viernes, 8 de julio de 2011

Un favor

Testimonio de Berto Roman, cooperante español en Bolivia.

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Aquella tarde o aquella mañana, da igual, no lo recuerdo, sobre aquella hierba urbana triste y pisoteada que tanto llegué a conocer, en aquel preciso instante, comprendí el sentido de mi viaje.

Había llegado un año atrás al país para una estancia indefinida en un proyecto. Bolivia es un país que parecen dos, de tan distinta como es su geografía. De  altas cumbres talladas en roca y polvo gris,  de una belleza profunda, un lado; llano, moldeado de tierra blanda y leve, adornado con árboles de colores, el otro.

Un país de opuestos. El frío seco más extremo y el calor húmedo aplastante.  El altiplano andino y los llanos amazónicos, separados por largas horas de carreteras rotas y a menudo bloqueadas por las protestas de los campesinos, de los “cocaleros” o de cualquier otro grupo que tenga algo que reivindicar. El occidente y el oriente.

El occidente, los Andes. Sobrevolarlos en invierno deja al viajero sin aliento, tal es su belleza, pero no puede abandonar Bolivia sin haber hecho algún recorrido a ras de tierra por el altiplano. La impresión es más profunda cuanto más se adentra el curioso en las carreteras sin pavimentar que conducen a las comunidades. El silencio atenaza, la aridez del terreno reseca la garganta, sólo algunos arbustos salteados atestiguan que hay vida ¿de qué se alimentarán las llamas que husmean entre los pedruscos? Es la pregunta inmediata ¿y las personas? Los escasos campesinos, indígenas, se confunden con el paisaje en una inmovilidad de siglos. 



El oriente, los llanos amazónicos. Inmensas extensiones de tierras húmedas y fértiles, a escasos metros por encima del nivel del mar, de ese mar que perdió Bolivia después de una guerra con Chile y que inunda de nostalgia por el paraíso perdido a todos los bolivianos, acaso sea el dolor por esta herida el único sentimiento que comparten.

Territorios sin fin surcados por grandes ríos y cuajados de vegetación: todas las especies vegetales se reproducen en esta tierra, desde la mínima brizna de hierba hasta los árboles más espléndidos, de inabarcables troncos, desde la flor más modesta hasta la más evolucionada orquídea. En las últimas décadas,


el subsuelo del oriente se ha revelado pródigo en forma de gas y petróleo que han convocado la codicia de los capitales extranjeros.

Kollas y cambas. Los kollas, originarios del occidente andino, miran hacia dentro, silenciosos e industriosos, han emigrado en distintas oleadas al oriente, la feraz tierra de los cambas, un pueblo que mira hacia fuera, bullicioso, sensual. Apenas se mezclan, más bien se miran con recelo y, muchas veces, con desprecio.

Pobres y ricos, en ambas orillas, que no se entrecruzan más allá de las relaciones de servidumbre. Las riquezas se concentran en las manos de unos  pocos y los más sobreviven,  emigran o mueren lentamente, en una muerte cargada de injusticia y abandono.

La ciudad de Santa Cruz es la capital del oriente y la segunda ciudad del país. Configurada en círculos concéntricos, “anillos”, en torno a la plaza central, es activa y emprendedora, por lo que ha atraído a ella a miles de personas del reseco occidente.  La gran mayoría de estos kollas emigrados, dedicados a la venta ambulante, sin trabajo o con empleos precarios, se asientan en los círculos más externos, donde poco a poco han ido construyendo sus chamizos, nuevos barrios carentes de servicios que no han perdido su carácter de arenal sacudido por los vientos y empantanado con las lluvias tropicales.

En las calles del centro y primeros anillos, donde radican las tiendas y los servicios, viven los habitantes tradicionales de Santa Cruz, los cruceños o cambas, en casas provistas de patio o jardín interior. En las mismas calles y plazas o en unos canales de desagüe putrefactos sobreviven cientos o tal vez miles de niños y jóvenes, víctimas de la pobreza. 



Hijos e hijas de los emigrados asentados en la periferia, multitud de niños de siete, ocho años en adelante, niñas desde diez, once,  han salido de su casa, de su familia,  para escapar del maltrato, del abandono, de la explotación, del abuso. Una vez en la calle, para sobrevivir, tienen que integrarse en la vida y en la cultura de la calle, o lo que es lo mismo, en la muerte y en la brutalidad de la calle. Allí forman sus propias familias, de acuerdo al modelo tradicional del país y cuando nacen sus bebés ellos también se incorporan a la vida a la intemperie, en una cadena infinita de exclusión y sufrimiento.

Nuestra asociación ofrece a estos niños y niñas, a estos adolescentes y a estas chicas en completo abandono la posibilidad de vivir en nuestras casas, formarse e integrarse en la vida social. Pero no es fácil tomar esa decisión  y mantenerla. Construir o reconstruir un arraigo a la vida y a la propia persona es una obra costosa cuando han fallado los cimientos y ¿a quién no le cuesta cambiar sus hábitos por más dañinos que sean para su salud?

Aquella tarde o aquella mañana, da igual, no lo recuerdo, estaba, como casi todos los días, en aquella plaza donde pasaba muchas horas y que tan bien llegué a conocer. En aquel espacio de hierba pisoteada y sucia, en el corazón de la ciudad, plantado de algún que otro banco de cemento, en el que convergían  los transeúntes, los paseantes ociosos y los huéspedes del “hotel mil estrellas”  mirándose con un resquicio de temor o de deseo, aceptando la existencia del otro como se acepta la noche y el día, el sol y la lluvia,

Allí habíamos aterrizado una compañera y yo una tarde de febrero,  bajo un calor atrofiante. Primero me habían mirado con recelo o con aburrimiento, otro gringo que viene a darnos la charla para que nos apartemos del vicio, enseñarnos unos cánticos de alabanza y ponernos en fila para recibir un te con un panecillo.


A fuerza de horas, de escuchar sin preguntar, de aceptar sin juzgar, de respetar y compartir momentos, se fue hilando un tejido de reconocimiento y afecto.

En mis días en la calle, largas horas compartiendo penas y alegrías, dolor, muchas risas de las que la juventud y la niñez suelen rebosar, aunque sea rodeadas de miseria y de tragedia, había visto las cosas más inimaginables para una mirada occidental y acomodada como la mía: abandono, malos tratos de la policía, agresiones, peleas, consumo de sustancias “anestesiantes” que hacen soportable la vida en la calle, niños enfermos, pero también ternura de las madres hacia sus bebés, alegría, compañerismo, ayuda mutua, gozo de la vida.

Multitud de tareas en respuesta a sus necesidades, a sus demandas, satisfacción ante los avances, pasos de gigante, pasos hacia atrás, caídas, recaídas, impotencia, desánimo, multitud de dudas y preguntas sobre el sentido profundo de mi estancia, aunque con la vista siempre hacia delante.

Cuando conocí a Gloria, de apenas 20 años, expresó su deseo de pasar en nuestra casa el último período de su embarazo, su tercer embarazo, decisión valiente a despecho de su pareja. Después de varios años de vida en la calle, la dominaba, se hacía respetar, vendía pegamento para sostenerse y para pagarse su dosis, era experta en pequeños robos, cualquier estrategia antes que prostituirse. Igual que muchas de las chicas con quienes yo compartía día tras día.

En la casa, se reveló como una mujer inteligente y con variados intereses, lúcida sobre su situación, ingeniosa, hábil para el estudio y la pintura, para las tareas domésticas, en sus ratos libres a menudo con un libro en la mano, deseosa de iniciar una vida diferente.

A los pocos días del parto, con su bebé a la espalda, tomó el camino de vuelta a la calle.

Aquella tarde o aquella mañana, da igual, no lo recuerdo, encontré a Gloria como de costumbre, sentada en el suelo junto a sus amigas, con la mirada a ratos alejada y el cuerpo adormecido por los efluvios del pegamento, sin perder la lucidez no obstante. Cuando llegaba un cliente, sacaba su botellita de plástico con la mercancía que escondía bajo su ropa y le atendía con la agilidad de una eficaz comerciante y el ojo atento a la posible aparición de la policía.

Aquella tarde o aquella mañana, igual que otros muchos días, en ese espacio que había llegado a ser tan mío como suyo, yo iba de corrillo en corrillo, charlaba, me sentaba en el suelo entre las jóvenes, me detenía aquí o allá, hacía una pequeña cura con mi botiquín casero, escuchaba, reía. De repente, vi que Gloria me hizo una seña a distancia. Me acerqué al grupo en el que estaba sentada.

-  ¿Puedo pedirle un favor?

Y mi mente se disparó. Dinero no, sabe que no les damos dinero; venir conmigo a casa, tampoco, ella no sabe vivir en otro lugar que aquí; que le acompañe a entregar a su bebé en un hogar ya no es posible; que la acompañe al médico, que le invite a un refresco, que le ayude a resolver un problema …

Me miró largamente, se levantó con toda la pesadez de sus miembros, miró hacia los lados, a sus compañeras sentadas o tendidas junto a ella, y se acercó a mi oído.

Han pasado diez años y todavía siento la presión en mis ojos, tengo que apretar la mandíbula para no dejar salir las lágrimas.


- ¿Me da un abrazo?

Una joven madre de la calle pedía su primer abrazo. A través de su mirada supe que nunca antes la había abrazado nadie.
En ese favor tímido y vergonzoso que pidió una joven madre de la calle latieron la humanidad entera, la noche de los tiempos y el espacio infinito con todas sus constelaciones.




Nota final: los hechos son reales sólo he cambiado el nombre de la protagonista para preservar su intimidad. Al día de hoy, ella todavía sigue sobreviviendo en la calle. Algunas de sus compañeras ya están muertas. La vida de la calle no da tregua.

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