lunes, 27 de febrero de 2012

El corazón de Edith Piaf


Nació en 1915, en las calles de París, tras la nebulosa del alcoholismo de sus padres y un horizonte de pobreza. Su abuela, que regentaba un burdel, decidió cuidarla. Creció entonces sin demasiado rumbo, y ya a los dieciséis quedó embarazada de su hija, Castelle¸ que moriría con sólo dos años.  Edith no podría tener más hijos. En 1935, cantando en las calles como un pequeño gorrión (piaf) indefenso, fue vista por el empresario Louis Lepleé.  Él fue quien acuñaría su inmortal nombre artístico. Él fue quien la sacó de su deriva, quién la enseñó a mirar hacia arriba, hasta que un día apareció muerto en su despacho y volvió a quedar huérfana.  Encontraría un consuelo atroz: la bebida y las drogas sin freno.  Y en el amor, al que se entregaba en un doble o nada. No entendía de puntos medios.  Cruzó por su vida Raymon Asso, un letrista y la rescató del mismo infierno. Empezó a tener éxito: su voz y sus canciones atrapaban las emociones. Ganó mucho dinero. Gastó tanto y más. Años después conocería al gran amor de su vida: Marcel Cerdan. Se trataba de un boxeador, casado y con tres hijos, al que amaría cada minuto, cada segundo,  hasta que éste pereció en un accidente de aviación.  Edith quiso seguirle pero los suyos se lo impidieron.  Se volvió a dejar llevar por la vida agitada, por los amoríos caprichosos, obsesivos,  por algún que otro amor menos pasajero, siempre cantando - o mal cantando -,  siempre grande y celebre. Murió presa del cáncer. A su entierro en París asistieron 40.000 personas. Incluso en su muerte estuvo inmensamente rodeada y, a partes iguales, inmensamente sola.

Todavía hoy su tumba cuenta con flores frescas que recuerdan su voz inigualable, la soledad que arrastró en vida, el dolor que palpitaba en sus canciones.           



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