domingo, 13 de septiembre de 2009

Óscar Montes Trinidad - El libro de juguete (2ª parte)


La mujer de juguete


1. El faro rojo


Tomé el metro, línea 5. Me esperaba un vagón abarrotado. Aguardé impaciente la llegada de mi parada, asido a un trozo de barra libre. No tardé en descubrir que mi rosa no pasaba desapercibida. Había quien la miraba con simpatía, sonriendo incluso; otros, en cambio, denotaban su hostilidad, incómodos, quién sabe, por el abismo que separaba la flor de sus maletines de marca. Sea como fuere, me abstraje de unos y otros, y bajé en Alonso Martínez, con la flor y la sonrisa en ristre.
Fuera la lluvia no cesaba.
No puede contenerme; corrí como en esos anuncios que apenas tienen algo que ver con la realidad, chapoteando en charcos y arroyuelos, esquivando paraguas y chubasqueros, sin perder el ánimo, eufórico por el encuentro inminente, que ya estaba ahí, cerca, a pocas calles; corrí calándome hasta los huesos pero feliz, hasta que se me atragantó una pregunta de esas que me hago porque sí con la única función de mortificarme: ¿y si no viene?
Fue ella quien irrumpió en mi vida. No tendría sentido. ¿O sí?
Entré en la plaza decidido a zanjar todas mis dudas, lo cual significa que mi ingenuidad campaba a sus anchas, indomable como siempre. Las terrazas estaban recogidas. Los pocos viandantes que circulaban a toda prisa se me antojaron fantasmas a la deriva agazapados bajo los paraguas, pendientes de no mojarse, de no demorarse, de regresar pronto a sus casas y echar la llave todo lo que diese. Era una mañana de primavera que hablaba en invierno, un idioma desapacible y ajeno a mi felicidad. El rojo inigualable de la rosa sin duda era una provocación para aquel cielo serio e intransigente.
- Tú serás mi faro, linda rosa - susurré intranquilo.
Tres o cuatro paraguas redujeron la marcha al pasar a mi lado. Quizá se preguntaban qué hacía una estatua empapada como yo en medio de la acera, con la rosa en la mano, buscando vete a saber qué, pues no dejaba de mirar a todas partes, incluso a ellos, anhelante. Una sombra bajo un pórtico, al otro lado de la plaza, llamó mi atención. Caminé hacía allí con la rosa - mi faro rojo y protector - por delante.


2. Ella


Otra rosa roja asomaba del pórtico, llamando a la mía. El corazón no cabía en mi pecho. Una pareja acuciada por la lluvia pasó entre las rosas salpicando nuestra intimidad con su barro apresurado: ¡Jóvenes! Entré en el soportal lentamente. Se trataba de un microcosmos sometido a su fragancia; al reinado de su cabello largo, liso y moreno; al fragor incesante de su presencia. Hablé con voz insegura, aferrado al tallo de espinas cortadas:
- No sé por dónde empezar… aunque ¡qué más da! Soy un caos – esto puede que ya lo sepas - que pasa las mañanas vagando por la ciudad, preso de mis obsesiones, atrapado en bares que me alimentan sin formalidades, que araña alguna foto si es que se tercia, inquieto bajo tanta fachada impoluta, o al ver mi reflejo en los escaparates donde todo se vende, o al cruzarme con la mirada vaga y el rictus ausente de los hombres y las mujeres con las que me cruzo, y como no puedo con esta vida grisácea y sin esperanza, procuro evadirme cada mañana a mi modo, en el banco de siempre, hasta que me canso y regreso a las calles, y vuelta a empezar. Ahora dime, ¿quién eres? ¿Por qué me sigues? ¿Desde cuándo lo haces? Te advierto que estoy tan perdido que no te puedo ofrecer mucho. Siento que soy así de pequeño – e hice un gesto con los dedos - y ¡todo es tan grande y trivial! Bueno, ¿no dices nada? - y no, no dijo, la sombra seguía escuchando -. Deseo conocerte. Hasta ahora sólo eras una llave, un perro, un sobre, una nota… y muchos interrogantes... Es curioso, deberías ser tú quien hablase, y sin embargo callas y yo, yo que… En fin, no quiero repetirme, creo que te quiero, lo demás sería irme por las ramas…
- Repite eso – su voz, dulce, vibrante, única
- Que repita el qué.
- Eso de que me quieres – su voz, amparada en las sombras, parecía surgir de la nada.
- Te quiero – dije un tanto avergonzado. En realidad, era una desconocida.
- Yo también te quiero - fue como si amaneciese en el soportal -. Ven...
Tomó mi mano derecha y temblé como un chiquillo. Ya nunca seríamos dos extraños. Salimos de la plaza protegidos por un paraguas de plástico, esquivando el torrente humano de Hortaleza, cruzando la Gran Vía y sus respectivos torrentes. Sólo tenía sentidos para ella, era un niño agradecido al que pasean y que sonríe a la lluvia con inocencia. Ella era mi pelota. ¿Qué depararía su juego? ¿Superaría mis obsesiones? Aún era pronto para contestar a esa pregunta. Ahora sé que nunca podré contestarla. Hay cosas que nos superan. Así de sencillo.
La lluvia empañaba nuestro firmamento de plástico transparente y varillas al entrar en el parque de El Retiro. Las avenidas, los caminos, los senderos sin gente, parecían más reales que de costumbre con los árboles luciendo colores más vivos, los jardines exhalando aromas más íntimos e intensos y el estanque que, embravecido por el viento, parecía añorar al mar.
La lluvia se me antojó que era un ejército de lobos etéreos, al mando de un Atila tormentoso decidido a expulsar del parque, de las aceras, a cualquier hombre, para levantar un imperio bajo las nubes, sin límites prefijados, cuya decadencia comenzaría con las últimas gotas, pero cuyo fin aún quedaba lejos, por eso el ejército se mostraba poderoso e incansable, volcando las sillas de las terraza a nuestro paso, agitando las copas de los árboles, azotando sin piedad a las estatuas, rehenes casi humanos de su ira.
Bordeamos el estanque asidos al paraguas con las cuatro manos, manos sobre manos. Yo me dejaba hacer, absorto en su perfil delicado, en la alegría de sus pestañas, en la explosión de su sonrisa. Cada parte de ella acaparaba toda mi existencia.
Llegamos a las taquillas del embarcadero. Estaban cerradas, con la tabla de horarios en la penumbra.
- Sujeta – me pasó el paraguas y saltó uno de los tornos.
- ¿Qué haces? - pregunté inquieto.
- ¿Es que no lo ves? Anda, dame el paraguas y salta... – obedecí.
Entramos en una caseta, junto al embarcadero. Un escritorio cubierto de papeles, un par de sillas, un sofá y un archivador componían el adusto mobiliario. Una lámpara encendida iluminaba el escritorio. Me pregunté dónde estaba la gente. ¡Era sábado! ¡No podíamos estar solos en el parque! Una mirada suya hizo que mis dudas no llegaran a más. Mi mundo era ella.
Observé el embarcadero a través de una ventana azotada por la lluvia: las barcas se mecían como un rebaño inquieto.
- Toma – sacó de su bolso (hasta ese instante no me había fijado en él; creo que era negro) un folio doblado en dos.
- ¿Qué es esto?
- Tu nuevo artículo; lo tenías que entregar hoy, ¿no?
¡Es verdad! ¡Lo había olvidado!… Pero ¿cómo demonios sabía…? Ni siquiera pude terminar la pregunta; ¡claro que lo sabía! Ella parecía saberlo todo…
- No puedo aceptarlo, entiéndeme, debo escribirlo yo…
- Es tuyo.
- ¡Qué va a ser mío! Ni siquiera lo he leído…
- Claro que es tuyo, lo llevabas dentro, sólo he tenido que sacarlo… Si te lo doy así es porque tenemos poco tiempo y sé que quieres entregarlo – no era esa precisamente la razón; se trataba, en realidad, de un espectáculo hecho a mi medida, una demostración de poder en toda regla.
Me dije otra vez que el artículo no me pertenecía, pero recordé El libro de juguete en el carro de los mendigos y ya no supe qué pensar. Tomé la hoja con respeto. De ser mío, aquel texto se adelantaba a su tiempo, y por ende, a mi propia naturaleza.
Me senté en una silla para leerlo.


3. La Tormenta


Soplan fuertes vientos de violencia y guerra, vientos con el olor a pólvora y a la carne barata del enemigo, vientos ardientes que fustigan nuestras espaldas y que vibran con luchas de poder no reconocidas, luchas silenciadas, terribles e invisibles. Tarde o temprano llegan las nubes, nubes grandes, poderosas cual hongos atómicos en edad de crecer; nubes en las que palpitan rayos y truenos tecnológicos del presupuesto de todas las naciones pobres. Apenas nos hemos resguardado, comienza a llover, grandes gotas rojas aún calientes. Arrecia la lluvia. Nacen charcos con nombres y apellidos que muchos intentan sortear a la carrera, no vayan a salpicarse. Todos corren al refugio reparador de los hogares, allí donde no hay espacio para las conversaciones, donde los televisores hablan por nosotros, las 24 horas del día, y militarizados hombres del tiempo dan sin descanso el parte meteorológico: si estáis con nosotros, cielos despejados ahora y siempre. Cuando la lluvia roja golpea las ventanas, la gente se asusta y sube el volumen de los televisores. Poco después duermen, intranquilos, el televisor sigue encendido dentro de sus cabezas, el ruido de fuera casi no les molesta, pues les han convencido de que la tormenta no existe.




4. El estanque


El texto era mío, sin duda. Un silencio frío, que no daba pie a las palabras, poseyó la caseta. Las costuras del mundo se habían abierto mostrando una grieta que ponía a prueba lo poco que quedaba de mi sentido común. Desconocía adónde llevaba, quién sabe si a otra esfera del pensamiento, de la vida a la que acababa de ser invitado. Dicho esto, he de reconocer que junto a ella me sentía más flexible, menos limitado. ¿Estaba mudando la piel como los lagartos? Necesitaba recapacitar; apresurarme en mis juicios no serviría de nada.
- ¿Por qué yo? – pregunté asustado, rompiendo el silencio de cristal.
- Así lo has querido…
- ¿Quién, yo? ¿Quién eres?
- Lo sabes perfectamente…
Nos abrazamos con cariño. Decidí continuar aquella aventura sin cuestionar demasiado las cosas; si tenía que ver, vería; si no oiría, olería o tocaría con tal de superar mis prejuicios y limitaciones, pues mi objetivo ahora sí estaba claro: ella. También sé que en otras circunstancias hubiese buscado su boca, la hubiese querido desnudar allí mismo, sobre la mesa, rompiendo para siempre las barreras del cuerpo, pero esta vez era distinto, y un abrazo - gesto que lleno de fuerzas maravillosas - colmó mis emociones. Su aroma evocador me transportaba, con una autenticidad inimaginable, a los veranos de mi infancia, esos días casi olvidados que disfrutaba traveseando el campo, rodeado por cientos de flores a las que nunca supe ponerles nombre; rastreando hileras inacabables de hormigas, de rodillas, medio hipnotizado, hasta pararme frente al agujero negro, entrada increíble de misteriosas cámaras subterráneas, allí dónde la reina de las hormigas, grande como una nuez, descansaba sobre mullidas hojas frescas; o cazando saltamontes que luego estudiaba fascinado por su aspecto de otro tiempo; u observando el ir y venir de las golondrinas, que se me antojaban diminutos cometas sin hilo, libres en el aire, surcando las remotas mañanas de mi infancia…
- Salgamos, ya llueve menos.
Caían cuatro gotas. El viento se había convertido en un soplo inofensivo. Daba la impresión de que Atila reagrupaba sus fuerzas en alguna parte.
Fuimos al embarcadero. Las barcas, atadas a las amarras, parecían dormir sueños de madera y brea. Montamos en una.
- ¿Confías en mí? – me preguntó.
- Sí – contesté y ella sonrió de un modo que me hizo sentir pura y llanamente feliz al tiempo que comenzaba a vendar mis ojos.
- Quiero que aprendas a conocerme con el corazón, no con los ojos. Rema…
Me removí incómodo en el asiento, pues estaba mojado, mientras ella susurraba algo ininteligible, y pasaba el dedo índice de su mano derecha por mi frente, de arriba hacia abajo, despacio, muy despacio, continuando por el perfil de mi nariz. Tomé aire y comencé a remar guiado por su voz:
- Para el que rema lo más importante son los remos, no el rumbo… - o bien -. Déjate llevar por tus sueños, no te marques ningún objetivo, sé tú mismo el objetivo, piensa que los remos te divierten y te ayudan a escucharme…
Cuando se levantaba el viento, hacía fresco. Chispeaba. Yo remaba sin abrir la boca, con los brazos calientes, escuchando cómo las palas entraban en el agua, impulsaban la barca y salían describiendo en el aire una parábola invisible. También sentía la proa cortando la superficie del estanque, oía el trasiego de la madera e intuía con el corazón la estela que dejaba tras de sí nuestra marcha sin rumbo, percibía que nos acercábamos al borde del estanque por el rumor de el viento en los árboles. Entonces rectificaba la trayectoria, moviendo los remos con fuerza, hasta que la distancia volvía a amortiguar la voz de las hojas. A veces escuchaba el canto de los pájaros sobre mi cabeza, surcando el cielo que nos llovía; otras desaparecía, sumiendo la marcha en cierta melancolía.
Seguí remando, empapado, sudando por cada poro. Estaba tan abstraído que tardé en percatarme de que hacía rato que no se oía el rumor de los hojas. ¿Estaré dando vueltas al centro del estanque?
- ¿Estamos en mitad del estanque? - siguió un vacío sin respuesta que se me hizo eterno, en el que remé saturado de inquietudes, a punto de quitarme la venda, más ciego por dentro que por fuera.
De pronto llegó su voz para serenarme:
- Los límites del estanque los pones tú… - y se fue igual que vino.
¿Qué ha querido decir con eso?
¿Es que el mundo había cambiado como en uno de mis sueños?
Imaginé un estanque sin bordes, transformado en mar, con la barca en el centro y yo remando sin objeto, aguardando solamente una señal, un gesto que indicara que podía quitarme la venda, que el juego había terminado.
- ¿Puedo quitarme la venda? – no hubo respuesta. Desgarrado e indefenso, añoré el rumor de los árboles, el trino de los pájaros, cualquier referencia.
Rompió a llover con fuerza. Un resplandor tras el vendaje. Poco después llegó el trueno.
- ¿Qué vamos a hacer? - aguardé remando sin rumbo (o con todos los rumbos), bajo la lluvia y el viento, cada vez más exhausto, mientras la ansiedad me nublaba el entendimiento. Al fin me quité la venda; ella no estaba, había desaparecido. El estanque era el de siempre, ni más grande ni más pequeño.
Todo parecía normal, pero no lo era.
¿Dónde estaba ella?


5. Mensaje en las palmas


Dejé la barca junto a un roble que metía sus raíces en el agua, se diría que para hurgar el fondo a escondidas. Un relámpago iluminó árboles y setos, los bancos abandonados en los rincones, los caminos infinitos y una estatua prisionera. Acaricié el reloj de arena, su piel de plata regalada. La escasa luz que burlaba el muro de las nubes caía sobre el parque sin fuerza, casi muerta, lechosa. Las sombras se estaban adueñando del mundo, hablaban de grandes silencios, del viento como centinela y del crepúsculo.
No puede ser tan tarde, como mucho la una o las dos…
Las ramas de los árboles parecían dedos de madera a punto de apresarme. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Estaba loco? Los árboles no podían hacerme daño, me estaba dejando llevar por un histerismo injustificado. Vale, pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde estaba la gente? ¿Por qué no me abandonaba la sensación de que aquel silencio, los árboles e incluso el viento no eran reales? Impotente, me llevé las manos a la cara; cuál no fue mi sorpresa al descubrir que tenía escritas las palmas.
Leí la izquierda:
Cierra los ojos para ver la música.
Leí la derecha:
El amor es la música del cuerpo.
Cerré los ojos para ver esa música, pero estaba tan alterado que no oía más que mi propia respiración, entrecortada como un motor al que se le acaba la gasolina. Procuré calmarme. Un rato después, empecé a escuchar el sonido de la lluvia al chocar con las hojas de los robles, al caer sobre la hierba que cubría el suelo o al fundirse con la superficie del estanque. El sonido era de una claridad inaudita. El viento lloraba como un gato y a mí me daba pena ese dolor del aire que hablaba de mi profunda soledad bajo el roble de ramas infinitas, por eso cerré los ojos, pues de eso se trataba, ¿verdad?, lo decían mis palmas… Y como necesitaba desconectar mis alarmas todavía más, inspiré hondo, guardando el oxigeno en los pulmones, soltándolo luego, lentamente, así treinta o cuarenta veces; el ritual surtió efecto, empecé a oír un piano, lejos, en el corazón de aquel parque desconocido, supe que era la señal, tendría que ir hacia allí.


6. El palacio


Caminé a ciegas, pendiente del rastro musical. Sólo abría los ojos para orientarme por los senderos y protegerme de las ramas. Aquellas notas - cristalinas, dulces, mágicas - eran de Chopin, del 2º movimiento de su concierto Nº1 para piano y orquesta. Notas convertidas en poesía que llevaban mis pasos a través de la oscuridad. La lluvia caía silenciosa y suave, parecía que no quisiese perturbar la melodía que llegaba, cada vez más cerca, de algún punto del inextricable paisaje. Notas con una sensibilidad prodigiosa que volaban a mi alrededor como copos de nieve. Se diría que el piano las acunaba antes de soltarlas, y que lo hacía con una ternura pura e infinita, y que éstas entonces se multiplicaban, camino de algo que estaba, está y estará más allá de tiempo y del espacio: la eternidad.
Desemboqué en una alameda. Había dejado de llover. El viento también se había esfumado. Las notas quedaron entonces suspendidas en el aire. Parecía copos inmóviles llenos de armonía. El Palacio de Cristal destacaba en lo alto del camino. Se trataba de un invernadero, hogar de antiguas Exposiciones. La música procedía de él. Había gran concentración de copos junto a la puerta. Los cipreses dormían en el lago. Era noche cerrada. Las nubes habían desaparecido en la oscuridad.
Todavía me demoré en la escalinata de mármol, absorto en la música, entre los copos. Cuando al fin pasé al palacio, ella tocaba el piano balanceando el cuerpo con los ojos cerrados. Sus dedos se movían con rapidez. Los martillos de fieltro golpeaban las cuerdas con una sensibilidad difícil de describir. Tomé asiento a su lado, en la única silla que había. Al principio creí que no se había dado cuenta de mi llegada. Qué confundido estaba, pues no sólo me sentía, su percepción de mí iba mucho más allá. Podría decirse que me estaba escribiendo un mensaje sin botella, un mensaje igual que los que yo mismo lanzaba, desde mi isla inaccesible, a la editorial o al periódico; un mensaje sin palabras, compuesto de copos musicales soltados al mar del viento; un mensaje que daba forma al silencio y con un solo objetivo: traerme a su isla.
Mientras siguiese tocando, desaparecería la frontera de la ciudad; quizá por esa razón se bosquejaron en mi mente mil salidas que hacían de la autopista un obstáculo sin importancia. Era consciente, en cualquier caso, de que ese hechizo se esfumaría en cuanto la música terminase. Con esa certidumbre vislumbré el Amor sin principio ni fin que anida en lo más profundo de mí. Supe también lo íntimamente unido que estaba a todo, yo, una mota de polvo flotando en el fragor de la eras. Volé hasta que cesó la música. Volé tan lejos que luego me costó regresar al palacio, a la silla, a mí… ¿Qué recuerdos guardo de aquel viaje? Apenas una palpitación, un presentimiento y calor, mucho calor.
Abrí los ojos, y allí estaba, frente a mí:
- ¿Te gusta viajar? – dijo.
- Claro – respondí.
- Espero que hayas aprendido algo…
Dije sí por no estar callado.
- El piano es una extensión del alma, facilita su expresividad, la hace más accesible, ya que las palabras a menudo se quedan cortas y enturbian los mensajes. Son barreras que la música trasciende. Se trata del verdadero lenguaje del alma.
- ¿Por qué Chopin?
- Porque es magnífico… - sentenció.
-Sí, pero no es tuyo. Chopin no pertenece a esta ciudad, está en otro contexto, fuera de nuestro tiempo. ¿Cómo pretendes que te conozca a través de él?
-El arte transciende las distancias. En realidad, no deja de ser un canal de comunicación. Chopin creó un lenguaje que yo utilizo. Podía haber tocado algo mío, claro, pero no hubiese servido: somos demasiado diferentes. Cuando estés bien contigo mismo, verás las cosas de otro modo.
- ¿Diferentes? ¿Cómo de diferentes?
-No tengo por qué decírtelo; relájate y vive el momento, no necesitas más. Ahora nos entendemos, eso es lo importante…
- ¿Gracias a Chopin?
- Sí, gracias a Chopin.
Aquellas palabras me llenaron de frío.
- ¿Qué quieres de mí?
- Ten paciencia y confía. Nos unen más cosas de las que tú crees.
Un par de lágrimas, demasiadas para mí, surcaron sus mejillas. Juré que no volvería a desconfiar de ella. Juramento inútil, pues la desconfianza iba a ser nuestro sino. Sequé con la yema de mis dedos la línea brillante que las lágrimas habían dibujado en su piel.
-No llores, por favor.
-Te lo agradezco... – y esbozó una sonrisa -. Se ha hecho tarde. Salgamos de aquí, la ciudad nos espera.
- ¿Tan tarde es?
- Aquí no, pero fuera es otra cosa. Ya sabes, hay relojes, la gente los mira, se lo cree y todos tan tranquilos.
- ¿Es esto la eternidad? –pregunté.
-La eternidad representa la muerte del tiempo, la de todos nosotros. Si estamos vivos es porque el tiempo es finito, igual que tu y que yo.


7. El beso.


Un relámpago iluminó el cielo al salir del Palacio. El parque seguía solitario, con los copos flotando en el aire y un rumor vago, como de voces que estuviesen conspirando, enredado en los árboles. ¿Qué será? Lo cierto es que me faltaba imaginación para responder a la pregunta. Bajamos por la alameda, camino del estanque. Cada banco era un signo de interrogación que me preguntaba, mirándome a los ojos, por qué lo había abandonado. Todavía no sabían (yo tampoco) que no los necesitaba, pues todas mis esperanzas, mis últimas energías, pasaban por ella.
Llegamos a la verja del parque; al otro lado, hombres y mujeres yendo y viniendo, luces en las ventanas, coches quejándose con sus cláxones, olor a combustible: el imperio sin fin de lo cotidiano. Algo, sin embargo, había cambiado. ¿Mi percepción? Puede ser, la ciudad parecía esconder nuevos matices desde las verjas del parque, junto a ella.
Una caricia suya me rescataría de mi confusión. Salimos por la puerta de O’Donnell. Nos detuvimos en una parada de autobús. Un grupo de personas aguardaban en orden. Ella me miraba fijamente. Pensé que nos besaríamos, pero ella se limitó a poner algo en mi mano derecha; una nota, doblada.
- Es mi dirección. Hasta mañana.
-¿Mañana? – no quería separarme de ella tan pronto - ¿Por qué?
-Necesitas estar solo, descubrir qué sientes. Necesitas descansar, vete a casa y recapacita, te vendrá bien, piensa en lo que has vivido hoy e intenta sacar buenas ideas. Hasta mañana...
Y nos besamos, ella con los ojos cerrados, yo no, quería verla de cerca, sentirla vulnerable, menos misteriosa, pero el beso terminó de repente y abrió los ojos y nos miramos sin decir palabra.
Se alejó en dirección a la plaza de la Independencia, cada vez más pequeña, un punto gris al final de la avenida que me llenaba de emociones.
7. La nota


El autobús 28 iba lleno. Tuve que viajar en las escaleras, aplastado por un tipo corpulento, rapado al uno, que no podía dejar de moverse, refunfuñaba como un oso acorralado y de tanto en tanto me miraba de soslayo perdonándome la vida. Yo intentaba abstraerme como podía, pero cada parada era un suplicio; la gente daba los empujones que hiciesen falta al pasar, levantando la voz por cualquier motivo. En un momento dado mi compañero de escaleras clavó su codo en mi estómago con una meticulosidad sospechosa. Si a todo esto le sumamos un empujón a quemarropa que casi me estampa contra la luna del autobús, no es de extrañar que decidiera bajar antes de mi parada.
El autobús se alejó humeando la avenida solitaria. El viento soplaba otra vez. No llovía. Recordé la nota; aún no la había leído: ¡Estaba en blanco! ¿Cómo puede ser? La puse a contraluz: nada de nada. ¿Cómo demonios quería que la encontrase? Un dolor caliente, rojo, se adueñó de mi cabeza. No podía pensar con claridad. Entorné los ojos, así estaban mejor, contraídos, apenas un par de rendijas que me llevasen a casa. El cuerpo me pesaba una barbaridad, parecía hecho de plomo, lleno de carne de plomo y grasa de plomo. No tenía fuerzas para andar, sólo dos piernas delgaditas, casi alambres, qué digo, mucho menos que alambres, a punto de quebrar. Busqué un banco con las rendijas, el de siempre, sobre el que desplomar todo mi dolor e impotencia. Vi uno en la otra acera. Crucé desesperado, recriminando mi histerismo entre dientes. Alguien lo había vomitado a conciencia, cuidándose de dejarlo inservible por una temporada. Todavía conservaba los mensajes de las manos: Para ver la música, primero hay que cerrar los ojos; el amor es la música del cuerpo. Cerré los ojos y no sirvió para nada.
Mañana será otro día, no le des más vueltas, dijiste que confiarías en ella. Sí, lo dije…
Anduve a trompicones, lastrado por mis dudas. Pasé junto un a bar abarrotado. La gente no despegaba la vista del televisor. Había partido de fútbol. Nadie se miraba a la cara, todos contenían la respiración, nadie era protagonista, todos eran espectadores. Carecía de importancia lo que pasara en el bar en aquel momento. Se trataba de un sueño colectivo. Un espasmo sacudió el bar, la ciudad. Un ¡Uy! barrió el silencio de las calles. Atila reaccionó y empezó a llover.
Llegué a casa. Intenté comer un poco de jamón, una manzana, un par de onzas de chocolate, que dicen que viene bien, pero cada bocado era un suplicio, pues no tenía apetito, y la nota en blanco iba a hacer que me estallase la cabeza. El chorro de agua caliente de la ducha logró alejarme de mis preocupaciones. Me hallaba bajo una catarata del trópico, oculto en lo más profundo de la selva, en un lugar en donde los caminos sólo existen para mí. Bajo la cascada recobré parte de mi equilibrio. Grandes loros surcaban el cielo como pequeños arcoiris. El corazón de la selva latía con las voces de su fauna. Yo era un hombre primigenio, anterior a la ciudad, libre de todo menos de ella.


9. El beso enmarcado


Arrellanado en el sillón rojo de la biblioteca, rodeado por torres de libros, dejé vagar mi imaginación en El Beso, de Klimt (o el deseo, según mi catalogación), cuadro emocional ajeno al tiempo y al espacio, en el que asumo, e incluso envidio, la esclavitud de sus protagonistas. El hombre representa la rigidez y es previsible como el deseo que alimenta. La mujer es diferente, luce formas más sutiles, su deseo es más sofisticado, está hecho de curvas, flores, tejidos vaporosos y de una sensibilidad celestial. Él está ahíto del invierno de la pasión; ella de la primavera del poeta, juntos, para siempre, en el calendario de El beso.
La dibujé en mi memoria recordando la despedida en El Retiro; la dibuje con esas curvas y esas flores y esos tejidos llenos de aire, mientras la abrazaba poseído, duro como uno de los bloques grises, repetidos, que lindan con el parque.
¿Qué música le iría bien al cuadro? No lo dudé: Chopin.
La imaginación me llevó al Palacio de Cristal, arropado con la música de mi amor, entre copos luminiscentes, para dejarme junto a ella…
Aparté de pronto la vista del cuadro, al que vi igual que una cárcel bien disimulada, pues no la tenía a ella, y aún así la quería con locura, la había convertido en algo demasiado importante, y eso me cerraba las puertas, incluso la de la biblioteca. Pero ¿cómo estaba antes de conocerla? La ciudad había podido conmigo, me había dejado seco, sin futuro y con un pasado lleno de impotencia y de Cosette…; sus muros superpuestos, en una sucesión interminable, no me dejaban ver, y mis ideas, que siempre creí libres, chocaban una y otra vez contra la autopista de circunvalación…
Y ahí terminaba todo.
¿Qué habrá más allá? ¿La libertad? ¿Acaso la libertad es un espacio?
Salí de la biblioteca cerrando de un portazo. La vida me quedaba varias tallas grande. ¿No nos adoctrinan precisamente para esto?


10. El automóvil.


Encendí la tele como un autómata estropeado. Pasé de canal como el que busca oro en una mina que sabe abandonada, y que aún así lo hace. Sólo encontré luces y ruido, mucho ruido. En el balcón quise devorar la noche: la ciudad dormía sobre las aceras, bajo el mar de coches, en las fachadas mudas, en torno a las farolas que iluminaban el silencio y la inmovilidad. El recuerdo del beso me atormentaba. Respiré queriendo tragarme todo el aire y explotar. Una pataleta infantil, lo sé. Calle abajo apareció alguien, resultó ser el tipo de la noche anterior. La barra justiciera asomaba de su chubasquero. Entró en el aparcamiento sorteando los charcos. No acerté a explicar qué tenía contra nuestro aparcamiento, podía ser descubierto, la gente estaba pendiente. Sacó la barra junto a un modelo verde, recién sacado del concesionario, mirando a todas partes menos a mi balcón. Estaba visiblemente alterado. Sabía a lo que se arriesgaba. Fue verle levantar la barra y no poder contenerme:
- Oiga – miró hacia mí desencajado -. Deje ese coche y reviente el mío, haga el favor…
No me interesaba el auto: ¡Ojalá se volatizara! La visión de la autopista reafirmaba esta idea. Recordé el reloj de Cortazar:
…algo frágil y precario de mi mismo; una necesidad de atenderlo, una obsesión de atenderlo, un miedo a que lo golpeen, a que lo roben…
- No se preocupe, golpee el mío, el blanco, el tercer coche blanco, ése, sí…
Rompió a llover con fuerza, se estaba empapando. El vándalo apenas se atrevía a mirar a mi balcón. Parecía que no podía con la barra. Le dije que no debía preocuparse, que el coche era de mi propiedad y que tenía permiso para desfogarse a sus anchas, pero no reaccionaba. Ni siquiera se movía.
-¿Le ocurre algo? – pregunté, pero el otro salió disparado del aparcamiento, gritando:
-¡HIJO DE PUTA!
¿Así agradece que se le faciliten las cosas? Estaba claro que al instarle a golpear mi vehículo neutralizaba sus razones. Pero, ¿qué razones serían?


11. Lápiz y papel.


Al entrar en casa olvidé que mi cuarto tenía puerta. El golpe en la frente retumbó en mi cabeza varios minutos. Pensé que me había hecho una brecha, pero no fue para tanto, todo se quedó en un ligero moratón. ¿Lo habrá oído Fedor? Imposible, y aunque lo hubiese hecho, ¿cómo sabría que era yo? Para eso tenía que estar en la puerta como un perrito faldero y no llegaba a tanto, gracias a Dios. Dejé la nota sobre la mesilla, blanca hasta hacerme daño, sin una línea que diera pie a la más mínima esperanza. Con la frente dolorida y la mente dominada por el pesimismo, me dije que la noche sería larga. Estaba equivocado. Cuando quise darme cuenta era de día y el perro de mi vecino ladraba como si nunca tuviera bastante. Eché un nuevo vistazo a la nota: seguía en blanco. El enigma se reafirmaba. Me vestí de cualquier manera y desayuné de pie en la cocina. Luego pasé al salón sin saber qué hacer. Una pareja discutía en la calle dando voces. Encendí la luz y bajé las persianas para aislarme. El televisor estaba apagado. ¿Para qué lo necesitaba? ¿Para volverme más loco si cabe? Lo tiraría ahora mismo. Sus 30 kilos me pusieron a prueba al bajarlo al suelo. Lo arrastré con esfuerzo hasta la puerta. Entonces vi el sobre, junto a ésta. Alguien debió colarlo por la noche.

Hola, amigo:
Te llamé pero debías de estar durmiendo. Esta mañana pasó por aquí una amiga tuya. Me encargó que te diera un lápiz que sacó de su bolso. Lo dejé en tu buzón. A ver si nos vemos pronto.

Tu amigo, Fedor.

Bajé al portal; antes de abrir el buzón, tragué saliva: una carta del banco cayó a mis pies; dos hojas de publicidad, una verde y otra roja, revolotearon en el aire en una competición espontanea que perdería la que primero tocara el suelo. La roja. No veía el lápiz. Hurgué en el cajetín. ¡Ahí estaba! Regresé a casa. El asunto tenía su lógica, no cabe duda, pero ¿qué se supone que debía hacer? Bueno, vale, escribir, pero el qué. Tomé el lápiz con la mano izquierda, la nota con la derecha. ¿Soy zurdo? No, estaba confuso, sin más. Necesitaba que me diera el aire, desahogarme de alguna manera. Colgándome el zurrón, saqué el televisor de casa, a rastras sobre una manta. Apreté los dientes al levantarlo. Cada escalón era una trampa y los bordes de la tele se me clavaban en los brazos. Casi lo suelto y cae rodando. Abrí la puerta del portal ayudándome con el codo sin dejar de resollar. Un grupo de vecinos se había reunido en el aparcamiento entre capas abolladas, lunas deshechas, ruedas pinchadas e intermitentes finiquitados. El vándalo había regresado. El único vehículo que no había sufrido daños, salvo los que ya los tenían de la primera noche, era el mío. Curiosa circunstancia. Me dirigí hacia mi coche con la tele a cuestas. El grupo calló al verme tan apurado:
-¿Necesita ayuda? – dijo un voz familiar a mi espalda.
-No, gracias, puedo yo sólo.
Ante la estupefacción de los presentes, dejé el televisor sobre el capó de mi coche, que crujió como si se estuviese rompiendo bajo su peso. Dos agentes de seguridad observaron la escena con el ceño fruncido. Me disponía a poner tierra de por medio, cuando uno de ellos, alto y narigudo, me espetó:
-Oiga, no puede dejar eso ahí.
- ¿Se refiere al coche?
- No se haga el gracioso. Me refiero al televisor – dijo levantando la voz.
-¿Por qué no? Si lo llevo a cuestas no pasa nada, todo está en orden, pero en cuanto lo dejo sobre el coche, está mal. ¿No le parece curioso?
El agente tardó en responder:
-La ley es la ley.
-¿Se refiere a la ley de Protección de Televisores Abandonados? Porque si no es así, no lo entiendo.
Salí del aparcamiento oyendo a mis espaldas un oiga, deténgase, pero el agente no insistió. Las nubes seguían cubriendo el cielo y el viento se levantaba de vez en cuando sólo para molestar. Entré en el cementerio de La Almudena con el cuello alzado... Al pasar por el quiosco de flores, la vendedora me miró como quien mira una bolsa de plástico con la que juega el viento. Veía bien; estaba hueco e irresoluto. No sé cómo llegué a la tumba de mi amigo: 30 de abril de 1914 – 30 de abril de 1921. Periodo efímero, olvidado. Pateé el suelo para entrar en calor. En los maceteros yacían los dos ramos de rosas: ¡Vosotras sí que sois breves! Respiré su fragancia emocionado, colándome entre sus pétalos de carne frágil e infinita, surcando sus curvas como olas. Luego, apoyado en la inscripción de mi pequeño amigo, le pedí consejo. No tuve que esperar mucho, pues mi voz de Pedro me dio la respuesta que tanto anhelaba:
Escribe la dirección que quieras, que allí la encontrarás...
No podía ser tan fácil… Bueno, ¿por qué no? Escribí lo primero que vino a mi mente:
Amnistia, 7, 3º izq
- Gracias – dije a mi amigo acariciando su nombre grabado en el mármol. Era mi manera de abrazarle. Lo imaginaba pequeño y frío, desamparado y sin escapatoria ahí dentro. Qué difícil era encontrar mayor generosidad.






12. Amnistia, nº 7


Trece estaciones de metro después llegué a la plaza de Isabel II. La gente iba y venía, se paraba frente a los escaparates o se amontonaba en las paradas del autobús o colapsaba sin objeto las aceras o llevaba cestas, carretas y carretillas de un lado a otro como hormigas laboriosas o trabajaba en una obra cercana, armando ruido o despachándose un bocadillo, o desaparecía dentro de los edificios para no salir hasta no se sabe cuándo. Gente solitaria y que, además, lo parecía. Gente que iba sola mientras charlaba por el móvil, o que había quedado con alguien, pues iba arreglada o llevaba prisa. Gente que iba en grupos abiertos o cerrados. Los primeros andaban pendientes de lo que les rodeaba, charlando sin despistarse. Los segundos caminaban cerrados en sí mismos, impermeables a los incidentes con que se cruzaban, y charlasen o no entre ellos, se deslizaban sin llamar la atención, yendo seguramente hacia ninguna parte. Luego estaba la gente de la calle, la que convierte las aceras en los pasillos, con horario comercial, de sus hogares, las plazas en concurridos salones donde la gente se cita sin advertir la tristeza de sus anfitriones y cualquier rincón, por sucio que esté, en su alcoba pisoteada. Su tragedia era transparente. Quizás todos lo fuésemos en aquella plaza. Fantasmas con prisas.
La calle Amnistía no quedaba lejos. Sus comercios, restaurantes y cafés estaban aún cerrados. Era el único transeúnte. Cada paso que daba resonaba en las paredes como una especie de alarma. El viento corría alborotando los papeles. Observé minuciosamente la fachada del nº 7. Me llamó la atención la ausencia de macetas y trastos en los balcones. Eran demasiado asépticos. Sólo había uno diferente, en la tercera planta, cubierto por una bandera blanca con un punto negro en el centro. El telefonillo guardaba la siguiente sorpresa. Carecía de etiquetas junto a los pulsadores. ¿Cuál será el del 3ª Izq.? ¿Tal vez éste? Una nota clara y elegante, similar a la de un piano, escapó del pequeño altavoz. Aguardé unos segundos antes de pulsar el mismo botón. Volvió sonar la misma nota. Nadie contestó. Probé con los demás pulsadores, cada uno con su nota correspondiente. Nadie contestaba. Busqué una pista en los balcones. Ni un movimiento. Caí en que no se oía el ruido de la circulación de dos calles más abajo. Tampoco a la gente. Era como si se hubiesen evaporado. Cinco minutos antes había estado en la plaza, entre la muchedumbre, pero ahora..., ahora era distinto… ¿te das cuenta? Claro... El único sonido procedía del viento, y hasta éste me resultaba ajeno… como el de ayer, en el retiro… ¿Volvía a estar en su mundo? Cerré los ojos y aguardé su música. En vano. Pulsé varios botones buscando de la combinación correcta. Porque en eso consistía, ¿no? Volqué mi imaginación en el triangulo que formábamos el piano, el telefonillo y yo, y me dije: ¡Chopin! Todo encajaba. En cuanto enlacé siete u ocho notas, la puerta se abrió con un zumbido.
- Mujer de juguete - mascullé.
La penumbra llenaba el portal. Apreté el interruptor de la luz. Una bombilla hizo el amago de encenderse. Los buzones estaban vacíos y sin etiquetas. No quise probar el ascensor, subiría las tres plantas a pie, a oscuras. La temperatura era agradable. No se oía el menor ruido. Me hallaba en su mundo, subiendo escalones que me daban miedo, pasando frente a puertas que eran bocas cerradas, todas iguales, planta tras planta.
Llegué al tercer piso. Olía a incienso. Me quedé inmóvil, respirando como un fuelle. La puerta de la izquierda estaba entornada; la empujé con cuidado: un pasillo largo y estrecho, con velas rojas en el suelo, a ambos lados, señalaba el camino. El pasillo doblaba a la izquierda. Al fondo había otra puerta.
Giré el tirador con cuidado.


13. Oscuridad.


La oscuridad era casi completa. Una vela rasgaba las tinieblas en una esquina de la habitación con su aliento frágil y tembloroso. Adiviné una silueta en el suelo, recostada sobre cojines. Era una mujer de unos cuarenta años, rubia:
- ¿Quién eres? – pregunté a la sombra.
- ¿No me reconoces? – respondió la voz de El Retiro, de Olavide…
- No lo sé, creo que no, pero tu voz…, tu voz me resulta familiar…
- La voz es lo de menos; cierra los ojos – así hice -, ¿me reconoces ahora?
Supe de corazón que era ella.
- Pero ayer… ayer eras diferente…
-Olvídate de ayer. Lo importante es que me reconozcas hoy.
- Muy poético, no cabe duda, pero dime entonces por qué has cambiado – me sorprende aún la naturalidad con la que asumía aquel hecho extraordinario, yo que siempre me había considerado un escéptico empedernido.
- Para qué sigas aprendiendo.
- Pero con qué fin... – dije abonado al pero.
- Mi fin eres tú. Por eso estamos aquí, los dos solos.
-¿Por qué no contestas nunca a mis preguntas? Creo que merezco una explicación. Dime cómo has podido cambiar tu aspecto.
- Sólo tuve que proponérmelo.
-Quiero verlo con mis propios ojos. Transfórmate ahora en otra persona.
-Esto no es un juego.
Estaba convencido de que en cualquier momento ella diría no te preocupes, todo ha sido un broma, relájate, pero no dijo nada, siguió recostada en los cojines, comportándose como si de repente me hubiese vuelto invisible, una sombra entre sombras, todas idénticas y sin importancia. La llama de la vela vibró un instante. ¿No había reconocido que todo esto lo hacía por mí? ¿Por qué era entonces tan parca en palabras? Me imaginé encima de un torno, hecho de arcilla, mientras ella me moldeaba a su antojo. ¡Qué material tan sumiso y necesitado era! El viento ululó tras los tabiques invisibles. ¿Iba a luchar? ¿Cómo? ¿Marchándome? No quería estar en ninguna otra parte. ¿Qué pensaba hacer entonces? Tumbarme en los cojines, a su lado, apoyar la cabeza en su regazo, sin atreverme a mirarla, no fuera a devorarme con esos ojos, y dejar que las cosas llevaran su curso.
Así hice.
- Quiero que entres allí – dijo señalando una puerta disimulada entre las sombras - y que busques la salida.
- Qué es, ¿un laberinto?
-Algo parecido.
Y ¿si no la encuentro?
- Tienes que encontrarla. No puedes quedarte ahí dentro.
- ¿Qué fue de tu perro? – no sé por qué cambié de tema, el caso es que vino a mi cabeza el perro que la acompañaba en Olavide, el primer día.
- No tengo perro.
- ¿Qué era entonces aquello? – inquirí enfadado.
- Un señuelo.
- ¿Estabas de caza?
- Yo no lo llamaría así…
- ¿Cómo lo llamarías entonces?
- Nuestra idea…
- ¿Nuestra? ¿Quiénes sois? –la corté alarmado.
- Tú y yo, ¿te parece poco? Pero olvida eso y no te despistes. Cuando nos conocimos, sólo quería que recordases mi voz. Creo que lo conseguí; ayer no era la misma, físicamente, y no te diste cuenta.
- ¿Quién eres? – dije asustado.
- Todo a su tiempo.
- Bueno, y ¿qué fue de nuestro beso?
- Todavía lo recuerdo en mis labios, por eso sonrío… ¿No ves?
Es cierto, sonreía.
- Te juro que no te entiendo…
- Te quiero, otro asunto son mis circunstancias, las tuyas; en fin, todo esto...
La oscuridad borró la sonrisa de sus labios. Había llegado la hora. Fuimos hasta la puerta de la mano. Se abrió sin un ruido. Al otro lado había una habitación amplia e iluminada. Sus ojos azules eran un mar tranquilo e inabarcable. ¡Cómo deseé bucear en ellos hasta su fondo cubierto de corales, peces de arcoíris y barcos dormidos por los siglos! Nos despedimos con el beso de Klimt De nuevo la vi pequeña y frágil. Desobedecerla sería inútil.
Crucé el umbral y la puerta se cerró a mi espalda. Desde este lado no se podía abrir, carecía de picaporte. Seguí frente a la puerta, no fuera a abrirse. Escuché un pequeño roce al otro lado.
- Ábreme – dije.
Era ella decidida a seguir jugando a yo te enseño y tú aprendes; nunca me abriría: me había convertido en su juguete inmaculado, recién sacado de la caja.


14. 3ª Planta


Había tres puertas más en la habitación. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, primeros planos de mujeres jóvenes enmarcados en distintos colores con una lámina color plata a un lado, con un mensaje. Observé aquellos rostros desconocidos, tristes, sugerentes, uno tras otro, enigmas que me observaban desde su silencio inalterable, cuadriculado. Reconocí una cara, era de ella, con el aspecto del día anterior; la cita decía:
Para reconocerme olvídate de mi cara.
Una frase que resumía la lección de El Retiro. Quise ordenar mis ideas, pero el dolor de cabeza me declaró la guerra y tuve que recular como un pelele asustado. No me quedaba otra: tendría que mirar las fotos sin complicarme. ¿Cómo se hacía eso? Supongo que no queriendo enfrentarme a mis miedos, a mis dudas, a ciertos recuerdos que se enquistaron en mi memoria. No tardé en reconocer tres o cuatro chicas con las que salí en otro tiempo, sólo que más mayores, algo cambiadas. Sus etiquetas explicaban nuestra relación de forma precisa. Durante un rato me torturó una idea terrible: ¿Acaso todas ellas eran la misma mujer? ¿Acaso todas ellas eran la misma persona, ya fuesen los ojos sin fondo de María, el pelo infinito de Lourdes o la cintura sedosa de Patricia?
-No puede ser – grité desgarrado.
Pero tal vez lo era.
Reparé en otra foto. El rostro que me observaba desde el papel brillante era el de ella aquel mismo día. Leí la lámina:
La realidad exterior es a la pared lo que la realidad interior es a la llave.
¿Era nuestro resumen? Supongo. Al menos el dolor de cabeza había remitido en parte. Eché una mirada al resto de fotos: más caras. ¿Todas suyas? ¿Asociadas al futuro, al pasado? ¿Quería volverme loco? Para qué especular, no podía fiarme de mis razonamientos. El estómago me dio un vuelco al ver el rostro de Cosette. En sus ojos había una tristeza infinita. Puede que yo mismo la hubiese provocado. Su mensaje rezaba:
Volveré siempre.
¿También tú, Cosette? El corazón me decía que no, me habría dado cuenta, había sido distinta a todas, era especial…
Por eso la dejaste, ¿no? – pensé.
Uno se puede cansar hasta de su sombra, pero por mucho que corramos, ésta nos seguirá a todos lados, forma parte de nosotros, aunque sea más grande, más pequeña o incluso invisible, da igual, el ángulo y la intensidad de nuestras emociones pueden cambiarla, ella siempre estará ahí, pegada a nosotros, dulce sombra fiel.
Había abandonado a Cosette por un sueño en el que ella seguía siendo la protagonista. En lugar de huir de ella, corría a sus brazos con más fuerza que nunca, si bien por otro camino.
No puedes con su amor, irá donde tu vayas, marcando el pulso de tus pensamientos…
Si es así, todas son distintas...
Pero tienen un patrón común... – me contesté.
¿Cuál?
Tú.
Decidí no ver más fotos; sólo leería los mensajes:
La sabiduría es saber decir tú.
El amor se oye.
Todo final empieza al principio.

Abrí las puertas de la habitación; la de la izquierda daba a un cuarto lleno de fotografías de manos; la de la derecha, a una colección de bocas; la de en frente, a una de ojos. Recordé La evidencia eterna de Magritte: manos, ojos, bocas componiendo un juego de ventanas íntimo y revelador de la mujer. Reinaba el silencio; pasé al cuarto de los ojos y di con los de Cosette de primeras. Nos miramos como tantas veces:
- ¿Quién eres, Cosette?
Pero no era boca que pudiese contestar, eran ojos, sólo ojos, de ella, de todas, que me observaban fijamente, sin un parpadeo. Una punzada de dolor explotó en mi cabeza. Ofuscado, arranqué varias fotos de la pared (la tuya no, Cosette), y pasé a otro cuarto cubierto de fotos interiores y paisajes abiertos, solitarios unos y otros salvo por varias excepciones en las que aparecía yo subido al escenario del café Central, sentado en el palacio de Cristal, de pie entre montañas, remando con los ojos vendados en el estanque de El Retiro, sentado a la mesa de la terraza de Olvide y pulsando el telefonillo de Amnistía nº 7. El resto de las fotos eran de mi casa, de la de Cosette y de las demás chicas. Escenarios sin gente de mi vida emocional.
Quizá nada sea lo que parece; quizá en este instante me estén observando tipos enfundados en batas blancas y ojos fríos, mientras anotan sus conclusiones en cuadernos de tapa dura, tal vez roja, en una especie de experimento huxliano con cámaras ocultas y un sofisticado Centro de Control en alguna parte atestado de monitores y computadoras de última generación.
Busqué las malditas cámaras con la ansiedad golpeándome el pecho. No encontré ninguna. La casa tenía algo de inofensivo. Eso no quería decir, en cualquier caso, que no las hubiese, podían estar escondidas, no iban a ser tan ingenuos de dejarlas a la vista, tal vez se trataba de artilugios minúsculos como… yo…
Este último pensamiento resultaba especialmente inquietante, ya que convertía las cámaras en inmensos microscopios y a mí en un microorganismo casi invisible. Una mota insignificante analizada por colosos. Pero ¿qué importancia podría tener para ellos el banco de siempre, los artículos semanales o mis caminatas entre las paredes atómicas de la ciudad? Alcancé a imaginar al universo como un ser vivo de ciclópeas dimensiones deambulando por espacios inimaginables entre seres inimaginables, seguramente joven y en expansión, despreocupado por los minúsculos acontecimientos de su interior. Imaginé también su origen, un óvulo de densidad infinita, a punto de eclosionar, llevado por un proceso de fecundación que nosotros llamamos Big Bang.
Pero algo así no podía perder el tiempo conmigo. Si estaba siendo observado, tendría que ser por alguien a mi escala; o sea, ella.
Entré en una nueva habitación, era espaciosa, no tenía fotos en las paredes, estaba presidida por un piano de cola negro idéntico al del día anterior. Puede que fuera el mismo. No quise preguntarme qué hacía allí. Asumí que era una pieza más del rompecabezas. De ahí pasé a un cuarto diáfano en el que sonaba, como en un sueño sin altavoces, la melodía de Chopin. En él vislumbré por primera vez la relación que existía entre las distintas salas. Pero fue sólo eso, un ligero golpe de intuición, una pequeña luz que se esfumó dejándome de nuevo vacío.
La siguiente puerta me devolvió a la habitación de los ojos.
- Hola, Cosette – saludé con amargura.
Pasé algo más animado a una habitación en la que soplaba el viento igual que en la calle, sólo que no había abertura por dónde hacerlo, el aire salía directamente de la pared, impregnado en las fragancias de la vegetación que habita El Retiro. ¿Qué tipo de magia era ésta? Sonreí y cambié de página entrando en una habitación ocupada por una barca como la del estanque. ¡Tenía incluso los remos! Todo parecía demasiado evidente, lo reconozco, pero no terminaba de verle el sentido.
Seguí deambulando por la planta entre ojos, bocas, caras y manos, azuzado por el viento de la pared, acariciando la piel del piano, con Chopin de fondo, asiendo los remos aún mojados y preguntándome a dónde me llevaba todo esto. Cuando menos lo esperaba, me percaté de la existencia de un resorte en una de las paredes del cuarto del viento. Era una puerta disimulada. Tras ésta, al fondo de un pasillo, había una escalera de caracol metálica.
Bajé asido a la barandilla, dando vueltas encorvado, no fuese a golpearme con los escalones que iba dejando sobre mi cabeza.


15. 2º Planta


La escalera moría en una habitación pequeña. Justo en frente, había una puerta que parecía una especie de boceto en tres dimensiones dibujado a toda prisa, a grandes trazos. El pomo lo formaban dos líneas casi paralelas y una circunferencia achatada. ¡Era tan irreal! No me demoré en divagaciones estériles: cogí el pomo con cuidado. Aunque su tacto era sólido, diría que metálico, me pareció frágil, a punto de hacerse añicos al menor apretón. Lo giré con cuidado y la puerta se liberó de sus jambas sin hacer ruido.
Pasé a un cuarto de no más de ocho metros cuadrados, desocupado y con poca luz. El viento soplaba en una de las paredes, silbando entre los árboles imaginarios de mi mente llevando consigo la melodía de Chopin, en una atmosfera evocadora que llenó mi espíritu de recuerdos aún calientes, paralizado de amor en el parque solitario, entre ramas a punto de quebrarse, bajo aquel cielo invisible y amenazante.
La habitación tenía otras tres puertas; creo que abrí la de la derecha. Entré en una habitación más grande que la anterior, con las paredes cubiertas de bocetos. Ojos. Localicé los de Cosette, apenas perfilados aunque inconfundibles; los saludé:
- Hola, Cosette; ¿qué haces aquí?
Su (mi) respuesta de silencio me llegó al alma:

-La realidad interior es la llave – lo dije sin pensar y dejé la frase ahí, que madurase por sí misma, pues ¿de qué serviría forzarla?
Cambié de habitación; nuevos bocetos, bocas; busqué la de Cosette, mía durante tanto tiempo: ¿Será ésta, ésa o aquella? No me decidía por ninguna, las tres podían ser suyas. ¿Acaso había olvidado su boca? Una boca como la suya debería ser mía para siempre. Pero no es así. El humo del tiempo nos reduce al presente y poco más.
Pasé a una habitación en la que tropecé con un extraño casamiento; el de la barca y el piano. Éste dentro de aquella, con las patas delanteras apoyadas en el suelo como un marinero que tantease el agua de un mar imposible. Se trataba también de un boceto materializado. Lo tenía delante y no acababa de creerlo.
Sumido otra vez en la confusión, cambié varias veces de cuarto, mientras mi atoramiento, entre caras, bocas, Chopines y vientos imposibles, crecía y la ansiedad parecía querer devorarme el alma.
Perdido y a la deriva hallé una escalera de caracol oscura y descendente, perfilada en lápiz con gesto brusco, casi vengativo. Sé que tuve que bajarla, que debí de asirme a su barandilla como un náufrago a un salvavidas, dando vueltas a la espiral del artista.


16. 1º Planta


La segunda planta resultó ser otra vuelta de tuerca. Estaba hecha a base de paredes descoyuntadas, angulosas y colores fuertes. Parecía la obra cumbre de un autor cubista. Observé mis manos asustado, temía convertirme en parte de la obra, pero seguían siendo las mismas de siempre, de pianista me habían dicho muchas veces. Con ellas, empecé a acariciar las paredes siguiendo sus líneas con la yema de los dedos, sintiendo cada perspectiva, hasta que tropecé con el reborde de una puerta formada por una sucesión de planos marrones. Dos cubos grises superpuestos formaban el picaporte. Su forma me recordó el cubo de Rubik. La puerta se abrió sin problemas.
Pasé a una habitación adornada con retratos cubistas – más que retratos, parecían máscaras tribales - cuyos perfiles exagerados, ojos desiguales y narices ladeadas hicieron que pensara en Las señoritas de Aviñón.
¿Qué pretendían con todo aquello?
- La realidad exterior… - musité con mi voz más suave.
Paseé la mirada por los retratos sin poder identificar a nadie. La luminosidad ácida, como de luna llena, ampliaba los espacios de la habitación. Parecía la creación de un dios ajeno; tal vez ella, mi gran amor, cubista o no, fuera precisamente eso, el Dios de esta creación hecha a mi medida.
Me dejé llevar sin prisa, apreciando las obras.
Otra puerta. Otra habitación. El piano y el bote formando un conjunto totémico de planos superpuestos. Entre líneas y formas inextricables reconocí los remos, la quilla, distintas partes del piano. Los dientes perfectos de las teclas resaltaban en un costado. Presioné una de ellas y el tótem emitió una nota desde sus entrañas que sonó igual que un remo que penetra en el agua. Seguí tocando con suavidad, soñando mis travesías en el mar. Entendí con amargura que mis viajes en el banco habían afianzado el poder de la ciudad. ¿Creía acaso que se podía luchar contra el sistema metiendo la cabeza en el agujero de mis sueños? Lo creía, cierto. Había aceptado la ilusión de un equilibrio imaginario asumiendo los resultados sin verdadera autocrítica. ¡Qué lejos estaba de la realidad! Pero, ¿qué es la realidad? ¿Esta casa? Maldita sea, nunca lo sabré. Lo que sí que sé es que nunca podemos luchar huyendo. Para enfrentarse al sistema hay que mirarle de frente en la calle, dentro de una casa o donde sea.
Dejé de tocar.
Antes de salir, observé el tótem; el piano que me condujo ayer hasta ella, me enseñaba hoy a interpretar el agua, mi agua…
Las piezas comenzaban a encajar.
Seguí deambulando por la planta entre encuadres estrambóticos, manos rodeando bocas, ojos rodeando manos, un viento tibio, agudo, distinto al que reconocía, un Chopin chirriante, como enlatado, una puerta que llevaba de nuevo al tótem, las mismas salas, la escalera por la que había descendido minutos antes, las mismas salas, paso a paso, obra tras obra, fascinado, sin rumbo, apenado, pensando que semejante exuberancia creativa desaparecería en cuanto yo dejase el edificio, que me movía en un escenario trágicamente personalizado. ¿Es que el arte se puede crear sin esfuerzo, durar unos minutos, unas horas, y luego esfumarse porque sí? Claro, estamos hechos de muerte, perdurar no es lo natural.
Tras una puerta hallé una escalera de caracol descendente; barandilla poligonal, escalones dislocados, tonos ocres y luces indirectas envolviéndome mientras, asombrado como un niño grande, bajaba con cuidado, no fuese a caer dentro de mis más hondos abismos.
- ¿Qué eres? – pregunté al aire con la esperanza de que alguien o algo me estuviese escuchando, daba igual si con ánimo de responder, daba igual si con algún interés hacia mi persona.
Descendí en silencio la escalera de caracol, columna vertebral de ese animal incomprensible por el que me deslizaba como un parásito que se alimenta de conocimiento. Que mis emociones oscilaban era un hecho. Estaba poseído por una suerte de péndulo inmisericorde que me llevaba de la confianza moderada, sin pretensiones, a la indecisión más profunda. Y lo hacía en un segundo. La vida en blanco y negro; blanco y negro; blanco y negro…
El péndulo siempre estuvo dentro de mí. Los viajes en el banco sólo habían servido para acentuar su oscilación, separando los extremos cada vez más…
Blanco y negro…
17. Planta baja


El concepto de espacio, como tal, era especialmente desconcertante en la planta baja. Se trataba de un lugar en dos dimensiones, sin esquinas, techo e incluso suelo, dominado por el azul y el rojo, un azul idéntico al del mar de mis sueños, justo en los albores de un atardecer despejado, un rojo como la raíz de mi dolor de cabeza cuando paseo derrotado por las calles de la ciudad y no encuentro ningún banco lo suficientemente bueno para cargar con mis penas. Pronto llamaron mi atención treinta recuadros coloreados con una base de rojo claro, tirando a naranja, y una capa más oscura, casi granate que daba forma a figuras abstractas. Éstas me recordaron al test de Rorschach.
¿Debo interpretarlas?
- Imposible – susurré a mi soledad -. ¿Qué podría decir, son manchas herméticas?
¿Caóticas?
- Caóticas no, algo me dice que hay cierto orden en todo esto, como si nada quedase al azar y todo estuviese definido al milímetro, incluso yo...
Decidí interpretar uno de los cuadros. ¿Qué representaba? Si me atenía a lo que había visto en las demás plantas, tenía que ser algo concreto, una chica quizá.
Un dibujo abstracto en una planta abstracta es algo concreto.
Traté de servirme de Kandinsky y su enfoque para interpretar aquel lugar. Por él sé que la pintura es un lenguaje del alma, que todo el mundo entiende, pues se expresa sin palabras. Es más: lo que sentimos frente a un cuadro siempre es verdadero. Con la abstracción, la realidad (según la entendemos) pasa a un segundo plano y lo trascendental, que no suele percibirse a simple vista, aflora desde un enfoque interior siempre rebosante. Suprimido el objeto sólo queda la forma pura; una forma, no olvidemos, casi inmaterial.
Estamos hablando de obras psíquicas.
Dicho esto, ¿qué representaban los recuadros? Según Kandinsky, los colores tienen un sonido interior que transmite sensaciones claramente diferenciables.
Asocié el rojo con las manos…
…no, no, no… las manos no encajan con el rojo…
… con los ojos
… tampoco…
… con las bocas… las bocas… ¡Eso es!
- Sois bocas – dije a las pinturas - ¿Cuál será la tuya, Cosette?
La clave estaba en la pintura, oculta tras la fría abstracción, encuentro imaginario entre el artista y el observador: si el artista perfecto dibujase la boca perfecta, el observador perfecto identificaría dicha boca dando un beso al cuadro. Por eso besé, debía encontrarla; por eso había entrado en la casa, no para vagar acobardado o eufórico dependiendo del momento.
A principio el sabor de los besos era amargo y el olor de la pintura fuerte y penetrante, pero algo fue cambiando, de un modo natural, y empecé a sentir un hormigueo en mi estómago que me trajo buenos recuerdos.
Son lindas bocas atrapadas igual que yo en el laberinto, pendientes de mí las pobres.
Reconocí una de ellas, me quedé de piedra, pegado por los labios e incapaz de separarme. Fue un beso profundo, verdadero, un beso entre dos, no sólo mío, que irradiaba una energía misteriosa. No dejé de besar - con los ojos en la mancha, en sus ojos, sí, sí, en los suyos, pues ahí estaban, en mi mente, brillantes estrellas enamoradas - hasta que ella lo hizo.
Lo que ocurrió a continuación no sé cómo explicarlo. Podría decirse que la obra me devoró, transformándome en una abstracción más; que sentí un escalofrío que barrió mi cuerpo como una tormenta de invierno; que observé las palmas de mis manos esperando lo peor, aunque al principio las vi igual que siempre, por eso las abrí y cerré tres o cuatro veces, estirando los dedos; que susurré torres de miniatura; que el escalofrío se quedó dentro de mí, clavado; que de pronto sentí un vahído y todo empezó a cambiar; que las manos se disgregaron en gruesas pinceladas blancas, marrones y grises, y perdieron su contorno; que comprobé aterrado que la separación entre los dedos había desaparecido; que el resto de mi cuerpo siguió el mismo proceso; y que la transformación cesó cuando desapareció el escalofrío.
- ¿A dónde me llevará todo esto? – pregunté con voz distorsionada.
Adonde desees.
¿Qué era yo en aquel instante? ¿Qué era yo en cualquier instante? ¿Otra de las creaciones del artista?
Dejé vagar la mirada por la sala: los recuadros ya no eran manchas, eran bocas que se movían, que hablaban, que lanzaban besos al aire. Empecé a ver, como si tirara de un hilo invisible, ojos abiertos como amaneceres que movían las pupilas con cariño, tras mis pasos; manos realizando gestos amables, señalándome con confianza, tratando de acariciarme; caras que reconocí, sonrientes, con un resplandor soñador, íntimamente mías.
La casa al fin me saludaba; su saludo era la llave, la salida tenía que estar cerca, aunque ya no tenía prisa, para qué, ahora empezaba a entender, a descubrir…, por ejemplo el piano, que dormitaba en medio de la sala, otrora una mancha negra y marrón sin interés, transformado también en barca.
Supe, por una vez, para luego olvidarlo, que ella siempre estuvo dentro de mí, aguardando su momento. Este llegaría cuando la ciudad empezó a aplastarme. Saliste en mi ayuda, toda ojos, manos y bocas solícitas, abstractas.
Arrancando las hojas haces la cárcel más grande…
Qué lindas palabras me regalaste aquel día, el día en el que al fin supe de ti, para siempre nuestro aniversario:
Me has arrastrado sin piedad hasta el corazón de tu reino para liberarme de mi vida, pero ¿quién eres tú sino otra cárcel?
Remé en la barca del artista por tu estanque idealizado, paseé por tus senderos sin principio ni fin, absorto en los detalles de tu musa, descansé en tu corazón, enigmático Palacio de Cristal, en el que tocabas a Chopin de memoria.
Dejé de tocar; había llegado el momento de salir.
No tuve que buscar la salida; ésta se hallaba en todas partes: rectángulos opacos de color verde y contorno brillante, a través de los que soplaba el aire. Tanteé uno de ellos, con las yemas de los dedos: cedió como una goma elástica. Empujé con fuerza, hasta traspasarlo. La pared volvió a su ser con mi brazo al otro lado. Lo saqué sin esfuerzo. La pared se cerró tras él. Salté contra el recuadro sin pensarlo dos veces: un choque suave, cierta presión por todo el cuerpo (como si me estuviese sumergiendo en un líquido más espeso que el agua) y nada más.
18. Dos tazas


Al abrir los ojos sólo estabas tú, todo cuanto necesitaba. Nos besamos junto al portal nº 7, nuestro portal, el viento cantaba sinfonías solitarias y la sombra de las nubes cubría con velos nuestra fría intimidad. Deseé no fijarme en tu cara, y casi lo hice, cerré los ojos camino de tu interior, de tu esencia, filón dorado que hallé en cada uno de tus recovecos. Fui feliz sin más, por primera vez en mucho tiempo, dentro de ti. Un apretón de tus manos me sacó del hechizo. ¡Cómo sonreíamos al entrar en un café de la misma calle! No había nadie. Dos tazas de té humeantes aguardaban sobre la mesa; la mía estaba, no podía ser de otro modo, bien de azúcar.
- ¿Qué tal estas? – empezó con una voz diferente.
- Estoy confuso… Tengo la cabeza llena de ideas…
-Las ideas lo son todo; un buen verso se puede ver, tocar, incluso oler. ¿Qué distancia hay entre lo concreto y lo abstracto? Una pincelada, no más.
- En la casa todo eran pinceladas…
- Hechas a tu medida, color a color, verso a verso… La casa eras tú y tú eras las casa, entremezclados e inseparables. Su dificultad era tu dificultad.
- Pero ahora estamos separados…
- No creas, sois la misma cosa, hay que saber distinguir las diferentes partes, eso sí, pero no más…
- Me abrumas, ¡me conformaría con tan poco!
-Al contrario, eres un inconformista, por eso buscas la libertad a cualquier precio. La modestia, aunque adorna tu boca, no cuadra con tus actos.
- Agradezco en cualquier caso tu apoyo…
- No tienes por qué hacerlo.
- ¿Por qué apostillas cuanto digo? ¿En eso va a consistir nuestra relación? Si así es, lo nuestro es una cárcel llena de puertas que frenan mis palabras, que las corrigen o que simplemente las eliminan con reproches.
-Cualquier aprendizaje nos convierte en prisioneros, si somos flexibles, creceremos con nuestras ideas, si no nos hundiremos con ellas. Obcecarte en que dos más dos son cuatro es absurdo. ¿Qué más da cuántos sean si lo que está en juego es tu cordura?
- Pero ¡dos más dos son cuatro!
- Pues lo son y ya está, no lo conviertas en una cuestión de vida o muerte, las ideas que nos dejan ver también nos pueden dejar ciegos, la franja que separa el conocimiento de la estupidez es muy pequeña y hay que saber distinguirla.
Una bombilla, que había sobre la barra, se apagó y se volvió a encender. No le di importancia.
-Entiendo…
-Yo creo que todavía no, pero lo harás… Bueno, ¿qué te pareció la casa?
Me costó unos segundos digerir aquel cambio de tercio:
-Bueno, al principio me pareció un laberinto sin pies ni cabeza, con salas a cual más extravagante, cuya función era volverme loco, entonces descubrí que la casa también eras tú observándome desde las esquinas, tocando a Chopin ahíta de sentimiento, retratada en fotos y dibujos, rodeándome de emociones en mi búsqueda inclasificable. Luego fui comprendiendo, planta a planta, que la casa también era yo, y que lo que ésta tenía de enrevesado se debía, en parte, a mis obsesiones…
Bebí un poco de té.
- ¿Quién crees que eres? – me preguntó entonces.
- No soy nadie, nadie es nadie, sólo somos una colección de nadies, peones sin identidad sobre un tablero inabarcable por el que nos mueven a su antojo haciéndonos creer que somos libres, pero no es así, el peón no es libre, necesita que piensen por él, que lo muevan si es necesario, aunque sea para sacrificarlo. El Poder de la ciudad es quien nos controla. Sus reglas no se las salta nadie.
-¿Te conoces?
-Puede que de un modo atropellado, instintivo... Entiéndeme, fui a la escuela y allí no enseñan a escribir poemas, al contrario, enseñan a obedecer a la ciudad. Los mismos maestros creen que los poetas sólo están en los libros, no sentados a una mesa, frente a ellos, tras la mirada de un niño al que recriminan sus ensoñaciones.
- Sigue - susurró con ternura.
-En la escuela nos obligan a recitar de carrerilla mares en los que nunca nos bañaremos, montañas que nunca pisaremos y ríos que nunca cruzaremos. Piensan que la acumulación abstracta de datos servirá de algo. ¡Si la maldita ciudad lo es todo! Para colmo, cuando nos pillan con la vista perdida en la ventana, pensando precisamente en esos mares imaginarios, espetan molestos: Estás en las nubes. No, señor, estoy en sus mares, en sus ríos y en sus montañas, pero no entienden, se obcecan en que vivamos en los tejados.
- En los tejados vive el poeta; sólo allí se ven las estrellas… - dijo con malicia.
- En el tejado no hay quien viva, estaríamos expuestos a las tormentas del sistema y no hay suficientes estrellas para tanta angustia...
-Teniendo las cosas así de claras, ¿por qué crees que no has logrado salir de la ciudad?
- Porque para un peón no hay salida…
- Pues existe y está en todas partes y si es complicado encontrarla es por las personas, que además de peones, son laberintos a escala interconectados unos con otros. Hay, en cualquier caso, excepciones: los niños. Mientras que estos son como puertas abiertas de par en par por donde entra la luz de la salida con toda su intensidad, nosotros, los adultos, somos cerrojos cada vez más pesados.
- ¿Por qué nadie huye?
- Porque al huir de la ciudad huimos también de nosotros mismos o porque la cárcel más grande cabe en el hombre más pequeño. El laberinto de la urbe está hecho de deseos irreales, de prejuicios heredados, de instintos contenidos. Somos un cúmulo de cárceles viejas y nuevas, brillantes u oscuras, emplazadas en lugares situados a la vista de cualquiera u ocultas en cualquier rincón. Todos tenemos nuestra llave correspondiente, en la puerta. El que no escapa es porque no quiere, pues la llave aguarda en su cerradura.
-Me cuesta creer que no huyamos por miedo, me parece excesivo…
- El exceso forma parte intrínseca de la ciudad. En cuanto dudas ya estás perdiendo. Por eso acabas siempre sentado en un banco cualquiera, soñando que eres libre, o escribiendo cárcel en una hoja en blanco. Si de verdad quieres salir, créeme…
- Como cree un niño en la escuela…
- Mi objetivo es que escribas versos, no que los leas…
-¿Por qué me has elegido a mí?
-Porque sólo te puedo elegir a ti.
-Entonces ¿me quieres?
-Siempre te quise.
Sentí que nos fundíamos el uno en el otro, tomados de la mano, frente a nuestra mirada, felices sin más, en un instante de silencio perfecto. Imaginé a Chopín tras sus largas espiraciones.
-Para salir necesitarás la ayuda de un niño…
-¿Qué niño?
-Busca y deja de levantar muros; has levantado tantos que casi no se te ve, ni siquiera te dejan respirar.
- No respiro: sálvame – y le ofrecí mis labios.
- Cierra los ojos y cuenta hasta tres…
Obedecí.
Uno…
Enamorado.
Dos...
Obsesionado por un beso.
Tres…
Aire.
Ruidos.
Abrí los ojos y ella había desaparecido.


19. La charca.


El café estaba repleto de gente. La busqué con la mirada. Ella ya no estaba.
- Cárceles – susurré a un señor con bigote que leía el periódico en la mesa de al lado pasando las páginas con solemnidad. Como se rompa una hoja, llora. Cerca, un matrimonio perpetuo despachaba el desayuno en silencio, sin mirarse. Ya no se ven. Una joven entró de la calle absorta en su móvil. Tomó asiento a una mesa del fondo, sin mirar a nadie. Manipulaba los botoncitos del artilugio con una destreza casi hipnótica. El camarero se le acercó. Pidió un refresco con un ademán agitado, sin levantar la vista de la pequeña pantalla. Hipnosis profunda. Más allá, un tipo dormitaba en la barra, apoyado en el codo, frente a una copa de coñac. Ese hombre no duerme, grita en silencio.
Sentí que podía profundizar un poco en los sentimientos de los demás. ¿Serán cosas de la abstracción? Quién sabe. Debía andar con cuidado en cualquier caso: la desgracia ajena podía volverse insoportable.
-Cárceles – susurré a aquel lugar estancado en donde la vida parecía devaluarse por momentos. Tenía que salir del café ya. Una pregunta absurda surgió entonces de mis grietas: ¿estarán pagadas las infusiones? Daba igual que minutos antes hubiese estado inmerso en todo tipo de disquisiciones filosóficas, que ahora, frente a dos tazas vacías y un camarero titubeante, me quedaba bloqueado. Me incorporé con mil kilos de culpa sobre las espaldas. El camarero zigzagueaba con la bandeja en la mano, sin prestarme atención. Esquivé aturdido las sillas y mesas que fui encontrando a mi paso. Lo esquivé todo atento a la voz del camarero, guardián todopoderoso de aquella charca sin vida.
Salí sin problemas, o cargando con todos ellos, pues yo mismo era mi mayor problema.
Desde las cristaleras de la calle el café era una charca de agua gris. El camarero continuaba con su trajín acuático; el tipo acodado en la barra abría la boca como un barbo perezoso, decía algo sin abrir los ojos y luego volvía a sumergirse en su borrachera; la chica navegaba en su móvil sin rumbo; la pareja, terminada la consumición, parecía no saber qué hacer con tanto silencio y paseaban la mirada por la charca buscando algún rincón donde esconderse; el señor del bigote continuaba zambulléndose en su periódico pasando las páginas como quién desoja una margarita.
- Cárceles.






20. Sombras


La multitud bloqueaba la boca del metro Opera: ¡Ningún pescador encontraría mejor caladero! Me alejé de allí, no fuera a caer también yo en sus redes, buscaría la salida más allá de las grúas del este, cerca de la autopista.
Anduve por calles poco transitadas, pegado a la pared como buena sombra, escalando los bordillos sin energía y sin fijarme en las cosas, rechazando de raíz el tozudo análisis que pocas horas antes conllevaba cada paso que daba, cuando el detalle más insignificante era una declaración de guerra. Anduve como un sombra ciega que nada quiere ver porque cree que ya ha visto demasiado.
Una hora más tarde pasé por mi calle llevado por la costumbre, que no hay quién la cambie. Un trozo de Fedor asomaba por una ventana, concretamente la cabeza. Parecía intranquilo. Disimulé rezando para que no me siguiese. Inocente de mí. Un minuto después estaba atrapado en uno de sus abrazos estranguladores.
-¡Amigo! – gritó emocionado.
Lo último que necesitaba era darme de bruces con un orangután cariñoso. Asesté varias zancadas a toda prisa, largas como insultos, a ver si así se enteraba, pero el que no se enteraba era yo, pues casi me llevo a una señora por delante:
- ¡Quiere mirar por dónde va! – espetó la mujer.
Sus ojos marrones confesaban una vida azarosa, llena de dolor. En lugar de ensañarme, planté los ojos en el suelo:
- Lo siento, señora.
Seguí mi camino, que era el de Fedor.
-Bonito día – dijo éste señalando un trocito de cielo azul entre las nubes.
Le miré de tal manera que casi no volvió a abrir la boca. Desde ese instante caminé con una sombra de carne y hueso que apenas me dirigía la palabra, y que si osaba hacerlo, era con respeto y en voz baja, casi inaudible. No cabe duda de que Fedor asumía que era sombra. Me seguía fiel, como buena sombra, dos pasos por detrás, parando si yo paraba, corriendo si yo lo hacía. Los viandantes nos miraban con curiosidad. Para ellos debíamos ser un par de locos sin ninguna importancia. Ellos para mí no eran más que simples huecos sin sol ni literatura:
“Vosotros, que no os queda un gramo de infancia en la sangre, sí que estáis perdidos. Nosotros somos dos locos profundamente cuerdos, Don Quijote y Sancho atrapados en el primer capitulo de la novela sin más Castilla que vuestras limitaciones, que en el fondo son las de la ciudad. Dos locos huérfanos de Cervantes, desnutridos de su tinta, alejados de la musa. Qué inútiles habían sido los paseos, el banco de siempre, el tintineo silencioso de mis ideas, repitiéndome una y otra vez, año tras año, atrapado en unas pocas páginas, sin estar con ella. Con ellas.”


21. Bajo las grúas


Las grúas despuntaban el horizonte por encima de las casas.
Caminamos por los suburbios cual máquinas con el piloto automático sumergidas en nuestros pensamientos electrónicos, pues caminar te convierte un poco en máquina, los pies se transforman en tu cerebro, dos cerebros idénticos, interconectados, poderosos como máquinas. Caminando los pies leen y releen las calles, las entienden y uno llega a convertirse también un poco en eso, en calle; o te convierte mucho, depende de lo listos que sean nuestros pies. Somos calle cuando caminamos, y los semáforos son preguntas que nos obligan a recapacitar, con los pies quietos, adormecidos durante un intervalo artificial de tres colores, sin cerebro. Entonces sólo somos pies sin nombre, con 10 dedos asustados, casi inútiles. Cuando el semáforo da la señal, los pies vuelven a ser cerebros y hablan el lenguaje de las aceras, de los charcos. Máquinas con el piloto automático.
Así llegamos el borde de la ciudad. Las grúas zumbaban sobre nuestras cabezas. La autopista se extendía al fondo como un río muerto cubierto de humo. El trajín de las obras llenaba el vacío de las calles con ruidos de todo tipo. En mitad de un solar, frente a una familia de olmos, alguien había levantado un cartel reluciente: PRÓXIMA CONSTRUCCIÓN DE PISOS DE 2 A 4 DORMITORIOS. Bajo uno de estos olmos con los días contados jugaba un niño a la pelota, entre cristales rotos. Tendría unos nueve años y vestía pantalones grises y camisa blanca.
¿Qué hará aquí este crío? ¿Será parte de ella? ¡No podía ser tan fácil!
Podía haberme dejado llevar, lo sé, el niño estaba ahí, parecía muy sencillo, pero quería ganarme la salida, por eso me alejé a la carrera, Don Quijote huyendo de los molinos. Doblé una esquina. Respiraba agitado. Miré al cielo y él me miro a mí. Mis ojos marrones frente a los suyos grises. Parpadeé, parpadeó. Bonito juego. Fedor observaba todo esto con su rictus indescifrable. Cuánto más extraña era la situación, más crecía el interrogante que mi vecino representaba. Anduvimos sin rumbo, rodeados por el fragor de las obras. De tanto en tanto nos cruzábamos con algún obrero que caminaba apresurado. Algo después vimos al mismo niño. Jugaba a la pelota al final de la calle. Me rendí ante la evidencia.
-Chaval, estamos perdidos; ¿sabes dónde está la salida? – me dije que me daría cuenta si era un producto de ella; su actitud, sus respuestas, le delatarían. Sólo tenía que prestar atención.
- ¿Qué salida?
- La salida de la ciudad: por mucho que la buscamos, no damos con ella. ¿No hay alguna forma de pasar al otro lado?
- Para qué, allí sólo hay una casa…
- ¿Dónde dices que hay una casa?
- Al otro lado de la autopista.
-¿Es que has estado allí?
- Dos o tres veces.
- ¿Vives cerca?
- Sí.
-¿Dónde? – le pregunté extrañado.
- Cerca, muy cerca – y señaló la calle sin asfaltar.
- ¿Podrías llevarnos al otro lado?
- ¿Para qué? - preguntó serio.
- Queremos conocer el campo, dicen que es muy bonito.
- Está bien… - concedió resignado.
Tomamos un sendero sinuoso entre dos bloques abandonados. El niño caminaba deprisa, por delante, sorteando con destreza montones de desperdicios. Un gato cosido a arañazos surgió de la nada y se esfumó por un agujero. Fedor cerraba el grupo a pocos pasos. El sendero moría en una explanada de tierra ocre con una hormigonera descolorida en el centro. El brazo muerto de una grúa pasó, amenazante, sobre nosotros. Pude distinguir la sombra del operario en lo alto de la cabina. Continuamos por una calle polvorienta. Ya podíamos oír el trasiego de la autopista. Al doblar una esquina vimos su línea implacable coronada por el quitamiedos. Los coches pasaban a toda velocidad.
Era la frontera maldita…
…el límite de nuestra existencia.


22. La puerta 1293808


- ¿Qué hay que hacer para cruzarla? – pregunté con un nudo en el estómago.
El crío contestó con una naturalidad que helaba la sangre:
- Atravesar el pasadizo – y señaló la falda de tierra y rastrojos sobre la que se alzaba la vía.
- No lo veo. ¿Dónde está?
- Allí – me tomó de la mano; una puerta estrecha y oscura apareció en la falda. ¡No podía ser tan fácil! Recuerdo que dije:
- Sí, soy yo.
El niño me preguntó:
- ¿Tú?
No quise divagar.
-Vamos a entrar: ¿quieres venir?
- Es tarde…
-Claro… - observé aquel lugar arrasado por las obras y la mordedura perpetua de la autopista -. Vale, pero ten cuidado. Por cierto, ¿cómo te llamas?
- Pedro – y empezó a alejarse botando la pelota.
¿Serás tú mi Pedro? En cierto modo prefería no saberlo. Desapareció tras una esquina. Durante un rato aún continué oyendo los botes del balón. Si realmente era Pedro, tendría que estarle agradecido. ¿Acaso no iba salir por fin de la ciudad? Debía ser positivo…
Nos acercamos a la puerta. Unas escaleras descendían a la noche sin fin de la tierra, apenas se distinguían los primeros escalones, más allá reinaban las tinieblas. Los coches pasaban como rayos sobre nosotros, olía a gasolina muerta, tuve una sensación de angustia que me paralizaba, triste reacción. Ahora sé que mi vida tomaba impulso. Un impulso calculado.
En esto Fedor se adelantó y dijo:
-¡Vamos!

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