por aquí…
- Como quieras.


14. La tumba


Tomé un camino cubierto de maleza que corría paralelo a la cerca. Unos escalones tallados burdamente en la roca me llevaron a una pequeña planicie en la que nacían dos senderos. Fedor se alejaba por el de la izquierda, en dirección al mar. Yo escogí el de la derecha, que llevaba al valle. El sendero dibujaba peligrosas pendientes. El paisaje era cada vez más árido, la vegetación escaseaba. El aire soplaba abrasador. Un par de aves trazaron caprichosos dibujos en el cielo, lienzo azul en el que no dejaban más huella que su misma presencia, cual pintor sin paleta, todo pincel.
Llegué al valle sudando por cada poro. Las aves proseguían su danza en lo alto. Encontré una barca varada en la arena. Era la barca de mis sueños. ¡Qué grande se me hacía aquello!
La corriente del río era tan débil que la crucé sin esfuerzo. La tabla descolorida del túmulo destacaba en la ribera requemada. Acaricié con los dedos la caligrafía muerta de la inscripción: Pedro Duarte.
- Gracias por ayudarme a salir de la ciudad – susurré de rodillas, con la cabeza gacha, las manos cruzadas y los ojos cerrados. No obtuve respuesta. El sol caía a plomo, el viento soplaba a rachas ardientes, las aves daban vueltas sobre mi cabeza formando un círculo perfecto.
- Gracias por ayudarme – repetí apretando las manos hasta fundirlas en un doloroso abrazo de dedos cruzados.
La salida siempre estuvo ahí; yo no tuve que hacer nada - respondió al fin mi voz de Pedro.
-Eres el hijo que nunca tuve.
Yo soy el hijo que nunca fui.
-Te quiero, Pedro.
Te quiero Pedro.


15. El pedestal vacío


La tumba supo serenarme. Regresé sin prisa, con la mente despejada, afrontando con entereza, sin quejarme, los rigores del ascenso y el calor sofocante; todo este castillo de naipes se derrumbó al llegar al pedestal y no verla. Me sentí engañado, vacío. ¿No dijo que me esperaría? No te alarmes tan pronto; quizá esté en el refugio. Quizá, sí, pero algo me decía lo contrario. En esto, empezaron a brotar margaritas y claveles de vivos colores. Coronas de hojas verdes adornaron los arbustos secos. Un ruido atronador surgió del el valle, era el río, su corriente se había multiplicado milagrosamente.
La alegría también llenó mis ojos. Sentado en la cerca, sin proponérmelo, localicé a Fedor; un punto distante en el valle, y por primera vez no sentí ningún rencor ni malevolencia hacia él.
-Ve en paz, amigo.


16. Besos desde ninguna parte


Subí las últimas rampas dominado por los peores presagios. Dentro del refugio encontraría la siguiente carta:

Al final no pude esperar. Deja que el corazón te posea y camina alegre. Mil besos desde dentro de ti. Abajo la sonrisa perpetua. Cántame por dentro.

Y la canté, ¡vaya si lo hice!, releyendo la carta de forma obsesiva, deteniendo mis emociones en cada palabra, devorando cada frase en busca de una clave oculta, de una brizna de esperanza donde parecía que no lo había. ¿Se trataba de una despedida? Podía ser, por qué no, pero ¿así, sin más?
- Gracias por quererte tanto – canté con los ojos rotos.
Si me daba prisa, podría llegar al refugio nº 2 antes de que cayera la noche, y quién sabe, tal vez nos reencontrásemos en la ciudad, aunque lo cierto es que no muy optimista.
Sobre la mesa había un libro de pasta roja, letras doradas: El libro de juguete. Era el mismo que encontré en el carro de los mendigos. El final estaba en blanco. Leí la última página escrita:

“Subí las últimas rampas dominado por los peores presagios. Dentro del refugio encontraría la siguiente carta”

Al final no pude esperar. Deja que el corazón te posea y caminarás alegre. Mil besos desde ninguna parte. Abajo la sonrisa perpetua. Cántame por dentro.”

No quise leer más. El libro seguía registrando el curso de mis andanzas, en tiempo real. Lo dejé sobre la mesa, conmovido. Antes de partir hice varias fotos. Quise atrapar aquel lugar para la posteridad. Trabajo vano; el pasado es pasado; las fotos, telarañas en las que nos enredamos si se las mira más de la cuenta. Empecé a bajar la montaña dándole vueltas al libro, a ella e incluso a Fedor y su desplante, hasta que alcancé a mi buen amigo el arroyo. Entonces me puse a pensar en otras cosas que no recuerdo.
Lejos, rayando el horizonte, la luz del atardecer bañaba la ciudad con tonalidades rojizas. Era como un bosque en llamas. El sol penetró en la nube de polución.
Seguí mi camino.

Óscar Montes Trinidad - El libro de juguete (2ª parte)


La mujer de juguete


1. El faro rojo


Tomé el metro, línea 5. Me esperaba un vagón abarrotado. Aguardé impaciente la llegada de mi parada, asido a un trozo de barra libre. No tardé en descubrir que mi rosa no pasaba desapercibida. Había quien la miraba con simpatía, sonriendo incluso; otros, en cambio, denotaban su hostilidad, incómodos, quién sabe, por el abismo que separaba la flor de sus maletines de marca. Sea como fuere, me abstraje de unos y otros, y bajé en Alonso Martínez, con la flor y la sonrisa en ristre.
Fuera la lluvia no cesaba.
No puede contenerme; corrí como en esos anuncios que apenas tienen algo que ver con la realidad, chapoteando en charcos y arroyuelos, esquivando paraguas y chubasqueros, sin perder el ánimo, eufórico por el encuentro inminente, que ya estaba ahí, cerca, a pocas calles; corrí calándome hasta los huesos pero feliz, hasta que se me atragantó una pregunta de esas que me hago porque sí con la única función de mortificarme: ¿y si no viene?
Fue ella quien irrumpió en mi vida. No tendría sentido. ¿O sí?
Entré en la plaza decidido a zanjar todas mis dudas, lo cual significa que mi ingenuidad campaba a sus anchas, indomable como siempre. Las terrazas estaban recogidas. Los pocos viandantes que circulaban a toda prisa se me antojaron fantasmas a la deriva agazapados bajo los paraguas, pendientes de no mojarse, de no demorarse, de regresar pronto a sus casas y echar la llave todo lo que diese. Era una mañana de primavera que hablaba en invierno, un idioma desapacible y ajeno a mi felicidad. El rojo inigualable de la rosa sin duda era una provocación para aquel cielo serio e intransigente.
- Tú serás mi faro, linda rosa - susurré intranquilo.
Tres o cuatro paraguas redujeron la marcha al pasar a mi lado. Quizá se preguntaban qué hacía una estatua empapada como yo en medio de la acera, con la rosa en la mano, buscando vete a saber qué, pues no dejaba de mirar a todas partes, incluso a ellos, anhelante. Una sombra bajo un pórtico, al otro lado de la plaza, llamó mi atención. Caminé hacía allí con la rosa - mi faro rojo y protector - por delante.


2. Ella


Otra rosa roja asomaba del pórtico, llamando a la mía. El corazón no cabía en mi pecho. Una pareja acuciada por la lluvia pasó entre las rosas salpicando nuestra intimidad con su barro apresurado: ¡Jóvenes! Entré en el soportal lentamente. Se trataba de un microcosmos sometido a su fragancia; al reinado de su cabello largo, liso y moreno; al fragor incesante de su presencia. Hablé con voz insegura, aferrado al tallo de espinas cortadas:
- No sé por dónde empezar… aunque ¡qué más da! Soy un caos – esto puede que ya lo sepas - que pasa las mañanas vagando por la ciudad, preso de mis obsesiones, atrapado en bares que me alimentan sin formalidades, que araña alguna foto si es que se tercia, inquieto bajo tanta fachada impoluta, o al ver mi reflejo en los escaparates donde todo se vende, o al cruzarme con la mirada vaga y el rictus ausente de los hombres y las mujeres con las que me cruzo, y como no puedo con esta vida grisácea y sin esperanza, procuro evadirme cada mañana a mi modo, en el banco de siempre, hasta que me canso y regreso a las calles, y vuelta a empezar. Ahora dime, ¿quién eres? ¿Por qué me sigues? ¿Desde cuándo lo haces? Te advierto que estoy tan perdido que no te puedo ofrecer mucho. Siento que soy así de pequeño – e hice un gesto con los dedos - y ¡todo es tan grande y trivial! Bueno, ¿no dices nada? - y no, no dijo, la sombra seguía escuchando -. Deseo conocerte. Hasta ahora sólo eras una llave, un perro, un sobre, una nota… y muchos interrogantes... Es curioso, deberías ser tú quien hablase, y sin embargo callas y yo, yo que… En fin, no quiero repetirme, creo que te quiero, lo demás sería irme por las ramas…
- Repite eso – su voz, dulce, vibrante, única
- Que repita el qué.
- Eso de que me quieres – su voz, amparada en las sombras, parecía surgir de la nada.
- Te quiero – dije un tanto avergonzado. En realidad, era una desconocida.
- Yo también te quiero - fue como si amaneciese en el soportal -. Ven...
Tomó mi mano derecha y temblé como un chiquillo. Ya nunca seríamos dos extraños. Salimos de la plaza protegidos por un paraguas de plástico, esquivando el torrente humano de Hortaleza, cruzando la Gran Vía y sus respectivos torrentes. Sólo tenía sentidos para ella, era un niño agradecido al que pasean y que sonríe a la lluvia con inocencia. Ella era mi pelota. ¿Qué depararía su juego? ¿Superaría mis obsesiones? Aún era pronto para contestar a esa pregunta. Ahora sé que nunca podré contestarla. Hay cosas que nos superan. Así de sencillo.
La lluvia empañaba nuestro firmamento de plástico transparente y varillas al entrar en el parque de El Retiro. Las avenidas, los caminos, los senderos sin gente, parecían más reales que de costumbre con los árboles luciendo colores más vivos, los jardines exhalando aromas más íntimos e intensos y el estanque que, embravecido por el viento, parecía añorar al mar.
La lluvia se me antojó que era un ejército de lobos etéreos, al mando de un Atila tormentoso decidido a expulsar del parque, de las aceras, a cualquier hombre, para levantar un imperio bajo las nubes, sin límites prefijados, cuya decadencia comenzaría con las últimas gotas, pero cuyo fin aún quedaba lejos, por eso el ejército se mostraba poderoso e incansable, volcando las sillas de las terraza a nuestro paso, agitando las copas de los árboles, azotando sin piedad a las estatuas, rehenes casi humanos de su ira.
Bordeamos el estanque asidos al paraguas con las cuatro manos, manos sobre manos. Yo me dejaba hacer, absorto en su perfil delicado, en la alegría de sus pestañas, en la explosión de su sonrisa. Cada parte de ella acaparaba toda mi existencia.
Llegamos a las taquillas del embarcadero. Estaban cerradas, con la tabla de horarios en la penumbra.
- Sujeta – me pasó el paraguas y saltó uno de los tornos.
- ¿Qué haces? - pregunté inquieto.
- ¿Es que no lo ves? Anda, dame el paraguas y salta... – obedecí.
Entramos en una caseta, junto al embarcadero. Un escritorio cubierto de papeles, un par de sillas, un sofá y un archivador componían el adusto mobiliario. Una lámpara encendida iluminaba el escritorio. Me pregunté dónde estaba la gente. ¡Era sábado! ¡No podíamos estar solos en el parque! Una mirada suya hizo que mis dudas no llegaran a más. Mi mundo era ella.
Observé el embarcadero a través de una ventana azotada por la lluvia: las barcas se mecían como un rebaño inquieto.
- Toma – sacó de su bolso (hasta ese instante no me había fijado en él; creo que era negro) un folio doblado en dos.
- ¿Qué es esto?
- Tu nuevo artículo; lo tenías que entregar hoy, ¿no?
¡Es verdad! ¡Lo había olvidado!… Pero ¿cómo demonios sabía…? Ni siquiera pude terminar la pregunta; ¡claro que lo sabía! Ella parecía saberlo todo…
- No puedo aceptarlo, entiéndeme, debo escribirlo yo…
- Es tuyo.
- ¡Qué va a ser mío! Ni siquiera lo he leído…
- Claro que es tuyo, lo llevabas dentro, sólo he tenido que sacarlo… Si te lo doy así es porque tenemos poco tiempo y sé que quieres entregarlo – no era esa precisamente la razón; se trataba, en realidad, de un espectáculo hecho a mi medida, una demostración de poder en toda regla.
Me dije otra vez que el artículo no me pertenecía, pero recordé El libro de juguete en el carro de los mendigos y ya no supe qué pensar. Tomé la hoja con respeto. De ser mío, aquel texto se adelantaba a su tiempo, y por ende, a mi propia naturaleza.
Me senté en una silla para leerlo.


3. La Tormenta


Soplan fuertes vientos de violencia y guerra, vientos con el olor a pólvora y a la carne barata del enemigo, vientos ardientes que fustigan nuestras espaldas y que vibran con luchas de poder no reconocidas, luchas silenciadas, terribles e invisibles. Tarde o temprano llegan las nubes, nubes grandes, poderosas cual hongos atómicos en edad de crecer; nubes en las que palpitan rayos y truenos tecnológicos del presupuesto de todas las naciones pobres. Apenas nos hemos resguardado, comienza a llover, grandes gotas rojas aún calientes. Arrecia la lluvia. Nacen charcos con nombres y apellidos que muchos intentan sortear a la carrera, no vayan a salpicarse. Todos corren al refugio reparador de los hogares, allí donde no hay espacio para las conversaciones, donde los televisores hablan por nosotros, las 24 horas del día, y militarizados hombres del tiempo dan sin descanso el parte meteorológico: si estáis con nosotros, cielos despejados ahora y siempre. Cuando la lluvia roja golpea las ventanas, la gente se asusta y sube el volumen de los televisores. Poco después duermen, intranquilos, el televisor sigue encendido dentro de sus cabezas, el ruido de fuera casi no les molesta, pues les han convencido de que la tormenta no existe.




4. El estanque


El texto era mío, sin duda. Un silencio frío, que no daba pie a las palabras, poseyó la caseta. Las costuras del mundo se habían abierto mostrando una grieta que ponía a prueba lo poco que quedaba de mi sentido común. Desconocía adónde llevaba, quién sabe si a otra esfera del pensamiento, de la vida a la que acababa de ser invitado. Dicho esto, he de reconocer que junto a ella me sentía más flexible, menos limitado. ¿Estaba mudando la piel como los lagartos? Necesitaba recapacitar; apresurarme en mis juicios no serviría de nada.
- ¿Por qué yo? – pregunté asustado, rompiendo el silencio de cristal.
- Así lo has querido…
- ¿Quién, yo? ¿Quién eres?
- Lo sabes perfectamente…
Nos abrazamos con cariño. Decidí continuar aquella aventura sin cuestionar demasiado las cosas; si tenía que ver, vería; si no oiría, olería o tocaría con tal de superar mis prejuicios y limitaciones, pues mi objetivo ahora sí estaba claro: ella. También sé que en otras circunstancias hubiese buscado su boca, la hubiese querido desnudar allí mismo, sobre la mesa, rompiendo para siempre las barreras del cuerpo, pero esta vez era distinto, y un abrazo - gesto que lleno de fuerzas maravillosas - colmó mis emociones. Su aroma evocador me transportaba, con una autenticidad inimaginable, a los veranos de mi infancia, esos días casi olvidados que disfrutaba traveseando el campo, rodeado por cientos de flores a las que nunca supe ponerles nombre; rastreando hileras inacabables de hormigas, de rodillas, medio hipnotizado, hasta pararme frente al agujero negro, entrada increíble de misteriosas cámaras subterráneas, allí dónde la reina de las hormigas, grande como una nuez, descansaba sobre mullidas hojas frescas; o cazando saltamontes que luego estudiaba fascinado por su aspecto de otro tiempo; u observando el ir y venir de las golondrinas, que se me antojaban diminutos cometas sin hilo, libres en el aire, surcando las remotas mañanas de mi infancia…
- Salgamos, ya llueve menos.
Caían cuatro gotas. El viento se había convertido en un soplo inofensivo. Daba la impresión de que Atila reagrupaba sus fuerzas en alguna parte.
Fuimos al embarcadero. Las barcas, atadas a las amarras, parecían dormir sueños de madera y brea. Montamos en una.
- ¿Confías en mí? – me preguntó.
- Sí – contesté y ella sonrió de un modo que me hizo sentir pura y llanamente feliz al tiempo que comenzaba a vendar mis ojos.
- Quiero que aprendas a conocerme con el corazón, no con los ojos. Rema…
Me removí incómodo en el asiento, pues estaba mojado, mientras ella susurraba algo ininteligible, y pasaba el dedo índice de su mano derecha por mi frente, de arriba hacia abajo, despacio, muy despacio, continuando por el perfil de mi nariz. Tomé aire y comencé a remar guiado por su voz:
- Para el que rema lo más importante son los remos, no el rumbo… - o bien -. Déjate llevar por tus sueños, no te marques ningún objetivo, sé tú mismo el objetivo, piensa que los remos te divierten y te ayudan a escucharme…
Cuando se levantaba el viento, hacía fresco. Chispeaba. Yo remaba sin abrir la boca, con los brazos calientes, escuchando cómo las palas entraban en el agua, impulsaban la barca y salían describiendo en el aire una parábola invisible. También sentía la proa cortando la superficie del estanque, oía el trasiego de la madera e intuía con el corazón la estela que dejaba tras de sí nuestra marcha sin rumbo, percibía que nos acercábamos al borde del estanque por el rumor de el viento en los árboles. Entonces rectificaba la trayectoria, moviendo los remos con fuerza, hasta que la distancia volvía a amortiguar la voz de las hojas. A veces escuchaba el canto de los pájaros sobre mi cabeza, surcando el cielo que nos llovía; otras desaparecía, sumiendo la marcha en cierta melancolía.
Seguí remando, empapado, sudando por cada poro. Estaba tan abstraído que tardé en percatarme de que hacía rato que no se oía el rumor de los hojas. ¿Estaré dando vueltas al centro del estanque?
- ¿Estamos en mitad del estanque? - siguió un vacío sin respuesta que se me hizo eterno, en el que remé saturado de inquietudes, a punto de quitarme la venda, más ciego por dentro que por fuera.
De pronto llegó su voz para serenarme:
- Los límites del estanque los pones tú… - y se fue igual que vino.
¿Qué ha querido decir con eso?
¿Es que el mundo había cambiado como en uno de mis sueños?
Imaginé un estanque sin bordes, transformado en mar, con la barca en el centro y yo remando sin objeto, aguardando solamente una señal, un gesto que indicara que podía quitarme la venda, que el juego había terminado.
- ¿Puedo quitarme la venda? – no hubo respuesta. Desgarrado e indefenso, añoré el rumor de los árboles, el trino de los pájaros, cualquier referencia.
Rompió a llover con fuerza. Un resplandor tras el vendaje. Poco después llegó el trueno.
- ¿Qué vamos a hacer? - aguardé remando sin rumbo (o con todos los rumbos), bajo la lluvia y el viento, cada vez más exhausto, mientras la ansiedad me nublaba el entendimiento. Al fin me quité la venda; ella no estaba, había desaparecido. El estanque era el de siempre, ni más grande ni más pequeño.
Todo parecía normal, pero no lo era.
¿Dónde estaba ella?


5. Mensaje en las palmas


Dejé la barca junto a un roble que metía sus raíces en el agua, se diría que para hurgar el fondo a escondidas. Un relámpago iluminó árboles y setos, los bancos abandonados en los rincones, los caminos infinitos y una estatua prisionera. Acaricié el reloj de arena, su piel de plata regalada. La escasa luz que burlaba el muro de las nubes caía sobre el parque sin fuerza, casi muerta, lechosa. Las sombras se estaban adueñando del mundo, hablaban de grandes silencios, del viento como centinela y del crepúsculo.
No puede ser tan tarde, como mucho la una o las dos…
Las ramas de los árboles parecían dedos de madera a punto de apresarme. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Estaba loco? Los árboles no podían hacerme daño, me estaba dejando llevar por un histerismo injustificado. Vale, pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde estaba la gente? ¿Por qué no me abandonaba la sensación de que aquel silencio, los árboles e incluso el viento no eran reales? Impotente, me llevé las manos a la cara; cuál no fue mi sorpresa al descubrir que tenía escritas las palmas.
Leí la izquierda:
Cierra los ojos para ver la música.
Leí la derecha:
El amor es la música del cuerpo.
Cerré los ojos para ver esa música, pero estaba tan alterado que no oía más que mi propia respiración, entrecortada como un motor al que se le acaba la gasolina. Procuré calmarme. Un rato después, empecé a escuchar el sonido de la lluvia al chocar con las hojas de los robles, al caer sobre la hierba que cubría el suelo o al fundirse con la superficie del estanque. El sonido era de una claridad inaudita. El viento lloraba como un gato y a mí me daba pena ese dolor del aire que hablaba de mi profunda soledad bajo el roble de ramas infinitas, por eso cerré los ojos, pues de eso se trataba, ¿verdad?, lo decían mis palmas… Y como necesitaba desconectar mis alarmas todavía más, inspiré hondo, guardando el oxigeno en los pulmones, soltándolo luego, lentamente, así treinta o cuarenta veces; el ritual surtió efecto, empecé a oír un piano, lejos, en el corazón de aquel parque desconocido, supe que era la señal, tendría que ir hacia allí.


6. El palacio


Caminé a ciegas, pendiente del rastro musical. Sólo abría los ojos para orientarme por los senderos y protegerme de las ramas. Aquellas notas - cristalinas, dulces, mágicas - eran de Chopin, del 2º movimiento de su concierto Nº1 para piano y orquesta. Notas convertidas en poesía que llevaban mis pasos a través de la oscuridad. La lluvia caía silenciosa y suave, parecía que no quisiese perturbar la melodía que llegaba, cada vez más cerca, de algún punto del inextricable paisaje. Notas con una sensibilidad prodigiosa que volaban a mi alrededor como copos de nieve. Se diría que el piano las acunaba antes de soltarlas, y que lo hacía con una ternura pura e infinita, y que éstas entonces se multiplicaban, camino de algo que estaba, está y estará más allá de tiempo y del espacio: la eternidad.
Desemboqué en una alameda. Había dejado de llover. El viento también se había esfumado. Las notas quedaron entonces suspendidas en el aire. Parecía copos inmóviles llenos de armonía. El Palacio de Cristal destacaba en lo alto del camino. Se trataba de un invernadero, hogar de antiguas Exposiciones. La música procedía de él. Había gran concentración de copos junto a la puerta. Los cipreses dormían en el lago. Era noche cerrada. Las nubes habían desaparecido en la oscuridad.
Todavía me demoré en la escalinata de mármol, absorto en la música, entre los copos. Cuando al fin pasé al palacio, ella tocaba el piano balanceando el cuerpo con los ojos cerrados. Sus dedos se movían con rapidez. Los martillos de fieltro golpeaban las cuerdas con una sensibilidad difícil de describir. Tomé asiento a su lado, en la única silla que había. Al principio creí que no se había dado cuenta de mi llegada. Qué confundido estaba, pues no sólo me sentía, su percepción de mí iba mucho más allá. Podría decirse que me estaba escribiendo un mensaje sin botella, un mensaje igual que los que yo mismo lanzaba, desde mi isla inaccesible, a la editorial o al periódico; un mensaje sin palabras, compuesto de copos musicales soltados al mar del viento; un mensaje que daba forma al silencio y con un solo objetivo: traerme a su isla.
Mientras siguiese tocando, desaparecería la frontera de la ciudad; quizá por esa razón se bosquejaron en mi mente mil salidas que hacían de la autopista un obstáculo sin importancia. Era consciente, en cualquier caso, de que ese hechizo se esfumaría en cuanto la música terminase. Con esa certidumbre vislumbré el Amor sin principio ni fin que anida en lo más profundo de mí. Supe también lo íntimamente unido que estaba a todo, yo, una mota de polvo flotando en el fragor de la eras. Volé hasta que cesó la música. Volé tan lejos que luego me costó regresar al palacio, a la silla, a mí… ¿Qué recuerdos guardo de aquel viaje? Apenas una palpitación, un presentimiento y calor, mucho calor.
Abrí los ojos, y allí estaba, frente a mí:
- ¿Te gusta viajar? – dijo.
- Claro – respondí.
- Espero que hayas aprendido algo…
Dije sí por no estar callado.
- El piano es una extensión del alma, facilita su expresividad, la hace más accesible, ya que las palabras a menudo se quedan cortas y enturbian los mensajes. Son barreras que la música trasciende. Se trata del verdadero lenguaje del alma.
- ¿Por qué Chopin?
- Porque es magnífico… - sentenció.
-Sí, pero no es tuyo. Chopin no pertenece a esta ciudad, está en otro contexto, fuera de nuestro tiempo. ¿Cómo pretendes que te conozca a través de él?
-El arte transciende las distancias. En realidad, no deja de ser un canal de comunicación. Chopin creó un lenguaje que yo utilizo. Podía haber tocado algo mío, claro, pero no hubiese servido: somos demasiado diferentes. Cuando estés bien contigo mismo, verás las cosas de otro modo.
- ¿Diferentes? ¿Cómo de diferentes?
-No tengo por qué decírtelo; relájate y vive el momento, no necesitas más. Ahora nos entendemos, eso es lo importante…
- ¿Gracias a Chopin?
- Sí, gracias a Chopin.
Aquellas palabras me llenaron de frío.
- ¿Qué quieres de mí?
- Ten paciencia y confía. Nos unen más cosas de las que tú crees.
Un par de lágrimas, demasiadas para mí, surcaron sus mejillas. Juré que no volvería a desconfiar de ella. Juramento inútil, pues la desconfianza iba a ser nuestro sino. Sequé con la yema de mis dedos la línea brillante que las lágrimas habían dibujado en su piel.
-No llores, por favor.
-Te lo agradezco... – y esbozó una sonrisa -. Se ha hecho tarde. Salgamos de aquí, la ciudad nos espera.
- ¿Tan tarde es?
- Aquí no, pero fuera es otra cosa. Ya sabes, hay relojes, la gente los mira, se lo cree y todos tan tranquilos.
- ¿Es esto la eternidad? –pregunté.
-La eternidad representa la muerte del tiempo, la de todos nosotros. Si estamos vivos es porque el tiempo es finito, igual que tu y que yo.


7. El beso.


Un relámpago iluminó el cielo al salir del Palacio. El parque seguía solitario, con los copos flotando en el aire y un rumor vago, como de voces que estuviesen conspirando, enredado en los árboles. ¿Qué será? Lo cierto es que me faltaba imaginación para responder a la pregunta. Bajamos por la alameda, camino del estanque. Cada banco era un signo de interrogación que me preguntaba, mirándome a los ojos, por qué lo había abandonado. Todavía no sabían (yo tampoco) que no los necesitaba, pues todas mis esperanzas, mis últimas energías, pasaban por ella.
Llegamos a la verja del parque; al otro lado, hombres y mujeres yendo y viniendo, luces en las ventanas, coches quejándose con sus cláxones, olor a combustible: el imperio sin fin de lo cotidiano. Algo, sin embargo, había cambiado. ¿Mi percepción? Puede ser, la ciudad parecía esconder nuevos matices desde las verjas del parque, junto a ella.
Una caricia suya me rescataría de mi confusión. Salimos por la puerta de O’Donnell. Nos detuvimos en una parada de autobús. Un grupo de personas aguardaban en orden. Ella me miraba fijamente. Pensé que nos besaríamos, pero ella se limitó a poner algo en mi mano derecha; una nota, doblada.
- Es mi dirección. Hasta mañana.
-¿Mañana? – no quería separarme de ella tan pronto - ¿Por qué?
-Necesitas estar solo, descubrir qué sientes. Necesitas descansar, vete a casa y recapacita, te vendrá bien, piensa en lo que has vivido hoy e intenta sacar buenas ideas. Hasta mañana...
Y nos besamos, ella con los ojos cerrados, yo no, quería verla de cerca, sentirla vulnerable, menos misteriosa, pero el beso terminó de repente y abrió los ojos y nos miramos sin decir palabra.
Se alejó en dirección a la plaza de la Independencia, cada vez más pequeña, un punto gris al final de la avenida que me llenaba de emociones.
7. La nota


El autobús 28 iba lleno. Tuve que viajar en las escaleras, aplastado por un tipo corpulento, rapado al uno, que no podía dejar de moverse, refunfuñaba como un oso acorralado y de tanto en tanto me miraba de soslayo perdonándome la vida. Yo intentaba abstraerme como podía, pero cada parada era un suplicio; la gente daba los empujones que hiciesen falta al pasar, levantando la voz por cualquier motivo. En un momento dado mi compañero de escaleras clavó su codo en mi estómago con una meticulosidad sospechosa. Si a todo esto le sumamos un empujón a quemarropa que casi me estampa contra la luna del autobús, no es de extrañar que decidiera bajar antes de mi parada.
El autobús se alejó humeando la avenida solitaria. El viento soplaba otra vez. No llovía. Recordé la nota; aún no la había leído: ¡Estaba en blanco! ¿Cómo puede ser? La puse a contraluz: nada de nada. ¿Cómo demonios quería que la encontrase? Un dolor caliente, rojo, se adueñó de mi cabeza. No podía pensar con claridad. Entorné los ojos, así estaban mejor, contraídos, apenas un par de rendijas que me llevasen a casa. El cuerpo me pesaba una barbaridad, parecía hecho de plomo, lleno de carne de plomo y grasa de plomo. No tenía fuerzas para andar, sólo dos piernas delgaditas, casi alambres, qué digo, mucho menos que alambres, a punto de quebrar. Busqué un banco con las rendijas, el de siempre, sobre el que desplomar todo mi dolor e impotencia. Vi uno en la otra acera. Crucé desesperado, recriminando mi histerismo entre dientes. Alguien lo había vomitado a conciencia, cuidándose de dejarlo inservible por una temporada. Todavía conservaba los mensajes de las manos: Para ver la música, primero hay que cerrar los ojos; el amor es la música del cuerpo. Cerré los ojos y no sirvió para nada.
Mañana será otro día, no le des más vueltas, dijiste que confiarías en ella. Sí, lo dije…
Anduve a trompicones, lastrado por mis dudas. Pasé junto un a bar abarrotado. La gente no despegaba la vista del televisor. Había partido de fútbol. Nadie se miraba a la cara, todos contenían la respiración, nadie era protagonista, todos eran espectadores. Carecía de importancia lo que pasara en el bar en aquel momento. Se trataba de un sueño colectivo. Un espasmo sacudió el bar, la ciudad. Un ¡Uy! barrió el silencio de las calles. Atila reaccionó y empezó a llover.
Llegué a casa. Intenté comer un poco de jamón, una manzana, un par de onzas de chocolate, que dicen que viene bien, pero cada bocado era un suplicio, pues no tenía apetito, y la nota en blanco iba a hacer que me estallase la cabeza. El chorro de agua caliente de la ducha logró alejarme de mis preocupaciones. Me hallaba bajo una catarata del trópico, oculto en lo más profundo de la selva, en un lugar en donde los caminos sólo existen para mí. Bajo la cascada recobré parte de mi equilibrio. Grandes loros surcaban el cielo como pequeños arcoiris. El corazón de la selva latía con las voces de su fauna. Yo era un hombre primigenio, anterior a la ciudad, libre de todo menos de ella.


9. El beso enmarcado


Arrellanado en el sillón rojo de la biblioteca, rodeado por torres de libros, dejé vagar mi imaginación en El Beso, de Klimt (o el deseo, según mi catalogación), cuadro emocional ajeno al tiempo y al espacio, en el que asumo, e incluso envidio, la esclavitud de sus protagonistas. El hombre representa la rigidez y es previsible como el deseo que alimenta. La mujer es diferente, luce formas más sutiles, su deseo es más sofisticado, está hecho de curvas, flores, tejidos vaporosos y de una sensibilidad celestial. Él está ahíto del invierno de la pasión; ella de la primavera del poeta, juntos, para siempre, en el calendario de El beso.
La dibujé en mi memoria recordando la despedida en El Retiro; la dibuje con esas curvas y esas flores y esos tejidos llenos de aire, mientras la abrazaba poseído, duro como uno de los bloques grises, repetidos, que lindan con el parque.
¿Qué música le iría bien al cuadro? No lo dudé: Chopin.
La imaginación me llevó al Palacio de Cristal, arropado con la música de mi amor, entre copos luminiscentes, para dejarme junto a ella…
Aparté de pronto la vista del cuadro, al que vi igual que una cárcel bien disimulada, pues no la tenía a ella, y aún así la quería con locura, la había convertido en algo demasiado importante, y eso me cerraba las puertas, incluso la de la biblioteca. Pero ¿cómo estaba antes de conocerla? La ciudad había podido conmigo, me había dejado seco, sin futuro y con un pasado lleno de impotencia y de Cosette…; sus muros superpuestos, en una sucesión interminable, no me dejaban ver, y mis ideas, que siempre creí libres, chocaban una y otra vez contra la autopista de circunvalación…
Y ahí terminaba todo.
¿Qué habrá más allá? ¿La libertad? ¿Acaso la libertad es un espacio?
Salí de la biblioteca cerrando de un portazo. La vida me quedaba varias tallas grande. ¿No nos adoctrinan precisamente para esto?


10. El automóvil.


Encendí la tele como un autómata estropeado. Pasé de canal como el que busca oro en una mina que sabe abandonada, y que aún así lo hace. Sólo encontré luces y ruido, mucho ruido. En el balcón quise devorar la noche: la ciudad dormía sobre las aceras, bajo el mar de coches, en las fachadas mudas, en torno a las farolas que iluminaban el silencio y la inmovilidad. El recuerdo del beso me atormentaba. Respiré queriendo tragarme todo el aire y explotar. Una pataleta infantil, lo sé. Calle abajo apareció alguien, resultó ser el tipo de la noche anterior. La barra justiciera asomaba de su chubasquero. Entró en el aparcamiento sorteando los charcos. No acerté a explicar qué tenía contra nuestro aparcamiento, podía ser descubierto, la gente estaba pendiente. Sacó la barra junto a un modelo verde, recién sacado del concesionario, mirando a todas partes menos a mi balcón. Estaba visiblemente alterado. Sabía a lo que se arriesgaba. Fue verle levantar la barra y no poder contenerme:
- Oiga – miró hacia mí desencajado -. Deje ese coche y reviente el mío, haga el favor…
No me interesaba el auto: ¡Ojalá se volatizara! La visión de la autopista reafirmaba esta idea. Recordé el reloj de Cortazar:
…algo frágil y precario de mi mismo; una necesidad de atenderlo, una obsesión de atenderlo, un miedo a que lo golpeen, a que lo roben…
- No se preocupe, golpee el mío, el blanco, el tercer coche blanco, ése, sí…
Rompió a llover con fuerza, se estaba empapando. El vándalo apenas se atrevía a mirar a mi balcón. Parecía que no podía con la barra. Le dije que no debía preocuparse, que el coche era de mi propiedad y que tenía permiso para desfogarse a sus anchas, pero no reaccionaba. Ni siquiera se movía.
-¿Le ocurre algo? – pregunté, pero el otro salió disparado del aparcamiento, gritando:
-¡HIJO DE PUTA!
¿Así agradece que se le faciliten las cosas? Estaba claro que al instarle a golpear mi vehículo neutralizaba sus razones. Pero, ¿qué razones serían?


11. Lápiz y papel.


Al entrar en casa olvidé que mi cuarto tenía puerta. El golpe en la frente retumbó en mi cabeza varios minutos. Pensé que me había hecho una brecha, pero no fue para tanto, todo se quedó en un ligero moratón. ¿Lo habrá oído Fedor? Imposible, y aunque lo hubiese hecho, ¿cómo sabría que era yo? Para eso tenía que estar en la puerta como un perrito faldero y no llegaba a tanto, gracias a Dios. Dejé la nota sobre la mesilla, blanca hasta hacerme daño, sin una línea que diera pie a la más mínima esperanza. Con la frente dolorida y la mente dominada por el pesimismo, me dije que la noche sería larga. Estaba equivocado. Cuando quise darme cuenta era de día y el perro de mi vecino ladraba como si nunca tuviera bastante. Eché un nuevo vistazo a la nota: seguía en blanco. El enigma se reafirmaba. Me vestí de cualquier manera y desayuné de pie en la cocina. Luego pasé al salón sin saber qué hacer. Una pareja discutía en la calle dando voces. Encendí la luz y bajé las persianas para aislarme. El televisor estaba apagado. ¿Para qué lo necesitaba? ¿Para volverme más loco si cabe? Lo tiraría ahora mismo. Sus 30 kilos me pusieron a prueba al bajarlo al suelo. Lo arrastré con esfuerzo hasta la puerta. Entonces vi el sobre, junto a ésta. Alguien debió colarlo por la noche.

Hola, amigo:
Te llamé pero debías de estar durmiendo. Esta mañana pasó por aquí una amiga tuya. Me encargó que te diera un lápiz que sacó de su bolso. Lo dejé en tu buzón. A ver si nos vemos pronto.

Tu amigo, Fedor.

Bajé al portal; antes de abrir el buzón, tragué saliva: una carta del banco cayó a mis pies; dos hojas de publicidad, una verde y otra roja, revolotearon en el aire en una competición espontanea que perdería la que primero tocara el suelo. La roja. No veía el lápiz. Hurgué en el cajetín. ¡Ahí estaba! Regresé a casa. El asunto tenía su lógica, no cabe duda, pero ¿qué se supone que debía hacer? Bueno, vale, escribir, pero el qué. Tomé el lápiz con la mano izquierda, la nota con la derecha. ¿Soy zurdo? No, estaba confuso, sin más. Necesitaba que me diera el aire, desahogarme de alguna manera. Colgándome el zurrón, saqué el televisor de casa, a rastras sobre una manta. Apreté los dientes al levantarlo. Cada escalón era una trampa y los bordes de la tele se me clavaban en los brazos. Casi lo suelto y cae rodando. Abrí la puerta del portal ayudándome con el codo sin dejar de resollar. Un grupo de vecinos se había reunido en el aparcamiento entre capas abolladas, lunas deshechas, ruedas pinchadas e intermitentes finiquitados. El vándalo había regresado. El único vehículo que no había sufrido daños, salvo los que ya los tenían de la primera noche, era el mío. Curiosa circunstancia. Me dirigí hacia mi coche con la tele a cuestas. El grupo calló al verme tan apurado:
-¿Necesita ayuda? – dijo un voz familiar a mi espalda.
-No, gracias, puedo yo sólo.
Ante la estupefacción de los presentes, dejé el televisor sobre el capó de mi coche, que crujió como si se estuviese rompiendo bajo su peso. Dos agentes de seguridad observaron la escena con el ceño fruncido. Me disponía a poner tierra de por medio, cuando uno de ellos, alto y narigudo, me espetó:
-Oiga, no puede dejar eso ahí.
- ¿Se refiere al coche?
- No se haga el gracioso. Me refiero al televisor – dijo levantando la voz.
-¿Por qué no? Si lo llevo a cuestas no pasa nada, todo está en orden, pero en cuanto lo dejo sobre el coche, está mal. ¿No le parece curioso?
El agente tardó en responder:
-La ley es la ley.
-¿Se refiere a la ley de Protección de Televisores Abandonados? Porque si no es así, no lo entiendo.
Salí del aparcamiento oyendo a mis espaldas un oiga, deténgase, pero el agente no insistió. Las nubes seguían cubriendo el cielo y el viento se levantaba de vez en cuando sólo para molestar. Entré en el cementerio de La Almudena con el cuello alzado... Al pasar por el quiosco de flores, la vendedora me miró como quien mira una bolsa de plástico con la que juega el viento. Veía bien; estaba hueco e irresoluto. No sé cómo llegué a la tumba de mi amigo: 30 de abril de 1914 – 30 de abril de 1921. Periodo efímero, olvidado. Pateé el suelo para entrar en calor. En los maceteros yacían los dos ramos de rosas: ¡Vosotras sí que sois breves! Respiré su fragancia emocionado, colándome entre sus pétalos de carne frágil e infinita, surcando sus curvas como olas. Luego, apoyado en la inscripción de mi pequeño amigo, le pedí consejo. No tuve que esperar mucho, pues mi voz de Pedro me dio la respuesta que tanto anhelaba:
Escribe la dirección que quieras, que allí la encontrarás...
No podía ser tan fácil… Bueno, ¿por qué no? Escribí lo primero que vino a mi mente:
Amnistia, 7, 3º izq
- Gracias – dije a mi amigo acariciando su nombre grabado en el mármol. Era mi manera de abrazarle. Lo imaginaba pequeño y frío, desamparado y sin escapatoria ahí dentro. Qué difícil era encontrar mayor generosidad.






12. Amnistia, nº 7


Trece estaciones de metro después llegué a la plaza de Isabel II. La gente iba y venía, se paraba frente a los escaparates o se amontonaba en las paradas del autobús o colapsaba sin objeto las aceras o llevaba cestas, carretas y carretillas de un lado a otro como hormigas laboriosas o trabajaba en una obra cercana, armando ruido o despachándose un bocadillo, o desaparecía dentro de los edificios para no salir hasta no se sabe cuándo. Gente solitaria y que, además, lo parecía. Gente que iba sola mientras charlaba por el móvil, o que había quedado con alguien, pues iba arreglada o llevaba prisa. Gente que iba en grupos abiertos o cerrados. Los primeros andaban pendientes de lo que les rodeaba, charlando sin despistarse. Los segundos caminaban cerrados en sí mismos, impermeables a los incidentes con que se cruzaban, y charlasen o no entre ellos, se deslizaban sin llamar la atención, yendo seguramente hacia ninguna parte. Luego estaba la gente de la calle, la que convierte las aceras en los pasillos, con horario comercial, de sus hogares, las plazas en concurridos salones donde la gente se cita sin advertir la tristeza de sus anfitriones y cualquier rincón, por sucio que esté, en su alcoba pisoteada. Su tragedia era transparente. Quizás todos lo fuésemos en aquella plaza. Fantasmas con prisas.
La calle Amnistía no quedaba lejos. Sus comercios, restaurantes y cafés estaban aún cerrados. Era el único transeúnte. Cada paso que daba resonaba en las paredes como una especie de alarma. El viento corría alborotando los papeles. Observé minuciosamente la fachada del nº 7. Me llamó la atención la ausencia de macetas y trastos en los balcones. Eran demasiado asépticos. Sólo había uno diferente, en la tercera planta, cubierto por una bandera blanca con un punto negro en el centro. El telefonillo guardaba la siguiente sorpresa. Carecía de etiquetas junto a los pulsadores. ¿Cuál será el del 3ª Izq.? ¿Tal vez éste? Una nota clara y elegante, similar a la de un piano, escapó del pequeño altavoz. Aguardé unos segundos antes de pulsar el mismo botón. Volvió sonar la misma nota. Nadie contestó. Probé con los demás pulsadores, cada uno con su nota correspondiente. Nadie contestaba. Busqué una pista en los balcones. Ni un movimiento. Caí en que no se oía el ruido de la circulación de dos calles más abajo. Tampoco a la gente. Era como si se hubiesen evaporado. Cinco minutos antes había estado en la plaza, entre la muchedumbre, pero ahora..., ahora era distinto… ¿te das cuenta? Claro... El único sonido procedía del viento, y hasta éste me resultaba ajeno… como el de ayer, en el retiro… ¿Volvía a estar en su mundo? Cerré los ojos y aguardé su música. En vano. Pulsé varios botones buscando de la combinación correcta. Porque en eso consistía, ¿no? Volqué mi imaginación en el triangulo que formábamos el piano, el telefonillo y yo, y me dije: ¡Chopin! Todo encajaba. En cuanto enlacé siete u ocho notas, la puerta se abrió con un zumbido.
- Mujer de juguete - mascullé.
La penumbra llenaba el portal. Apreté el interruptor de la luz. Una bombilla hizo el amago de encenderse. Los buzones estaban vacíos y sin etiquetas. No quise probar el ascensor, subiría las tres plantas a pie, a oscuras. La temperatura era agradable. No se oía el menor ruido. Me hallaba en su mundo, subiendo escalones que me daban miedo, pasando frente a puertas que eran bocas cerradas, todas iguales, planta tras planta.
Llegué al tercer piso. Olía a incienso. Me quedé inmóvil, respirando como un fuelle. La puerta de la izquierda estaba entornada; la empujé con cuidado: un pasillo largo y estrecho, con velas rojas en el suelo, a ambos lados, señalaba el camino. El pasillo doblaba a la izquierda. Al fondo había otra puerta.
Giré el tirador con cuidado.


13. Oscuridad.


La oscuridad era casi completa. Una vela rasgaba las tinieblas en una esquina de la habitación con su aliento frágil y tembloroso. Adiviné una silueta en el suelo, recostada sobre cojines. Era una mujer de unos cuarenta años, rubia:
- ¿Quién eres? – pregunté a la sombra.
- ¿No me reconoces? – respondió la voz de El Retiro, de Olavide…
- No lo sé, creo que no, pero tu voz…, tu voz me resulta familiar…
- La voz es lo de menos; cierra los ojos – así hice -, ¿me reconoces ahora?
Supe de corazón que era ella.
- Pero ayer… ayer eras diferente…
-Olvídate de ayer. Lo importante es que me reconozcas hoy.
- Muy poético, no cabe duda, pero dime entonces por qué has cambiado – me sorprende aún la naturalidad con la que asumía aquel hecho extraordinario, yo que siempre me había considerado un escéptico empedernido.
- Para qué sigas aprendiendo.
- Pero con qué fin... – dije abonado al pero.
- Mi fin eres tú. Por eso estamos aquí, los dos solos.
-¿Por qué no contestas nunca a mis preguntas? Creo que merezco una explicación. Dime cómo has podido cambiar tu aspecto.
- Sólo tuve que proponérmelo.
-Quiero verlo con mis propios ojos. Transfórmate ahora en otra persona.
-Esto no es un juego.
Estaba convencido de que en cualquier momento ella diría no te preocupes, todo ha sido un broma, relájate, pero no dijo nada, siguió recostada en los cojines, comportándose como si de repente me hubiese vuelto invisible, una sombra entre sombras, todas idénticas y sin importancia. La llama de la vela vibró un instante. ¿No había reconocido que todo esto lo hacía por mí? ¿Por qué era entonces tan parca en palabras? Me imaginé encima de un torno, hecho de arcilla, mientras ella me moldeaba a su antojo. ¡Qué material tan sumiso y necesitado era! El viento ululó tras los tabiques invisibles. ¿Iba a luchar? ¿Cómo? ¿Marchándome? No quería estar en ninguna otra parte. ¿Qué pensaba hacer entonces? Tumbarme en los cojines, a su lado, apoyar la cabeza en su regazo, sin atreverme a mirarla, no fuera a devorarme con esos ojos, y dejar que las cosas llevaran su curso.
Así hice.
- Quiero que entres allí – dijo señalando una puerta disimulada entre las sombras - y que busques la salida.
- Qué es, ¿un laberinto?
-Algo parecido.
Y ¿si no la encuentro?
- Tienes que encontrarla. No puedes quedarte ahí dentro.
- ¿Qué fue de tu perro? – no sé por qué cambié de tema, el caso es que vino a mi cabeza el perro que la acompañaba en Olavide, el primer día.
- No tengo perro.
- ¿Qué era entonces aquello? – inquirí enfadado.
- Un señuelo.
- ¿Estabas de caza?
- Yo no lo llamaría así…
- ¿Cómo lo llamarías entonces?
- Nuestra idea…
- ¿Nuestra? ¿Quiénes sois? –la corté alarmado.
- Tú y yo, ¿te parece poco? Pero olvida eso y no te despistes. Cuando nos conocimos, sólo quería que recordases mi voz. Creo que lo conseguí; ayer no era la misma, físicamente, y no te diste cuenta.
- ¿Quién eres? – dije asustado.
- Todo a su tiempo.
- Bueno, y ¿qué fue de nuestro beso?
- Todavía lo recuerdo en mis labios, por eso sonrío… ¿No ves?
Es cierto, sonreía.
- Te juro que no te entiendo…
- Te quiero, otro asunto son mis circunstancias, las tuyas; en fin, todo esto...
La oscuridad borró la sonrisa de sus labios. Había llegado la hora. Fuimos hasta la puerta de la mano. Se abrió sin un ruido. Al otro lado había una habitación amplia e iluminada. Sus ojos azules eran un mar tranquilo e inabarcable. ¡Cómo deseé bucear en ellos hasta su fondo cubierto de corales, peces de arcoíris y barcos dormidos por los siglos! Nos despedimos con el beso de Klimt De nuevo la vi pequeña y frágil. Desobedecerla sería inútil.
Crucé el umbral y la puerta se cerró a mi espalda. Desde este lado no se podía abrir, carecía de picaporte. Seguí frente a la puerta, no fuera a abrirse. Escuché un pequeño roce al otro lado.
- Ábreme – dije.
Era ella decidida a seguir jugando a yo te enseño y tú aprendes; nunca me abriría: me había convertido en su juguete inmaculado, recién sacado de la caja.


14. 3ª Planta


Había tres puertas más en la habitación. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, primeros planos de mujeres jóvenes enmarcados en distintos colores con una lámina color plata a un lado, con un mensaje. Observé aquellos rostros desconocidos, tristes, sugerentes, uno tras otro, enigmas que me observaban desde su silencio inalterable, cuadriculado. Reconocí una cara, era de ella, con el aspecto del día anterior; la cita decía:
Para reconocerme olvídate de mi cara.
Una frase que resumía la lección de El Retiro. Quise ordenar mis ideas, pero el dolor de cabeza me declaró la guerra y tuve que recular como un pelele asustado. No me quedaba otra: tendría que mirar las fotos sin complicarme. ¿Cómo se hacía eso? Supongo que no queriendo enfrentarme a mis miedos, a mis dudas, a ciertos recuerdos que se enquistaron en mi memoria. No tardé en reconocer tres o cuatro chicas con las que salí en otro tiempo, sólo que más mayores, algo cambiadas. Sus etiquetas explicaban nuestra relación de forma precisa. Durante un rato me torturó una idea terrible: ¿Acaso todas ellas eran la misma mujer? ¿Acaso todas ellas eran la misma persona, ya fuesen los ojos sin fondo de María, el pelo infinito de Lourdes o la cintura sedosa de Patricia?
-No puede ser – grité desgarrado.
Pero tal vez lo era.
Reparé en otra foto. El rostro que me observaba desde el papel brillante era el de ella aquel mismo día. Leí la lámina:
La realidad exterior es a la pared lo que la realidad interior es a la llave.
¿Era nuestro resumen? Supongo. Al menos el dolor de cabeza había remitido en parte. Eché una mirada al resto de fotos: más caras. ¿Todas suyas? ¿Asociadas al futuro, al pasado? ¿Quería volverme loco? Para qué especular, no podía fiarme de mis razonamientos. El estómago me dio un vuelco al ver el rostro de Cosette. En sus ojos había una tristeza infinita. Puede que yo mismo la hubiese provocado. Su mensaje rezaba:
Volveré siempre.
¿También tú, Cosette? El corazón me decía que no, me habría dado cuenta, había sido distinta a todas, era especial…
Por eso la dejaste, ¿no? – pensé.
Uno se puede cansar hasta de su sombra, pero por mucho que corramos, ésta nos seguirá a todos lados, forma parte de nosotros, aunque sea más grande, más pequeña o incluso invisible, da igual, el ángulo y la intensidad de nuestras emociones pueden cambiarla, ella siempre estará ahí, pegada a nosotros, dulce sombra fiel.
Había abandonado a Cosette por un sueño en el que ella seguía siendo la protagonista. En lugar de huir de ella, corría a sus brazos con más fuerza que nunca, si bien por otro camino.
No puedes con su amor, irá donde tu vayas, marcando el pulso de tus pensamientos…
Si es así, todas son distintas...
Pero tienen un patrón común... – me contesté.
¿Cuál?
Tú.
Decidí no ver más fotos; sólo leería los mensajes:
La sabiduría es saber decir tú.
El amor se oye.
Todo final empieza al principio.

Abrí las puertas de la habitación; la de la izquierda daba a un cuarto lleno de fotografías de manos; la de la derecha, a una colección de bocas; la de en frente, a una de ojos. Recordé La evidencia eterna de Magritte: manos, ojos, bocas componiendo un juego de ventanas íntimo y revelador de la mujer. Reinaba el silencio; pasé al cuarto de los ojos y di con los de Cosette de primeras. Nos miramos como tantas veces:
- ¿Quién eres, Cosette?
Pero no era boca que pudiese contestar, eran ojos, sólo ojos, de ella, de todas, que me observaban fijamente, sin un parpadeo. Una punzada de dolor explotó en mi cabeza. Ofuscado, arranqué varias fotos de la pared (la tuya no, Cosette), y pasé a otro cuarto cubierto de fotos interiores y paisajes abiertos, solitarios unos y otros salvo por varias excepciones en las que aparecía yo subido al escenario del café Central, sentado en el palacio de Cristal, de pie entre montañas, remando con los ojos vendados en el estanque de El Retiro, sentado a la mesa de la terraza de Olvide y pulsando el telefonillo de Amnistía nº 7. El resto de las fotos eran de mi casa, de la de Cosette y de las demás chicas. Escenarios sin gente de mi vida emocional.
Quizá nada sea lo que parece; quizá en este instante me estén observando tipos enfundados en batas blancas y ojos fríos, mientras anotan sus conclusiones en cuadernos de tapa dura, tal vez roja, en una especie de experimento huxliano con cámaras ocultas y un sofisticado Centro de Control en alguna parte atestado de monitores y computadoras de última generación.
Busqué las malditas cámaras con la ansiedad golpeándome el pecho. No encontré ninguna. La casa tenía algo de inofensivo. Eso no quería decir, en cualquier caso, que no las hubiese, podían estar escondidas, no iban a ser tan ingenuos de dejarlas a la vista, tal vez se trataba de artilugios minúsculos como… yo…
Este último pensamiento resultaba especialmente inquietante, ya que convertía las cámaras en inmensos microscopios y a mí en un microorganismo casi invisible. Una mota insignificante analizada por colosos. Pero ¿qué importancia podría tener para ellos el banco de siempre, los artículos semanales o mis caminatas entre las paredes atómicas de la ciudad? Alcancé a imaginar al universo como un ser vivo de ciclópeas dimensiones deambulando por espacios inimaginables entre seres inimaginables, seguramente joven y en expansión, despreocupado por los minúsculos acontecimientos de su interior. Imaginé también su origen, un óvulo de densidad infinita, a punto de eclosionar, llevado por un proceso de fecundación que nosotros llamamos Big Bang.
Pero algo así no podía perder el tiempo conmigo. Si estaba siendo observado, tendría que ser por alguien a mi escala; o sea, ella.
Entré en una nueva habitación, era espaciosa, no tenía fotos en las paredes, estaba presidida por un piano de cola negro idéntico al del día anterior. Puede que fuera el mismo. No quise preguntarme qué hacía allí. Asumí que era una pieza más del rompecabezas. De ahí pasé a un cuarto diáfano en el que sonaba, como en un sueño sin altavoces, la melodía de Chopin. En él vislumbré por primera vez la relación que existía entre las distintas salas. Pero fue sólo eso, un ligero golpe de intuición, una pequeña luz que se esfumó dejándome de nuevo vacío.
La siguiente puerta me devolvió a la habitación de los ojos.
- Hola, Cosette – saludé con amargura.
Pasé algo más animado a una habitación en la que soplaba el viento igual que en la calle, sólo que no había abertura por dónde hacerlo, el aire salía directamente de la pared, impregnado en las fragancias de la vegetación que habita El Retiro. ¿Qué tipo de magia era ésta? Sonreí y cambié de página entrando en una habitación ocupada por una barca como la del estanque. ¡Tenía incluso los remos! Todo parecía demasiado evidente, lo reconozco, pero no terminaba de verle el sentido.
Seguí deambulando por la planta entre ojos, bocas, caras y manos, azuzado por el viento de la pared, acariciando la piel del piano, con Chopin de fondo, asiendo los remos aún mojados y preguntándome a dónde me llevaba todo esto. Cuando menos lo esperaba, me percaté de la existencia de un resorte en una de las paredes del cuarto del viento. Era una puerta disimulada. Tras ésta, al fondo de un pasillo, había una escalera de caracol metálica.
Bajé asido a la barandilla, dando vueltas encorvado, no fuese a golpearme con los escalones que iba dejando sobre mi cabeza.


15. 2º Planta


La escalera moría en una habitación pequeña. Justo en frente, había una puerta que parecía una especie de boceto en tres dimensiones dibujado a toda prisa, a grandes trazos. El pomo lo formaban dos líneas casi paralelas y una circunferencia achatada. ¡Era tan irreal! No me demoré en divagaciones estériles: cogí el pomo con cuidado. Aunque su tacto era sólido, diría que metálico, me pareció frágil, a punto de hacerse añicos al menor apretón. Lo giré con cuidado y la puerta se liberó de sus jambas sin hacer ruido.
Pasé a un cuarto de no más de ocho metros cuadrados, desocupado y con poca luz. El viento soplaba en una de las paredes, silbando entre los árboles imaginarios de mi mente llevando consigo la melodía de Chopin, en una atmosfera evocadora que llenó mi espíritu de recuerdos aún calientes, paralizado de amor en el parque solitario, entre ramas a punto de quebrarse, bajo aquel cielo invisible y amenazante.
La habitación tenía otras tres puertas; creo que abrí la de la derecha. Entré en una habitación más grande que la anterior, con las paredes cubiertas de bocetos. Ojos. Localicé los de Cosette, apenas perfilados aunque inconfundibles; los saludé:
- Hola, Cosette; ¿qué haces aquí?
Su (mi) respuesta de silencio me llegó al alma:

-La realidad interior es la llave – lo dije sin pensar y dejé la frase ahí, que madurase por sí misma, pues ¿de qué serviría forzarla?
Cambié de habitación; nuevos bocetos, bocas; busqué la de Cosette, mía durante tanto tiempo: ¿Será ésta, ésa o aquella? No me decidía por ninguna, las tres podían ser suyas. ¿Acaso había olvidado su boca? Una boca como la suya debería ser mía para siempre. Pero no es así. El humo del tiempo nos reduce al presente y poco más.
Pasé a una habitación en la que tropecé con un extraño casamiento; el de la barca y el piano. Éste dentro de aquella, con las patas delanteras apoyadas en el suelo como un marinero que tantease el agua de un mar imposible. Se trataba también de un boceto materializado. Lo tenía delante y no acababa de creerlo.
Sumido otra vez en la confusión, cambié varias veces de cuarto, mientras mi atoramiento, entre caras, bocas, Chopines y vientos imposibles, crecía y la ansiedad parecía querer devorarme el alma.
Perdido y a la deriva hallé una escalera de caracol oscura y descendente, perfilada en lápiz con gesto brusco, casi vengativo. Sé que tuve que bajarla, que debí de asirme a su barandilla como un náufrago a un salvavidas, dando vueltas a la espiral del artista.


16. 1º Planta


La segunda planta resultó ser otra vuelta de tuerca. Estaba hecha a base de paredes descoyuntadas, angulosas y colores fuertes. Parecía la obra cumbre de un autor cubista. Observé mis manos asustado, temía convertirme en parte de la obra, pero seguían siendo las mismas de siempre, de pianista me habían dicho muchas veces. Con ellas, empecé a acariciar las paredes siguiendo sus líneas con la yema de los dedos, sintiendo cada perspectiva, hasta que tropecé con el reborde de una puerta formada por una sucesión de planos marrones. Dos cubos grises superpuestos formaban el picaporte. Su forma me recordó el cubo de Rubik. La puerta se abrió sin problemas.
Pasé a una habitación adornada con retratos cubistas – más que retratos, parecían máscaras tribales - cuyos perfiles exagerados, ojos desiguales y narices ladeadas hicieron que pensara en Las señoritas de Aviñón.
¿Qué pretendían con todo aquello?
- La realidad exterior… - musité con mi voz más suave.
Paseé la mirada por los retratos sin poder identificar a nadie. La luminosidad ácida, como de luna llena, ampliaba los espacios de la habitación. Parecía la creación de un dios ajeno; tal vez ella, mi gran amor, cubista o no, fuera precisamente eso, el Dios de esta creación hecha a mi medida.
Me dejé llevar sin prisa, apreciando las obras.
Otra puerta. Otra habitación. El piano y el bote formando un conjunto totémico de planos superpuestos. Entre líneas y formas inextricables reconocí los remos, la quilla, distintas partes del piano. Los dientes perfectos de las teclas resaltaban en un costado. Presioné una de ellas y el tótem emitió una nota desde sus entrañas que sonó igual que un remo que penetra en el agua. Seguí tocando con suavidad, soñando mis travesías en el mar. Entendí con amargura que mis viajes en el banco habían afianzado el poder de la ciudad. ¿Creía acaso que se podía luchar contra el sistema metiendo la cabeza en el agujero de mis sueños? Lo creía, cierto. Había aceptado la ilusión de un equilibrio imaginario asumiendo los resultados sin verdadera autocrítica. ¡Qué lejos estaba de la realidad! Pero, ¿qué es la realidad? ¿Esta casa? Maldita sea, nunca lo sabré. Lo que sí que sé es que nunca podemos luchar huyendo. Para enfrentarse al sistema hay que mirarle de frente en la calle, dentro de una casa o donde sea.
Dejé de tocar.
Antes de salir, observé el tótem; el piano que me condujo ayer hasta ella, me enseñaba hoy a interpretar el agua, mi agua…
Las piezas comenzaban a encajar.
Seguí deambulando por la planta entre encuadres estrambóticos, manos rodeando bocas, ojos rodeando manos, un viento tibio, agudo, distinto al que reconocía, un Chopin chirriante, como enlatado, una puerta que llevaba de nuevo al tótem, las mismas salas, la escalera por la que había descendido minutos antes, las mismas salas, paso a paso, obra tras obra, fascinado, sin rumbo, apenado, pensando que semejante exuberancia creativa desaparecería en cuanto yo dejase el edificio, que me movía en un escenario trágicamente personalizado. ¿Es que el arte se puede crear sin esfuerzo, durar unos minutos, unas horas, y luego esfumarse porque sí? Claro, estamos hechos de muerte, perdurar no es lo natural.
Tras una puerta hallé una escalera de caracol descendente; barandilla poligonal, escalones dislocados, tonos ocres y luces indirectas envolviéndome mientras, asombrado como un niño grande, bajaba con cuidado, no fuese a caer dentro de mis más hondos abismos.
- ¿Qué eres? – pregunté al aire con la esperanza de que alguien o algo me estuviese escuchando, daba igual si con ánimo de responder, daba igual si con algún interés hacia mi persona.
Descendí en silencio la escalera de caracol, columna vertebral de ese animal incomprensible por el que me deslizaba como un parásito que se alimenta de conocimiento. Que mis emociones oscilaban era un hecho. Estaba poseído por una suerte de péndulo inmisericorde que me llevaba de la confianza moderada, sin pretensiones, a la indecisión más profunda. Y lo hacía en un segundo. La vida en blanco y negro; blanco y negro; blanco y negro…
El péndulo siempre estuvo dentro de mí. Los viajes en el banco sólo habían servido para acentuar su oscilación, separando los extremos cada vez más…
Blanco y negro…
17. Planta baja


El concepto de espacio, como tal, era especialmente desconcertante en la planta baja. Se trataba de un lugar en dos dimensiones, sin esquinas, techo e incluso suelo, dominado por el azul y el rojo, un azul idéntico al del mar de mis sueños, justo en los albores de un atardecer despejado, un rojo como la raíz de mi dolor de cabeza cuando paseo derrotado por las calles de la ciudad y no encuentro ningún banco lo suficientemente bueno para cargar con mis penas. Pronto llamaron mi atención treinta recuadros coloreados con una base de rojo claro, tirando a naranja, y una capa más oscura, casi granate que daba forma a figuras abstractas. Éstas me recordaron al test de Rorschach.
¿Debo interpretarlas?
- Imposible – susurré a mi soledad -. ¿Qué podría decir, son manchas herméticas?
¿Caóticas?
- Caóticas no, algo me dice que hay cierto orden en todo esto, como si nada quedase al azar y todo estuviese definido al milímetro, incluso yo...
Decidí interpretar uno de los cuadros. ¿Qué representaba? Si me atenía a lo que había visto en las demás plantas, tenía que ser algo concreto, una chica quizá.
Un dibujo abstracto en una planta abstracta es algo concreto.
Traté de servirme de Kandinsky y su enfoque para interpretar aquel lugar. Por él sé que la pintura es un lenguaje del alma, que todo el mundo entiende, pues se expresa sin palabras. Es más: lo que sentimos frente a un cuadro siempre es verdadero. Con la abstracción, la realidad (según la entendemos) pasa a un segundo plano y lo trascendental, que no suele percibirse a simple vista, aflora desde un enfoque interior siempre rebosante. Suprimido el objeto sólo queda la forma pura; una forma, no olvidemos, casi inmaterial.
Estamos hablando de obras psíquicas.
Dicho esto, ¿qué representaban los recuadros? Según Kandinsky, los colores tienen un sonido interior que transmite sensaciones claramente diferenciables.
Asocié el rojo con las manos…
…no, no, no… las manos no encajan con el rojo…
… con los ojos
… tampoco…
… con las bocas… las bocas… ¡Eso es!
- Sois bocas – dije a las pinturas - ¿Cuál será la tuya, Cosette?
La clave estaba en la pintura, oculta tras la fría abstracción, encuentro imaginario entre el artista y el observador: si el artista perfecto dibujase la boca perfecta, el observador perfecto identificaría dicha boca dando un beso al cuadro. Por eso besé, debía encontrarla; por eso había entrado en la casa, no para vagar acobardado o eufórico dependiendo del momento.
A principio el sabor de los besos era amargo y el olor de la pintura fuerte y penetrante, pero algo fue cambiando, de un modo natural, y empecé a sentir un hormigueo en mi estómago que me trajo buenos recuerdos.
Son lindas bocas atrapadas igual que yo en el laberinto, pendientes de mí las pobres.
Reconocí una de ellas, me quedé de piedra, pegado por los labios e incapaz de separarme. Fue un beso profundo, verdadero, un beso entre dos, no sólo mío, que irradiaba una energía misteriosa. No dejé de besar - con los ojos en la mancha, en sus ojos, sí, sí, en los suyos, pues ahí estaban, en mi mente, brillantes estrellas enamoradas - hasta que ella lo hizo.
Lo que ocurrió a continuación no sé cómo explicarlo. Podría decirse que la obra me devoró, transformándome en una abstracción más; que sentí un escalofrío que barrió mi cuerpo como una tormenta de invierno; que observé las palmas de mis manos esperando lo peor, aunque al principio las vi igual que siempre, por eso las abrí y cerré tres o cuatro veces, estirando los dedos; que susurré torres de miniatura; que el escalofrío se quedó dentro de mí, clavado; que de pronto sentí un vahído y todo empezó a cambiar; que las manos se disgregaron en gruesas pinceladas blancas, marrones y grises, y perdieron su contorno; que comprobé aterrado que la separación entre los dedos había desaparecido; que el resto de mi cuerpo siguió el mismo proceso; y que la transformación cesó cuando desapareció el escalofrío.
- ¿A dónde me llevará todo esto? – pregunté con voz distorsionada.
Adonde desees.
¿Qué era yo en aquel instante? ¿Qué era yo en cualquier instante? ¿Otra de las creaciones del artista?
Dejé vagar la mirada por la sala: los recuadros ya no eran manchas, eran bocas que se movían, que hablaban, que lanzaban besos al aire. Empecé a ver, como si tirara de un hilo invisible, ojos abiertos como amaneceres que movían las pupilas con cariño, tras mis pasos; manos realizando gestos amables, señalándome con confianza, tratando de acariciarme; caras que reconocí, sonrientes, con un resplandor soñador, íntimamente mías.
La casa al fin me saludaba; su saludo era la llave, la salida tenía que estar cerca, aunque ya no tenía prisa, para qué, ahora empezaba a entender, a descubrir…, por ejemplo el piano, que dormitaba en medio de la sala, otrora una mancha negra y marrón sin interés, transformado también en barca.
Supe, por una vez, para luego olvidarlo, que ella siempre estuvo dentro de mí, aguardando su momento. Este llegaría cuando la ciudad empezó a aplastarme. Saliste en mi ayuda, toda ojos, manos y bocas solícitas, abstractas.
Arrancando las hojas haces la cárcel más grande…
Qué lindas palabras me regalaste aquel día, el día en el que al fin supe de ti, para siempre nuestro aniversario:
Me has arrastrado sin piedad hasta el corazón de tu reino para liberarme de mi vida, pero ¿quién eres tú sino otra cárcel?
Remé en la barca del artista por tu estanque idealizado, paseé por tus senderos sin principio ni fin, absorto en los detalles de tu musa, descansé en tu corazón, enigmático Palacio de Cristal, en el que tocabas a Chopin de memoria.
Dejé de tocar; había llegado el momento de salir.
No tuve que buscar la salida; ésta se hallaba en todas partes: rectángulos opacos de color verde y contorno brillante, a través de los que soplaba el aire. Tanteé uno de ellos, con las yemas de los dedos: cedió como una goma elástica. Empujé con fuerza, hasta traspasarlo. La pared volvió a su ser con mi brazo al otro lado. Lo saqué sin esfuerzo. La pared se cerró tras él. Salté contra el recuadro sin pensarlo dos veces: un choque suave, cierta presión por todo el cuerpo (como si me estuviese sumergiendo en un líquido más espeso que el agua) y nada más.
18. Dos tazas


Al abrir los ojos sólo estabas tú, todo cuanto necesitaba. Nos besamos junto al portal nº 7, nuestro portal, el viento cantaba sinfonías solitarias y la sombra de las nubes cubría con velos nuestra fría intimidad. Deseé no fijarme en tu cara, y casi lo hice, cerré los ojos camino de tu interior, de tu esencia, filón dorado que hallé en cada uno de tus recovecos. Fui feliz sin más, por primera vez en mucho tiempo, dentro de ti. Un apretón de tus manos me sacó del hechizo. ¡Cómo sonreíamos al entrar en un café de la misma calle! No había nadie. Dos tazas de té humeantes aguardaban sobre la mesa; la mía estaba, no podía ser de otro modo, bien de azúcar.
- ¿Qué tal estas? – empezó con una voz diferente.
- Estoy confuso… Tengo la cabeza llena de ideas…
-Las ideas lo son todo; un buen verso se puede ver, tocar, incluso oler. ¿Qué distancia hay entre lo concreto y lo abstracto? Una pincelada, no más.
- En la casa todo eran pinceladas…
- Hechas a tu medida, color a color, verso a verso… La casa eras tú y tú eras las casa, entremezclados e inseparables. Su dificultad era tu dificultad.
- Pero ahora estamos separados…
- No creas, sois la misma cosa, hay que saber distinguir las diferentes partes, eso sí, pero no más…
- Me abrumas, ¡me conformaría con tan poco!
-Al contrario, eres un inconformista, por eso buscas la libertad a cualquier precio. La modestia, aunque adorna tu boca, no cuadra con tus actos.
- Agradezco en cualquier caso tu apoyo…
- No tienes por qué hacerlo.
- ¿Por qué apostillas cuanto digo? ¿En eso va a consistir nuestra relación? Si así es, lo nuestro es una cárcel llena de puertas que frenan mis palabras, que las corrigen o que simplemente las eliminan con reproches.
-Cualquier aprendizaje nos convierte en prisioneros, si somos flexibles, creceremos con nuestras ideas, si no nos hundiremos con ellas. Obcecarte en que dos más dos son cuatro es absurdo. ¿Qué más da cuántos sean si lo que está en juego es tu cordura?
- Pero ¡dos más dos son cuatro!
- Pues lo son y ya está, no lo conviertas en una cuestión de vida o muerte, las ideas que nos dejan ver también nos pueden dejar ciegos, la franja que separa el conocimiento de la estupidez es muy pequeña y hay que saber distinguirla.
Una bombilla, que había sobre la barra, se apagó y se volvió a encender. No le di importancia.
-Entiendo…
-Yo creo que todavía no, pero lo harás… Bueno, ¿qué te pareció la casa?
Me costó unos segundos digerir aquel cambio de tercio:
-Bueno, al principio me pareció un laberinto sin pies ni cabeza, con salas a cual más extravagante, cuya función era volverme loco, entonces descubrí que la casa también eras tú observándome desde las esquinas, tocando a Chopin ahíta de sentimiento, retratada en fotos y dibujos, rodeándome de emociones en mi búsqueda inclasificable. Luego fui comprendiendo, planta a planta, que la casa también era yo, y que lo que ésta tenía de enrevesado se debía, en parte, a mis obsesiones…
Bebí un poco de té.
- ¿Quién crees que eres? – me preguntó entonces.
- No soy nadie, nadie es nadie, sólo somos una colección de nadies, peones sin identidad sobre un tablero inabarcable por el que nos mueven a su antojo haciéndonos creer que somos libres, pero no es así, el peón no es libre, necesita que piensen por él, que lo muevan si es necesario, aunque sea para sacrificarlo. El Poder de la ciudad es quien nos controla. Sus reglas no se las salta nadie.
-¿Te conoces?
-Puede que de un modo atropellado, instintivo... Entiéndeme, fui a la escuela y allí no enseñan a escribir poemas, al contrario, enseñan a obedecer a la ciudad. Los mismos maestros creen que los poetas sólo están en los libros, no sentados a una mesa, frente a ellos, tras la mirada de un niño al que recriminan sus ensoñaciones.
- Sigue - susurró con ternura.
-En la escuela nos obligan a recitar de carrerilla mares en los que nunca nos bañaremos, montañas que nunca pisaremos y ríos que nunca cruzaremos. Piensan que la acumulación abstracta de datos servirá de algo. ¡Si la maldita ciudad lo es todo! Para colmo, cuando nos pillan con la vista perdida en la ventana, pensando precisamente en esos mares imaginarios, espetan molestos: Estás en las nubes. No, señor, estoy en sus mares, en sus ríos y en sus montañas, pero no entienden, se obcecan en que vivamos en los tejados.
- En los tejados vive el poeta; sólo allí se ven las estrellas… - dijo con malicia.
- En el tejado no hay quien viva, estaríamos expuestos a las tormentas del sistema y no hay suficientes estrellas para tanta angustia...
-Teniendo las cosas así de claras, ¿por qué crees que no has logrado salir de la ciudad?
- Porque para un peón no hay salida…
- Pues existe y está en todas partes y si es complicado encontrarla es por las personas, que además de peones, son laberintos a escala interconectados unos con otros. Hay, en cualquier caso, excepciones: los niños. Mientras que estos son como puertas abiertas de par en par por donde entra la luz de la salida con toda su intensidad, nosotros, los adultos, somos cerrojos cada vez más pesados.
- ¿Por qué nadie huye?
- Porque al huir de la ciudad huimos también de nosotros mismos o porque la cárcel más grande cabe en el hombre más pequeño. El laberinto de la urbe está hecho de deseos irreales, de prejuicios heredados, de instintos contenidos. Somos un cúmulo de cárceles viejas y nuevas, brillantes u oscuras, emplazadas en lugares situados a la vista de cualquiera u ocultas en cualquier rincón. Todos tenemos nuestra llave correspondiente, en la puerta. El que no escapa es porque no quiere, pues la llave aguarda en su cerradura.
-Me cuesta creer que no huyamos por miedo, me parece excesivo…
- El exceso forma parte intrínseca de la ciudad. En cuanto dudas ya estás perdiendo. Por eso acabas siempre sentado en un banco cualquiera, soñando que eres libre, o escribiendo cárcel en una hoja en blanco. Si de verdad quieres salir, créeme…
- Como cree un niño en la escuela…
- Mi objetivo es que escribas versos, no que los leas…
-¿Por qué me has elegido a mí?
-Porque sólo te puedo elegir a ti.
-Entonces ¿me quieres?
-Siempre te quise.
Sentí que nos fundíamos el uno en el otro, tomados de la mano, frente a nuestra mirada, felices sin más, en un instante de silencio perfecto. Imaginé a Chopín tras sus largas espiraciones.
-Para salir necesitarás la ayuda de un niño…
-¿Qué niño?
-Busca y deja de levantar muros; has levantado tantos que casi no se te ve, ni siquiera te dejan respirar.
- No respiro: sálvame – y le ofrecí mis labios.
- Cierra los ojos y cuenta hasta tres…
Obedecí.
Uno…
Enamorado.
Dos...
Obsesionado por un beso.
Tres…
Aire.
Ruidos.
Abrí los ojos y ella había desaparecido.


19. La charca.


El café estaba repleto de gente. La busqué con la mirada. Ella ya no estaba.
- Cárceles – susurré a un señor con bigote que leía el periódico en la mesa de al lado pasando las páginas con solemnidad. Como se rompa una hoja, llora. Cerca, un matrimonio perpetuo despachaba el desayuno en silencio, sin mirarse. Ya no se ven. Una joven entró de la calle absorta en su móvil. Tomó asiento a una mesa del fondo, sin mirar a nadie. Manipulaba los botoncitos del artilugio con una destreza casi hipnótica. El camarero se le acercó. Pidió un refresco con un ademán agitado, sin levantar la vista de la pequeña pantalla. Hipnosis profunda. Más allá, un tipo dormitaba en la barra, apoyado en el codo, frente a una copa de coñac. Ese hombre no duerme, grita en silencio.
Sentí que podía profundizar un poco en los sentimientos de los demás. ¿Serán cosas de la abstracción? Quién sabe. Debía andar con cuidado en cualquier caso: la desgracia ajena podía volverse insoportable.
-Cárceles – susurré a aquel lugar estancado en donde la vida parecía devaluarse por momentos. Tenía que salir del café ya. Una pregunta absurda surgió entonces de mis grietas: ¿estarán pagadas las infusiones? Daba igual que minutos antes hubiese estado inmerso en todo tipo de disquisiciones filosóficas, que ahora, frente a dos tazas vacías y un camarero titubeante, me quedaba bloqueado. Me incorporé con mil kilos de culpa sobre las espaldas. El camarero zigzagueaba con la bandeja en la mano, sin prestarme atención. Esquivé aturdido las sillas y mesas que fui encontrando a mi paso. Lo esquivé todo atento a la voz del camarero, guardián todopoderoso de aquella charca sin vida.
Salí sin problemas, o cargando con todos ellos, pues yo mismo era mi mayor problema.
Desde las cristaleras de la calle el café era una charca de agua gris. El camarero continuaba con su trajín acuático; el tipo acodado en la barra abría la boca como un barbo perezoso, decía algo sin abrir los ojos y luego volvía a sumergirse en su borrachera; la chica navegaba en su móvil sin rumbo; la pareja, terminada la consumición, parecía no saber qué hacer con tanto silencio y paseaban la mirada por la charca buscando algún rincón donde esconderse; el señor del bigote continuaba zambulléndose en su periódico pasando las páginas como quién desoja una margarita.
- Cárceles.






20. Sombras


La multitud bloqueaba la boca del metro Opera: ¡Ningún pescador encontraría mejor caladero! Me alejé de allí, no fuera a caer también yo en sus redes, buscaría la salida más allá de las grúas del este, cerca de la autopista.
Anduve por calles poco transitadas, pegado a la pared como buena sombra, escalando los bordillos sin energía y sin fijarme en las cosas, rechazando de raíz el tozudo análisis que pocas horas antes conllevaba cada paso que daba, cuando el detalle más insignificante era una declaración de guerra. Anduve como un sombra ciega que nada quiere ver porque cree que ya ha visto demasiado.
Una hora más tarde pasé por mi calle llevado por la costumbre, que no hay quién la cambie. Un trozo de Fedor asomaba por una ventana, concretamente la cabeza. Parecía intranquilo. Disimulé rezando para que no me siguiese. Inocente de mí. Un minuto después estaba atrapado en uno de sus abrazos estranguladores.
-¡Amigo! – gritó emocionado.
Lo último que necesitaba era darme de bruces con un orangután cariñoso. Asesté varias zancadas a toda prisa, largas como insultos, a ver si así se enteraba, pero el que no se enteraba era yo, pues casi me llevo a una señora por delante:
- ¡Quiere mirar por dónde va! – espetó la mujer.
Sus ojos marrones confesaban una vida azarosa, llena de dolor. En lugar de ensañarme, planté los ojos en el suelo:
- Lo siento, señora.
Seguí mi camino, que era el de Fedor.
-Bonito día – dijo éste señalando un trocito de cielo azul entre las nubes.
Le miré de tal manera que casi no volvió a abrir la boca. Desde ese instante caminé con una sombra de carne y hueso que apenas me dirigía la palabra, y que si osaba hacerlo, era con respeto y en voz baja, casi inaudible. No cabe duda de que Fedor asumía que era sombra. Me seguía fiel, como buena sombra, dos pasos por detrás, parando si yo paraba, corriendo si yo lo hacía. Los viandantes nos miraban con curiosidad. Para ellos debíamos ser un par de locos sin ninguna importancia. Ellos para mí no eran más que simples huecos sin sol ni literatura:
“Vosotros, que no os queda un gramo de infancia en la sangre, sí que estáis perdidos. Nosotros somos dos locos profundamente cuerdos, Don Quijote y Sancho atrapados en el primer capitulo de la novela sin más Castilla que vuestras limitaciones, que en el fondo son las de la ciudad. Dos locos huérfanos de Cervantes, desnutridos de su tinta, alejados de la musa. Qué inútiles habían sido los paseos, el banco de siempre, el tintineo silencioso de mis ideas, repitiéndome una y otra vez, año tras año, atrapado en unas pocas páginas, sin estar con ella. Con ellas.”


21. Bajo las grúas


Las grúas despuntaban el horizonte por encima de las casas.
Caminamos por los suburbios cual máquinas con el piloto automático sumergidas en nuestros pensamientos electrónicos, pues caminar te convierte un poco en máquina, los pies se transforman en tu cerebro, dos cerebros idénticos, interconectados, poderosos como máquinas. Caminando los pies leen y releen las calles, las entienden y uno llega a convertirse también un poco en eso, en calle; o te convierte mucho, depende de lo listos que sean nuestros pies. Somos calle cuando caminamos, y los semáforos son preguntas que nos obligan a recapacitar, con los pies quietos, adormecidos durante un intervalo artificial de tres colores, sin cerebro. Entonces sólo somos pies sin nombre, con 10 dedos asustados, casi inútiles. Cuando el semáforo da la señal, los pies vuelven a ser cerebros y hablan el lenguaje de las aceras, de los charcos. Máquinas con el piloto automático.
Así llegamos el borde de la ciudad. Las grúas zumbaban sobre nuestras cabezas. La autopista se extendía al fondo como un río muerto cubierto de humo. El trajín de las obras llenaba el vacío de las calles con ruidos de todo tipo. En mitad de un solar, frente a una familia de olmos, alguien había levantado un cartel reluciente: PRÓXIMA CONSTRUCCIÓN DE PISOS DE 2 A 4 DORMITORIOS. Bajo uno de estos olmos con los días contados jugaba un niño a la pelota, entre cristales rotos. Tendría unos nueve años y vestía pantalones grises y camisa blanca.
¿Qué hará aquí este crío? ¿Será parte de ella? ¡No podía ser tan fácil!
Podía haberme dejado llevar, lo sé, el niño estaba ahí, parecía muy sencillo, pero quería ganarme la salida, por eso me alejé a la carrera, Don Quijote huyendo de los molinos. Doblé una esquina. Respiraba agitado. Miré al cielo y él me miro a mí. Mis ojos marrones frente a los suyos grises. Parpadeé, parpadeó. Bonito juego. Fedor observaba todo esto con su rictus indescifrable. Cuánto más extraña era la situación, más crecía el interrogante que mi vecino representaba. Anduvimos sin rumbo, rodeados por el fragor de las obras. De tanto en tanto nos cruzábamos con algún obrero que caminaba apresurado. Algo después vimos al mismo niño. Jugaba a la pelota al final de la calle. Me rendí ante la evidencia.
-Chaval, estamos perdidos; ¿sabes dónde está la salida? – me dije que me daría cuenta si era un producto de ella; su actitud, sus respuestas, le delatarían. Sólo tenía que prestar atención.
- ¿Qué salida?
- La salida de la ciudad: por mucho que la buscamos, no damos con ella. ¿No hay alguna forma de pasar al otro lado?
- Para qué, allí sólo hay una casa…
- ¿Dónde dices que hay una casa?
- Al otro lado de la autopista.
-¿Es que has estado allí?
- Dos o tres veces.
- ¿Vives cerca?
- Sí.
-¿Dónde? – le pregunté extrañado.
- Cerca, muy cerca – y señaló la calle sin asfaltar.
- ¿Podrías llevarnos al otro lado?
- ¿Para qué? - preguntó serio.
- Queremos conocer el campo, dicen que es muy bonito.
- Está bien… - concedió resignado.
Tomamos un sendero sinuoso entre dos bloques abandonados. El niño caminaba deprisa, por delante, sorteando con destreza montones de desperdicios. Un gato cosido a arañazos surgió de la nada y se esfumó por un agujero. Fedor cerraba el grupo a pocos pasos. El sendero moría en una explanada de tierra ocre con una hormigonera descolorida en el centro. El brazo muerto de una grúa pasó, amenazante, sobre nosotros. Pude distinguir la sombra del operario en lo alto de la cabina. Continuamos por una calle polvorienta. Ya podíamos oír el trasiego de la autopista. Al doblar una esquina vimos su línea implacable coronada por el quitamiedos. Los coches pasaban a toda velocidad.
Era la frontera maldita…
…el límite de nuestra existencia.


22. La puerta 1293808


- ¿Qué hay que hacer para cruzarla? – pregunté con un nudo en el estómago.
El crío contestó con una naturalidad que helaba la sangre:
- Atravesar el pasadizo – y señaló la falda de tierra y rastrojos sobre la que se alzaba la vía.
- No lo veo. ¿Dónde está?
- Allí – me tomó de la mano; una puerta estrecha y oscura apareció en la falda. ¡No podía ser tan fácil! Recuerdo que dije:
- Sí, soy yo.
El niño me preguntó:
- ¿Tú?
No quise divagar.
-Vamos a entrar: ¿quieres venir?
- Es tarde…
-Claro… - observé aquel lugar arrasado por las obras y la mordedura perpetua de la autopista -. Vale, pero ten cuidado. Por cierto, ¿cómo te llamas?
- Pedro – y empezó a alejarse botando la pelota.
¿Serás tú mi Pedro? En cierto modo prefería no saberlo. Desapareció tras una esquina. Durante un rato aún continué oyendo los botes del balón. Si realmente era Pedro, tendría que estarle agradecido. ¿Acaso no iba salir por fin de la ciudad? Debía ser positivo…
Nos acercamos a la puerta. Unas escaleras descendían a la noche sin fin de la tierra, apenas se distinguían los primeros escalones, más allá reinaban las tinieblas. Los coches pasaban como rayos sobre nosotros, olía a gasolina muerta, tuve una sensación de angustia que me paralizaba, triste reacción. Ahora sé que mi vida tomaba impulso. Un impulso calculado.
En esto Fedor se adelantó y dijo:
-¡Vamos!
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