miércoles, 4 de abril de 2018

El amor interno


La vida de Juan se ceñía a sus rutinas. Ni más ni menos. De figura pálida e inmóvil, de ojos vagamente serenos, trabajaba con dedicación hasta las seis en punto, hora en la que soltaba lo que tuviese entre manos y salía por la puerta con un leve adiós. Ya fuera de la oficina, la sucesión de sus quehaceres dejaba poco espacio para los imprevistos. En realidad, Juan no podía con la novedad, con la sorpresa y, por encima de todo, con el azar. Se trataba de un individuo neutro, ni dichoso ni desdichado, reacio a cualquier cambio. Su apatía contaba, curiosamente, con un poderoso contrapeso: la lectura simultánea de varios libros. En ellos tenía a su disposición enormes espacios abiertos, emociones ajenas que bullían como íntimas revelaciones e ideas y conceptos con los que se proyectaba más allá de sus propias fronteras. Llegado a este punto, se habrá observado que Juan se mantenía en un riguroso segundo plano. No debe extrañarnos, por lo tanto, que María, al confesarle su amor (tres te amo en menos de dos minutos), sacudiese sus cimientos. La actitud distante y huidiza de Juan pronto desalentaron a la mujer. Lo que María nunca sabría es que Juan, en su fuero interno, había accedido plenamente y que su relación con ella, neutra e imaginaria, duraría treinta años, hasta su propia y discreta muerte.



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