lunes, 18 de julio de 2011

Franz Kafka - La Muralla China

Fragmento de La muralla China



El extremo norte de la Muralla China ya está concluido. Dos secciones convergieron allí, del sureste y del suroeste. Ese sistema de construcción parcial fue aplicado también en menor escala por los dos grandes ejércitos de trabajadores, el oriental y el occidental. Este era el procedimiento: se formaban grupos de unos veinte trabajadores, que tenían a su cargo una extensión cercana a los quinientos metros, mientras otros grupos edificaban un trozo de muralla de longitud igual que se encontraba con el primero. Una vez producida la unión, no se seguía la construcción a partir de los mil metros edificados: los dos grupos de obreros eran destinados a otras regiones donde se repetía la operación. Naturalmente que con ese procedimiento quedaron grandes espacios abiertos que tardaron muchísimo en cerrarse: algunos lo fueron años después de proclamarse oficialmente que la Muralla estaba concluida. Se afirma que hay espacios vacíos que nunca se edificaron; aseveración, sin embargo, que es tal vez una de las tantas leyendas a que dio origen la Muralla y que ningún hombre puede verificar con sus ojos, dada la magnitud de la obra.
Se pensaría de antemano que hubiese sido mejor en todo sentido construir la Muralla seguidamente o, por lo menos, seguidamente dentro de las dos secciones principales. La Muralla, como universalmente se proclamó y como nadie ignora, había sido concebida como una defensa contra las naciones del Norte. Pero, ¿qué defensa puede ofrecer una muralla discontinua? Ninguna, y la Muralla misma está en incesante peligro. Esos pedazos de muralla abandonados en mitad del desierto podían ser fácilmente abatidos por los nómadas, ya que esas tribus, alarmadas por los trabajos de construcción, cambiaban  de  terruño como langostas, con increíble velocidad y lograban tal vez una mejor visión general de los progresos de la Muralla que nosotros los constructores. Sin embargo, la obra se hizo del único modo posible. Para entenderlo así debemos considerar que la Muralla tenía que ser una defensa para los siglos que vendrían, de ahí que la edificación más escrupulosa, la aplicación de la sabiduría arquitectónica de todas las épocas y de todos los pueblos y el sentimiento perenne de la responsabilidad personal en los constructores, eran indispensables para la obra. Es verdad que para las tareas más subalternas podían emplearse obreros ignorantes —hombres, mujeres, niños, llevados por el mero interés—, pero ya un capataz de cuatro obreros debía ser un hombre versado en albañilería, un hombre que en el fondo del corazón sintiera la importancia de la obra. Cuanto más alto el cargo, mayor la exigencia. Y tales hombres existían, quizá no todos los requeridos por la obra, pero sí muy numerosos. El trabajo no había sido emprendido a la ligera. Medio siglo antes de empezarlo, la arquitectura y la albañilería, en particular, habían sido proclamadas en toda China (que se pensaba amurallar) las más importantes de las ciencias, y las otras no eran reconocidas sino en cuanto se relacionaban con ellas. Recuerdo todavía que nosotros, niños aún, nos agrupábamos en el jardín del maestro para levantar con piedritas una especie de muro, y que el maestro se remangaba la túnica, arremetía contra el muro, lo hacía pedazos y vociferaba tan fuertes reproches acerca de la fragilidad de la obra que nosotros huíamos llorando en busca de nuestros padres. Un episodio mínimo, pero típico del espíritu de la época. Yo tuve la suerte de que la iniciación de la obra coincidiera con mis veinte años y con los últimos exámenes de la escuela  primaria.   Digo la suerte  porque  muchos que  ya habían completado sus estudios se pasaron la vida sin poder aplicar sus conocimientos y vagaban sin rumbo, con la cabeza llena de vastos planes arquitectónicos, sin oportunidad ni esperanzas. Pero aquellos otros que lograron puestos de capataces, siquiera en la categoría inferior, eran en verdad dignos de su trabajo. Eran albañiles que habían meditado muchísimo sobre la obra y que no cesaban de hacerlo: hombres que desde la primera piedra que enterraron se sintieron parte de la Muralla. Es natural que en tales albañiles alentara no sólo la voluntad de trabajar concienzudamente sino la impaciencia de ver concluida la obra. El obrero ignora esas impaciencias porque no le interesa más que el salario. Los jefes superiores, y aun los intermedios, ven mucho del crecimiento múltiple de la obra para mantener en alto el espíritu. Pero con los subalternos, hombres espiritualmente superiores a sus tareas aparentemente triviales, era preciso proceder de otro modo: imposible  tenerlos durante meses o tal vez durante años acumulando piedra sobre piedra en una montaña desierta, a centenares de millas de su hogar; la futilidad de un trabajo, que excedía el término natural de la vida de un hombre, los hubiera incapacitado para la obra. Por eso fue elegido el sistema de construcción parcial. Quinientos metros solían completarse en cinco años; al cabo de ese tiempo los capataces quedaban exhaustos y habían perdido la confianza en sí mismos, en la Muralla y en el mundo. Entonces, en plena exaltación de las fiestas que celebraban los mil metros ejecutados, los destinaban muy lejos. En la travesía divisaban aquí y allá trozos de Muralla concluidos, pasaban por altas jefaturas donde les entregaban premios honoríficos, escuchaban el júbilo de los nuevos ejércitos laboriosos que llegaban de los confines del país, veían bosques talados para apuntalar la Muralla, veían las montañas hechas canteras y escuchaban los himnos de los fieles en los santuarios rogando por la feliz culminación de la empresa. Todo eso aplacaba su impaciencia. La vida tranquila de sus hogares, donde acostumbraban descansar un tiempo, los fortalecía; el respeto que infundían, la credulidad piadosa con que eran recibidas sus palabras, la fe de los humildes ciudadanos en la pronta conclusión de la obra, todo eso retemplaba las fibras de su alma. Como niños eternamente esperanzados decían adiós a sus hogares; el anhelo de volver al trabajo colectivo era irresistible. Emprendían viaje antes de lo necesario; media aldea los acompañaba un largo trecho. En todos los caminos había grupos, arcos de triunfo, banderas; no habían visto jamás que grande, rica, amable y hermosa era su patria. Cada compatriota era un hermano para el que levantaban una muralla protectora y que les agradecería toda su vida, con todo lo que tenía y lo que era. ¡Unidad! ¡Unidad! Hombro contra hombro, una cadena de hermanos, una sangre no ya encerrada en la mezquina circulación del cuerpo, sino circulando con dulzura y sin embargo regresando sin fin a través de la China infinita.
Se justifica así el sistema de construcción parcial, pero también había otras razones. No es extraño que me demore tanto en este punto; por trivial que parezca a primera vista, se trata de un problema esencial de la edificación de la Muralla. Para comunicar y hacer comprensibles las ideas y experiencias de aquella época, nunca insistiré lo bastante en esta cuestión.
No hay que olvidar que en aquel tiempo se realizaron cosas apenas inferiores a la erección de la Torre de Babel, pero de la que diferían mucho —si nuestros cálculos humanos no yerran— en lo que respecta a la aprobación divina. Digo esto, porque en los días iniciales de la obra un letrado compuso un libro que desarrollaba precisamente ese paralelo. Ese libro quería demostrar que el fracaso de la Torre de Babel no se debía a las razones que generalmente se aducen o mejor dicho, que esas conocidas razones no eran las esenciales. Sus pruebas no sólo se apoyaban en informes y documentos: pretendía haber hecho investigaciones en el sitio mismo y haber descubierto que la Torre se malogró —y tenía que malograrse— a causa de lo débil de sus cimientos. Pero en ese aspecto nuestro tiempo era muy superior a aquel remoto pasado. Casi no había un contemporáneo educado que no fuera albañil de profesión e infalible en materia de cimientos. No era esto, sin embargo, lo que el escritor pretendía demostrar; su tesis era que la Gran Muralla ofrecería por primera vez en la historia una base segura para una nueva Torre de Babel. Primero la Muralla, por consiguiente; luego la Torre. El libro estaba en todas las manos, pero debo admitir que hasta el día de hoy no acabo de comprender su concepción de la Torre. ¿Como entender que la Muralla, que ni siquiera formaba un círculo, sino una especie de arco o semicírculo, fuera la base de una torre? Claro está que todo eso puede encerrar algún sentido simbólico. Pero entonces, ¿a qué levantar la Muralla, que al fin y al cabo era algo concreto, que exigía la vida y la labor de innumerables hombres? ¿Y a qué los plano de la torre —planos un tanto nebulosos, en verdad— y los diversos proyectos para encauzar las energías del Imperio en esa gigantesca empresa?
Había entonces —este libro es sólo un ejemplo— mucha confusión mental, quizás engendrada por el hecho de que tantos hombres persiguieran un mismo fin. La naturaleza humana, esencialmente voluble, inestable como el viento, no tolera que se la sujete; forcejea contra las ataduras que ella misma se ha impuesto y acaba por romperlas a todas, a la muralla y a sí misma.
Es muy posible que esas consideraciones adversas a la edificación de la Muralla no dejaran de influir en las autoridades al optar estas por el sistema de contribución parcial. Nosotros —ahora pretendo hablar en nombre de muchos— realmente no sabíamos quiénes éramos haber  estudiado los decretos de la Dirección y habernos convencido de que sin ella nuestra sabiduría aprendida y nuestro entendimiento natural hubieran sido insuficientes para las humildes tareas que ejecutamos dentro de la vastísima obra. En el despacho de la Dirección —dónde estaba y quiénes estaban, eso lo han ignorado y lo ignoran cuántos he interrogado—, en ese despacho se agitaban, sin duda, todos los pensamientos y todos los deseos humanos e inversamente todas las metas y todas las plenitudes. Por la ventana abierta caía un esplendor de mundos divinos sobre las manos que trazaban los planos.
Por consiguiente, el observador imparcial debe admitir que la Dirección, si se hubiera empeñado en ello, hubiese podido vencer las circunstancias que se oponían a un sistema de construcción continua. Es decir; debemos admitir que la Dirección eligió deliberadamente el sistema de construcción parcial. La construcción parcial, sin embargo, era un mero expediente y, por lo tanto, inadecuado. ¿Eligió entonces la Dirección un medio inadecuado? ¡Extraña conclusión! Sin duda, pero desde cierto punto de vista puede justificarse. Tal vez ahora lo podemos discutir sin peligro, en esos días la máxima secreta de muchos, y aun de los mejores, era ésta: '¡'rata de comprender con todas tus fuerzas las órdenes de la Dirección, pero sólo hasta cierto punto; luego, deja de meditar. Una máxima de lo más razonable, que se desarrolló en una parábola que logró mucha difusión: Deja de meditar, pero no porque pueda perjudicarte, ya que tampoco hay la seguridad de que pueda perjudicarte; las ideas de perjuicio y de no perjuicio nada tienen que ver con el asunto. Te sucederá lo que al río en la primavera. El río crece, se hace más caudaloso, alimenta la tierra de sus riberas, y guarda su propio carácter hasta penetrar en el mar que lo recibe agradecido, 'trata de comprender hasta ese punto las órdenes de la Dirección. Pero otras veces el río anega sus riberas, pierde su forma, demora su curso, ensaya contra su destino la formación de pequeños mares tierra adentro, perjudica los campos, y, sin embargo, no puede mantener ese nivel y acaba por volver a sus riberas para secarse miserablemente cuando llega el verano. No quieras penetrar demasiado las órdenes de la Dirección.
Por acertada que fuera esa parábola durante la construcción de la Muralla, sólo tiene un valor muy relativo en el informe que preparo. Mi indagación es puramente histórica; ya se han desvanecido los relámpagos de esa remota tempestad, y yo no me propongo otra cosa que dar una explicación del sistema de construcción parcial, una explicación más profunda que las que satisficieron entonces. Los límites que me impone mi inteligencia son estrechos, pero la materia que deberé abarcar, infinita.
¿De quienes iba a resguardarnos la Gran Muralla? De los pueblos del Norte. Yo vengo del Sureste de China. Ningún pueblo del Norte nos amenaza. Leemos las historias antiguas, y las crueldades que esos pueblos cometen siguiendo sus instintos nos hacen suspirar bajo nuestros pacíficos árboles. En las auténticas figuras de los pintores vemos esos rostros crueles, esas fauces abiertas, esas mandíbulas ceñidas de dientes puntiagudos, esos ojitos entornados que parecen buscar carne
débil para el brillo de sus dientes. Cuando los niños se portan mal les mostramos esas figuras y ellos se refugian en nuestros brazos. Pero eso es todo lo que sabemos de esos hombres del Norte. Nunca los hemos visto y si permanecemos en nuestra aldea no los veremos nunca, aunque resolvieran precipitarse sobre nosotros al galope tendido de sus caballos salvajes... demasiado vasta es la tierra y no los dejaría acercarse... su carrera se estrellaría en el vacío.
Entonces ¿por qué razón abandonamos nuestros hogares, el río y los puentes, la madre y el padre, la mujer deshecha en lágrimas, los niños sin amparo, y fuimos a la ciudad lejana a estudiar y nuestros pensamientos aún más lejos, hasta la Muralla que está en el Norte? ¿Por qué? La Dirección lo sabe. Nuestros jefes nos conocen bien. Agitados por ansiedades gigantescas, lo saben todo acerca de nosotros, conocen nuestros pequeños quehaceres, nos ven reunidos en humildes cabañas y aprueban o desaprueban el rezo que el padre de familia eleva en las tardes rodeado por los suyos. Si me fuera permitido otro juicio sobre la Dirección, diría que es muy antigua y que no ha sido congregada de golpe, como los grandes mandarines que se reúnen movidos por un sueño y ya esa misma tarde sacan de sus camas al pueblo redoblando tambores y lo arrean a una iluminación en honor de un dios que ayer ha favorecido a sus Señorías y que mañana, apenas apagados los faroles, será relegado a un oscuro rincón. Prefiero sospechar que la Dirección no es menos antigua que el mundo y asimismo que la decisión de hacer la Muralla. ¡Inconscientes pueblos del Norte que imaginaban ser el motivo! ¡Venerable, inconsciente Emperador que imaginó haberlo decretado! Los constructores de la Muralla conocemos la verdad y callamos.
Desde la construcción de la Muralla hasta el día de hoy, me he entregado casi exclusivamente a la historia comparativa de las naciones —hay determinados problemas que no es posible penetrar sino por este método— y he llegado a la conclusión de que los chinos estamos dotados de algunas instituciones sociales y políticas cuya claridad es incomparable, y también de otras cuya oscuridad es desmesurada. El deseo de investigar las causas de esos fenómenos (especialmente los últimos) no me abandona nunca, ya que la construcción
de la Muralla guarda una relación esencial con esas cuestiones.
La más oscura de nuestras instituciones es indudablemente el Imperio. Por cierto que en Pekín, en la Corte, hay alguna claridad sobre esa materia, pero esa misma claridad es más ilusoria que real. En las universidades, los profesores de derecho y de historia afirman su conocimiento exacto del tema y su capacidad de comunicarlo. A medida que uno desciende a las escuelas elementales, van desapareciendo las dudas, y una cultura superficial infla monstruosamente unos pocos preceptos seculares, que a pesar de no haber perdido nada de su eterna verdad, resultan indescifrables en ese polvo y en esa niebla.
Precisamente sobre el imperio convendría que el pueblo fuera interrogado, ya que el Imperio tiene en el pueblo su último sostén. Es verdad que sobre este punto yo sólo puedo hablar de mi aldea. Descontadas las divinidades agrarias cuyas ceremonias ocupan el año de un modo tan bello y variado, sólo pensamos en el Emperador. No en el Emperador actual; para ello tendríamos que saber quién es o algo determinado sobre él. Hemos tratado siempre —no tenemos otra curiosidad— de conseguir algún dato, pero, por raro que parezca, nos ha resultado casi imposible descubrir algo, tanto de los peregrinos, que han andado por muchas tierras, como de las aldeas vecinas o remotas, o de los marineros, que no sólo han remontado nuestros arroyos, sino los ríos sagrados. Uno oye muchas cosas, es verdad, pero nada resulta seguro, indiscutible.
Nuestra tierra es tan grande que no existe cuento de hadas que pueda encerrar su grandeza. El cielo mismo apenas la abarca, y Pekín es un punto y el palacio imperial es menos que un punto. El Emperador, como tal, está sobre todas las jerarquías del mundo. Pero el Emperador, individualmente, es un hombre como nosotros, que duerme como un hombre en una cama que tal vez es amplísima, pero que tal vez es corta y angosta. Como nosotros, a veces se acuesta y cuando está muy cansado bosteza con su boca delicada. Pero nosotros, que habitamos al Sur, a millares de leguas, casi en los contrafuertes de la meseta tibetana, ¿qué podemos saber de todo eso? Además, aunque nos llegaran noticias, nos llegarían
atrasadas, absurdas. En torno del Emperador se reúne una brillante y sin embargo oscura muchedumbre de cortesanos —maldad y hostilidad disfrazadas de amigos y servidores—, el contrapeso del poder imperial, perpetuamente dirigiendo al Emperador dardos envenenados. El Imperio es eterno, pero el Emperador vacila y se tambalea; dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor. De esas batallas y esas luchas no sabrá nada el pueblo; es corno el retrasado forastero que no pasa del fondo de una atestada calle lateral, mientras en la plaza central están ejecutando al rey.
Hay una parábola que describe muy bien esa relación. El emperador —así dicen— te ha enviado a ti, el solitario, el más miserable de sus súbditos, la sombra que ha huido a la más distante lejanía, microscópica ante el sol imperial ¡justamente a ti, el Emperador te ha enviado un mensaje desde su lecho de muerte. Hizo arrodillar al mensajero junto a su cama y le susurró el mensaje al oído; tan importante le parecía, que se lo hizo repetir. Asintiendo con la cabeza, corroboró la exactitud de la repetición. Y ante la muchedumbre reunida para contemplar su muerte —todas las paredes que interceptaban la vista habían sido derribadas, y sobre la amplia y alta curva de la gran escalinata formaban un círculo los grandes del Imperio—, ante todos, ordenó al mensajero que partiera. El mensajero partió en el acto; un hombre robusto e, incansable; extendiendo primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud; cuando encuentra un obstáculo, se señala sobre el pecho el signo del sol; adelanta mucho más fácilmente que ningún otro. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. Si ante él se abriera el campo libre, como volaría, que pronto oirías el glorioso sonido de sus puños contra tu puerta. Pero, en cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio central; no acabará de atravesarlas nunca; y si terminara, no habría adelantado mucho; todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras; y si lo consiguiera, no habría adelantado mucho; tendría que cruzar los patios: y después de los patios el segundo palacio circundante; y nuevamente las escaleras y los patios; y nuevamente un palacio: y así durante miles de años; y cuando finalmente atravesara la última puerta —pero esto nunca, nunca podría suceder
todavía le faltaría cruzar la capital, el centro del mundo, donde su escoria se amontona prodigiosamente. Nadie podría abrirse paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Pero tú te sientas junto a tu ventana, y te lo imaginas cuando cae la noche.
Así, de modo tan desesperado y tan esperanzado a la vez, es como mira nuestro pueblo al Emperador. No sabe que Emperador reina, y hasta el nombre de la dinastía está en duda. En la escuela se enseñan en orden las dinastías, pero la incertidumbre general es tan grande que hasta los mejores letrados se dejan arrastrar por ella. Emperadores muertos hace siglos suben al trono en nuestras aldeas y la proclamación de un emperador que sólo perdura en las epopeyas fue leída frente al altar por un sacerdote. Batallas de la historia más antigua son recientes para nosotros, y un vecino trae la noticia con la cara encendida. LaS mujeres de los emperadores, ociosas entre sus almohadones de seda, desviadas de la noble tradición por cortesanos viles, henchidas de ambición, violentas de codicia, desaforadas de lujuria, repiten y vuelven a repetir sus abominaciones. Cuanto más tiempo ha transcurrido, más terribles y vivos son los colores y con temor nuestra aldea recibe la noticia de que una emperatriz (hace miles de años) bebió la sangre del marido a grandes tragos.
Así están cerca de nuestro pueblo los emperadores antiguos, pero al que vive lo juzgan entre los muertos. Si alguna vez, alguna rarísima vez, un funcionario imperial, que recorre las provincias, cae por azar en nuestra aldea, y nos transmite algunos decretos y examina las listas de los impuestos, preside los exámenes, interroga al sacerdote, y antes de ascender a su litera, dirige algunos reproches a los asistentes, entonces una sonrisa alegra las caras, todos se miran a hurtadillas y la gente se inclina sobre los niños, para que el funcionario no se de cuenta. "¿Cómo? —piensa — : habla de un muerto como si aún estuviera vivo; ese Emperador ha muerto hace tiempo, la dinastía se ha extinguido, el señor funcionario nos está gastando una broma, pero no nos daremos por aludidos, -para no ofenderlo. Pero realmente no acataremos sino al Emperador actual, porque proceder de otro modo sería un desacato." Y al desaparecer la litera surge como señor del pueblo una sombra que arbitrariamente
exaltamos y que habitó, sin duda, una urna ya hecha cenizas.
Paralelamente nuestro pueblo suele interesarse muy poco en las agitaciones civiles o en las guerras contemporáneas. Recuerdo un incidente de mi juventud. Había estallado una revuelta en una provincia limítrofe pero muy apartada. No recuerdo las causas de la revuelta, ni éstas importan: ahora las causas sobran cuando la gente es revoltosa. Un pordiosero que venía de esa provincia, trajo a la casa de mi padre una proclama publicada por los rebeldes. Casualmente era un día de fiesta, la casa estaba llena de invitados, el sacerdote ocupaba el sitio de honor y miró la proclama. De golpe todos se reían, en la confusión la hoja se hizo pedazos, el pordiosero que había recibido abundantes limosnas fue expulsado a golpes, los huéspedes salieron a gozar del hermoso día. ¿La razón? El dialecto de esa provincia limítrofe difiere esencialmente del nuestro y esa disparidad se manifiesta en algunas formas del idioma escrito que tienen un carácter arcaico para nosotros. Apenas hubo leído el sacerdote un par de líneas, nuestra decisión estaba tomada. Viejas cosas, contadas hace tiempo, hace tiempo cicatrizadas. Y aunque —así me lo asegura el recuerdo— la actualidad hablaba palmariamente por boca del pordiosero, todos movían la cabeza y reían y rehusaban escuchar más. Tan inclinado está nuestro pueblo a ignorar el presente.
Si de todos estos hechos se deduce que carecemos de emperador, no se estará muy lejos de la verdad. Lo digo y lo repito: no hay pueblo más fiel al Emperador que nuestro pueblo del Sur, pero de nada le sirve al Emperador nuestra fidelidad. Es cierto que el dragón sagrado está en su pedestal a la entrada de nuestra aldea, y desde que los hombres son hombres ha dirigido hacia Pekín su aliento de fuego, pero Pekín es más inconcebible para nosotros que la otra vida. ¿Existiría realmente una aldea de casas encimadas que cubre un espacio superior al que domina nuestro cerro, y será posible que entre esas casas haya hombres hacinados todo el día y toda la noche? Menos difícil que figurarnos esa ciudad es pensar que Pekín y su Emperador son una sola cosa: una tranquila nube, digamos, que gira eternamente cerca del sol.
De semejantes opiniones resulta una vida relativamente libre y despreocupada. De modo alguno una vida inmoral:
no he hallado en mis peregrinajes una pureza de costumbres como la de mi aldea. Pero es una vida, con todo, que no sabe de leyes contemporáneas, y sólo reconoce las exhortaciones y los avisos que vienen de tiempos remotos.
No hago generalizaciones y no pretendo que sucede lo mismo en las mil aldeas de nuestra provincia o en las quinientas provincias del Imperio. El examen de muchos documentos, corroborado por mis observaciones personales, las vastas muchedumbres movilizadas para levantar la Muralla, daban a los hombres sensibles ocasión de recorrer casi todas las provincias; esa examen —repito— me permite afirmar que la concepción general del Emperador concuerda esencialmente con la que se tiene en mi aldea. No afirmo que esa concepción sea una virtud: todo lo contrario. Es indudable que la responsabilidad principal le incumbe al gobierno, que en este Imperio —el más antiguo de la tierra— no ha conseguido o no ha querido desarrollar las instituciones imperiales con la justeza necesaria para que su influencia llegue directa e incesantemente a los límites extremos del país. Por otra parte, el pueblo adolece de una debilidad de imaginación o de fe que le impide levantar al Imperio de su postración en Pekín y estrecharlo con amor contra su pecho leal, aunque en el fondo no ambiciona otra cosa que sentir ese contacto y morir.
En consecuencia, nuestra concepción del Emperador no es una virtud. Tanto más raro es que esa misma debilidad sea una de las mayores fuerzas aglutinantes de nuestro pueblo; constituye, si me permiten la expresión, el suelo que pisamos. Declararlo un defecto esencial, importaría no sólo hacer vacilar las conciencias, sino también los pies. Y por eso no deseo continuar examinando este problema.

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