viernes, 8 de julio de 2011

Los hadza

Testimonio de Michael Finkel  (publicado en el National Geographic, con fotos de Martin Schoelle, sobre una tribu africana prendida en el pasado, con todo el presente que les cabe en las manos, y sin una brizna de futuro).
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«Tengo hambre», dice Onwas, acuclillado junto al fuego, parpadeando con placidez en medio del humo. Los hombres que hay junto a él generan un murmullo de aprobación. Es de madrugada en el corazón del bush del África oriental. Desde el campamento femenino llega el soniquete rítmico de una canción. Onwas habla de un árbol que ha descubierto en sus viajes diurnos. El ruedo de hombres se estrecha alrededor del fuego. Está en un sitio difícil, explica, en lo alto de un cerro que se yergue en pronunciada pendiente sobre la llanura herbosa. Pero el árbol, añade, abriendo los brazos de par en par como si fueran ramas, está lleno de babuinos. Más murmullos. Las ascuas brincan hacia un cielo infinito cuajado de estrellas. Y entonces se decide. Todos se levantan y toman el arco.
Onwas es un anciano, quizá pase de los 60 (no usa el año como unidad de tiempo), pero es enjuto y recio como todos los hadza. Medirá me­­tro y medio. Los brazos y el torso llevan inscritos los jeroglíficos de toda una vida en el bush: cicatrices de cacerías, de mordeduras de serpientes, de flechas, cuchillos, escorpiones y espinas. Marcas de cuando se cayó de un baobab. Señales de cuando lo atacó un leopardo. Conserva media dentadura. Lleva sandalias de neumático y un andrajoso pantalón corto. En la cadera, un cuchillo de caza en su vaina de piel de dik-dik. Se ha quitado la camisa para camuflarse con la noche.
Onwas me mira y por un instante habla en su lengua nativa, el hadzane. Se me antoja extrañamente bipolar: suena suave y melodioso durante un par de frases, pero de repente se torna discordante y contundente, con chasquidos linguales y estallidos glotales. No está estrechamente relacionado con ningún otro idioma vivo: es lo que los lingüistas denominan una lengua aislada.
He viajado a la tierra de los hadza, en el norte de Tanzania, con una intérprete, una hadza llamada Mariamu. Es sobrina de Onwas. Estudió 11 años en el colegio y se cuenta entre la media docena de personas bilingües inglés-hadzane que hay en el mundo. Interpreta las palabras de Onwas: ¿quiero acompañarlos?
El mero hecho de haber llegado hasta aquí, a un campamento tradicional hadza, tiene su mérito. Los años no son la única unidad temporal de la cual este pueblo no lleva cuenta: tampoco ma­­nejan horas, días, semanas ni meses. Su lengua carece de numerales más allá del tres o el cuatro. Concertar una cita con ellos puede ser muy complicado. Pero yo contacté con el propietario de un campamento turístico próximo al territorio hadza para ver si podía organizarme una estancia en compañía de un grupo hadza. Estando acampado en el bush, el propietario se topó con Onwas y le preguntó, en swahili, si au­­torizaban mi visita. Los hadza son gregarios por naturaleza, y Onwas aceptó al momento. Dijo que yo sería el primer extranjero que viviese en su campamento. Prometió enviar a su hijo a un árbol concreto de la zona limítrofe del bush para que me recibiese a mi llegada, fijada para tres semanas después.
Y así fue: a las tres semanas, cuando Mariamu y yo llegamos al bush en un Land Rover, allí estaba Ngaola, el hijo de Onwas. Por lo visto, Onwas estuvo observando las fases lunares, y cuando creyó que había pasado el tiempo suficiente, en­­vió a su hijo al árbol. Le pregunté si llevaba mu­­cho esperándome. «No –dijo–. Unos pocos días.»





Al principio fue evidente que mi presencia incomodaba a todos en el campamento (una veintena de hadza, desde bebés hasta abuelos). Hubo muchas miradas de curiosidad, alguna que otra risa nerviosa. Llevaba conmigo un álbum de fotos, y enseñárselo contribuyó a relajar el ambiente. A Onwas le llamó la atención una foto de mi gato. «¿A qué sabe?», preguntó. Una imagen cautivó a todos. Era de la «zambullida de oso polar» en la que había participado un día de Año Nuevo: se me veía saltando a un lago congelado por un hueco recortado en el hielo. Puede parecer que los cazadores hadza no tienen miedo a nada; Onwas se acerca con sigilo a un leopardo o corre detrás de una jirafa como lo más normal. Pero, sin embargo, la idea del tiempo invernal le aterraba. Recorrió el campamento con la foto en la mano, diciendo a todo el mundo que yo era un valiente, y eso aceleró en gran medida mi aceptación. Un hombre capaz de zambullirse en el hielo, debió de razonar Onwas, no tendrá problema en enfrentarse a un babuino salvaje. Así que la tercera noche de mi estancia con ellos me preguntó si deseaba sumarme a la cacería.
Acepto. Me dejo la camisa puesta (mi piel no se camufla bien con la noche) y salgo del campamento con Onwas, otros diez cazadores y dos muchachos, todos en fila india. Caminar por tierras hadza en plena noche es todo un reto; matorrales espinosos y erizadas acacias dominan el terreno, e incluso de día es imposible escapar a sus pinchazos y arañazos. Los hadza pasan buena parte de su tiempo de descanso sacándose espinas unos a otros con la punta de sus cuchillos.
De noche los espinos son poco menos que invisibles, y orientarse parece imposible. No hay senderos y escasean las referencias. Para moverse con seguridad por el bush, en la oscuridad, sin una linterna, hay que conocerlo tan bien como uno conoce su propio dormitorio. Sólo que hablamos de un dormitorio de 2.500 kilómetros cuadrados en cuyas sombras acechan leones, leopardos y hienas.
Onwas no tiene esos problemas de orientación. Siempre ha vivido en el bush. Es capaz de encender un fuego, frotando una ramita entre las palmas de las manos, en menos de 30 segundos. Sabe dialogar con un pájaro indicador, silbido va, silbido viene, para que el ave lo guíe directamente a una colmena rebosante de miel. Sabe todo cuanto hay que saber sobre el bush y prácticamente nada de lo que hay más allá de él. En una ocasión mostré a Onwas un mapamundi. Lo desplegué sobre el suelo y sujeté las esquinas con piedras. Se congregó una multitud. Onwas lo miró fijamente. Le señalé el continente africano, luego su país, Tanzania, luego la región en la cual vive. Le mostré Estados Unidos.
Le pregunté qué sabía de ese país: el nombre del presidente, la capital. Dijo que no sabía nada. Ni siquiera conocía al presidente de su propia nación. Le pregunté, con toda la corrección posible, si sabía algo de algún país, el que fuera. Se detuvo un momento, reflexionó, y de pronto exclamó: «¡Londres!». No supo explicar qué era exactamente aquello de Londres. Sólo sabía que era un sitio que no estaba en el bush.
Unos mil hadza viven en su territorio nativo, una amplia llanura que abarca las aguas saladas y someras del lago Eyasi y está protegida por los baluartes rocosos del Gran Rift Valley. Algunos se han aproximado a las poblaciones y trabajan de jornaleros o como guías turísticos. Pero alrededor de una cuarta par­­te de los hadza, entre ellos los del campamento de Onwas, continúan siendo genuinos cazadores-recolectores. No tienen cosechas, ni ganado, ni refugios permanentes. Viven justo al sur de la misma zona del valle en la que se han hallado algunos de los más antiguos restos fósiles de los primeros humanos. Según las pruebas genéticas, pueden representar una de las raíces principales del árbol genealógico de la humanidad, que se remontaría más de 100.000 años en el tiempo.
Lo que parecen ofrecer los hadza, y de ahí el gran interés que despiertan en los antropólogos, es la posibilidad de vislumbrar cómo se vivía antes del nacimiento de la agricultura, hace 10.000 años. Los antropólogos se resisten a ver a los cazadores-recolectores actuales como «fósiles vivientes», explica Frank Marlowe, profesor de antropología de la Universidad del Estado de Florida que ha dedicado los últimos 15 años al estudio de los hadza. El tiempo no se ha detenido para ellos. Pero han mantenido su estilo de vida de recolectores pese a llevar mucho tiempo expuestos a los grupos agricultores de su entorno, y es posible, afirma Marlowe, que su existencia apenas haya variado a lo largo de los siglos.





Durante más del 99 % del tiempo que el gé­­nero Homo ha habitado la Tierra, desde hace dos millones de años, hemos sido cazadores-recolectores. En un momento dado se domesticaron animales y plantas, un descubrimiento que dio lugar a una reorganización absoluta del planeta. La producción de alimentos y el incremento de las densidades de población avanzaron a la par, lo cual permitió que las sociedades de base agrícola desplazasen o aniquilasen a los grupos de cazadores-recolectores. Se formaron pueblos, luego ciudades, por último naciones. Y en un período relativamente breve, el estilo de vida basado en la caza-recolección se vio prácticamente extinguido. Hoy apenas queda un pu­­ñado de pueblos dispersos (unos cuantos en el Amazonas, un par en el Ártico, unos pocos en Papúa y Nueva Guinea y un reducido número de grupos africanos) que mantienen una existencia basada fundamentalmente en la caza-recolección. El repentino auge de la agricultura, sin embargo, se cobró su precio. Trajo consigo epidemias de enfermedades infecciosas, estratificación social, hambrunas intermitentes y guerras a gran escala. Jared Diamond, profesor de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y escritor, ha calificado la adopción de la agricultura como «el peor error de la historia de la humanidad», un error, apunta, del que nunca nos hemos recuperado.
Los hadza no practican la guerra. Sus grupos de población nunca han llegado a ser tan densos como para verse amenazados por un brote infeccioso. Que se sepa, jamás han sufrido una hambruna; por el contrario, hay evidencias de que en tiempos de cosechas perdidas fueron a vivir con ellos los miembros de un grupo de agricultores. Los hadza siguen hoy una dieta más estable y variada que la mayoría de los ciudadanos del mundo. Disfrutan de mucho tiempo de ocio. Los antropólogos han calculado que «trabajan» (buscan alimento activamente) de cuatro a seis horas al día. Y durante milenios apenas han dejado huella en el paisaje.
Los hadza tradicionales, como Onwas y sus compañeros de campamento, carecen casi por completo de bienes. Todo lo que poseen (una olla para cocinar, un recipiente para el agua, un hacha) puede envolverse en una manta y llevarse al hombro. Las mujeres recogen bayas y los frutos del baobab, y desentierran los tubérculos comestibles. Los hombres cazan y recogen miel. El acecho nocturno de babuinos es una actividad colectiva que sólo se lleva a cabo unas pocas ve­­ces al año; por regla general, la caza es individual. Se alimentan de casi cualquier cosa que consigan abatir: aves, ñúes, cebras, búfalos. Comen facóqueros, potamoqueros, damanes. Les encanta el babuino; Onwas me dijo en broma que un hadza no puede casarse hasta haber matado cinco. La única excepción son las serpientes. Los hadza aborrecen las serpientes.
El veneno con el que los hombres untan las puntas de flecha, fabricado con la savia hervida de la rosa del desierto, tiene potencia suficiente para acabar con una jirafa, pero no para matar a un elefante adulto. Si los cazadores se topan con un elefante que ha muerto hace poco, cortan la carne, los órganos y la grasa y lo cocinan todo al fuego. A veces, en lugar de arrastrar un animal de gran tamaño hasta el campamento, el campamento entero se desplaza hasta el despojo.
Los campamentos hadza son colectivos abiertos de familiares consanguíneos y políticos, y amigos. Cada campamento tiene unos cuantos miembros centrales (en este caso, Onwas y sus dos hijos varones, Giga y Ngaola, que suelen estar con él), pero la mayoría va y viene a voluntad. Los hadza no reconocen dirigentes oficiales. Por tradición los campamentos reciben el nombre de un hombre de edad (éste se llama «campamento de Onwas»), pero tal honor no lleva pareja ninguna potestad especial. La autonomía individual es su sello. Ningún adulto tiene autoridad sobre ningún otro. Nadie posee más riqueza que otro; de hecho, nadie posee riquezas. Hay pocas obligaciones sociales: no hay cumpleaños, ni fiestas religiosas, ni aniversarios.
La gente duerme cuando tiene ganas. Algunos pasan despiertos buena parte de la noche y dormitan con el calor del día. El alba y el ocaso son las horas de caza primordiales; el resto del día los hombres matan el tiempo en el campamento, enderezando astiles de flechas, tallando arcos, confeccionando las cuerdas de éstos con ligamentos de jirafas o de impalas, claveteando puntas de flecha. Truecan miel por los clavos y por las coloridas cuentas de plástico y vidrio que las mujeres convierten en collares. Si a un hombre le regalan uno, es que tiene una admiradora.
No existen ceremonias de casamiento. Una pa­­reja que duerme junto al mismo fuego durante un tiempo tal vez acabe presentándose a los de­­más como matrimonio. La mayoría de los hadza que conocí, tanto hombres como mujeres, practican la monogamia en serie, cambiando de cónyuge cada pocos años. Onwas es una excepción; él y su mujer, Mille, llevan juntos toda su vida adulta, y tienen siete hijos vivos y varios nietos. El campamento incluía un grupo de niños y la abuela oficial, una señora diminuta y jovial, de nombre Nsalu, que vigilaba una suerte de guardería cuando los adultos estaban en el bush.
Cada sexo tiene su rol, pero las mujeres no sufren ninguna de las subordinaciones forzadas inherentes a tantas otras culturas. No son pocas las hadza que se casan con hombres de otros grupos y regresan al poco tiempo, cuando se niegan a aceptar cualquier tipo de abuso. Entre los hadza es frecuente que sea la mujer quien proponga la separación: ay del hombre que resulte ser mal cazador o no trate como es debido a su mujer. En el campamento de Onwas, algunos de los miembros más vocingleros, descarados y temerarios eran mujeres. Una en concreto, Nduku, se autonombró mi profesora de lengua y se pasó gran parte de cada clase tomándome el pelo sin compasión, desternillándose de risa cada dos por tres ante mis penosos intentos de reproducir los distintos chasquidos de su idioma.
Onwas sabe de una veintena de grupos hadza que recorren esa zona del bush, e intercambian integrantes constantemente. La mayoría de los conflictos se resuelve con la sencilla medida de separar a los contrincantes en campamentos diferentes. Si un cazador trae una pieza, todos los miembros del campamento la comparten. Por eso los campamentos no suelen tener más de 30 personas: es el número máximo de gente que puede compartir uno o dos animales de buen tamaño y sentirse relativamente saciada.
Visité el campamento en la estación seca, que dura de mayo a octubre, cuando los hadza duermen al raso, envueltos en una fina manta junto al fuego: de dos a seis personas en cada una de las ocho o nueve fogatas dispersas en un amplio semicírculo abierto a una zona común. A la hora de dormir se forman grupos variados: familias, hombres solteros, muchachas (con una mujer de más edad a modo de ama), parejas. Durante la estación lluviosa levantan pequeños refugios abovedados con ramitas y hierbas entrelazadas, como nidos de pájaro puestos del revés. No tardan más de una hora en construir uno. Mueven el campamento más o menos una vez al mes, cuando las bayas escasean, la caza se complica o hay alguna enfermedad grave o un fallecimiento.





En el campamento de Onwas nadie duerme solo. El anciano dispuso que me acompañase su hijo Ngaola, el que me había esperado «unos pocos días» al pie del árbol, y Ngaola reclutó a su amigo Maduru. Los tres dormimos en triángulo, cabeza con pies alrededor de nuestro fuego, aunque cuando los mosquitos se pusieron pesados, pasé a dormir en mi tienda.
Ngaola es callado, introvertido y un cazador francamente malo. Tiene unos 30 años y sigue soltero; tal vez sea una víctima de la norma de los cinco babuinos. Le duele que su hermano mayor, Giga, sea probablemente el mejor arquero del campamento. Maduru se mueve muy bien por el bush y destaca como recolector de miel.
Maduru me toma bajo su responsabilidad en la caza nocturna del babuino. A medida que avanzamos por el bush, va quebrando las ramas de acacia (con espinas del tamaño de mondadientes) que se interponen a la altura de la cara y constantemente se asegura de que les sigo el ritmo. Onwas nos conduce al cerro en el que vio el árbol cuajado de babuinos.
Nos detenemos. Se intercambian señales con las manos, y algunas frases breves. No estoy muy seguro de qué es lo que ocurre: mi intérprete se ha quedado en el campamento. La caza es cosa de hombres. Pero Maduru me da un toque en el hombro y me hace un gesto para que lo siga. Los otros cazadores comienzan a desplegarse alrededor de la base del cerro. Yo le sigo los talones a Maduru cuando se lanza a la maleza y comienza a ascender. La pendiente parece casi vertical (hay que recurrir a las manos para subir por ella) y el matorral es tan denso y áspero que parece un estropajo de acero. Las espinas me hacen cortes en las manos, en la cara. Un hilo de sangre me recorre la frente y se me mete en el ojo. Escalamos. No me despego de Maduru; no quiero quedarme rezagado.
Al final lo comprendo. Estamos ascendiendo, desde todos los flancos, hacia los babuinos. Queremos asustarlos, provocar que salgan corriendo. Desde la posición que ocupan los babuinos en lo alto del cerro, no hay más escapatoria que hacia abajo. Los hadza han rodeado el cerro, por lo que los babuinos correrán hacia los cazadores. Es posible que hacia Maduru y hacia mí.
Vistos de cerca, los babuinos dan miedo. Sus dientes están diseñados para desgarrar la carne. Un macho adulto puede pesar más de 35 kilos. Y aquí estamos, en plena ascensión, tratando de provocarlos. Los hadza van armados con arcos y flechas. Yo llevo una navaja de bolsillo.
Seguimos subiendo. Maduru y yo dejamos atrás el matorral y llegamos a la roca. Me siento como si acabase de salir de debajo de una manta. La brisa refresca la noche, iluminada por la luna. Nos acercamos a la cumbre, coronada por un montón de rocas redondeadas, unos seis metros por encima de nosotros. El árbol de los babuinos está allí arriba, casi al alcance de nuestra vista.
Entonces lo oigo: una especie de chillidos enajenados. Los babuinos se han dado cuenta de que algo va mal. El sonido taladra los oídos, trasluce pánico. Yo no hablo babuinés, pero no es difícil de interpretar. ¡Fuera! ¡No os acerquéis! Pero Maduru sigue ascendiendo, hasta situarse sobre una roca plana. Yo lo imito. Los babuinos están rodeados, y parecen intuirlo.
De pronto se oye un sonido distinto. Un chasquido de ramas que se quiebran por encima de nosotros. Los babuinos están descendiendo, sin dejar de chillar. Maduru se detiene, se agacha, apoyándose sobre una rodilla, coloca una flecha en posición, tensa el arco. Está preparado. Yo me oculto detrás de él. Espero ardientemente que ningún babuino corra hacia nosotros.
Los chillidos van a más. Y entonces, justo por encima de nosotros, nítidamente perfilado contra el telón de estrellas, aparece un babuino. Corriendo. Avanzando por el borde de la roca. Maduru se pone en pie, apunta, siguiendo al babuino de izquierda a derecha, con la flecha en posición, la cuerda forzada al máximo. Se me tensa hasta el último músculo del cuerpo. Me late la cabeza, de pánico. Aprieto la navaja.
La principal razón de que los hadza hayan podido mantener su estilo de vida durante tanto tiempo es que su territorio nativo nunca ha sido un lugar atractivo. El suelo es salino; el agua dulce escasea; los bichos pueden llegar a ser insoportables. Por lo que se ve, en decenas de miles de años nadie más ha querido vivir aquí. Por eso nadie los ha molestado. En los últimos tiempos, sin embargo, las crecientes presiones poblacionales han llevado consigo una rápida afluencia de nuevos residentes hasta el territorio hadza. El hecho de que la presencia de esta etnia sea tan benigna para con la tierra en cierto modo los ha perjudicado: los extranjeros ven en ella una región desierta y desaprovechada, un lugar que pide a gritos ser desarrollado. Los hadza, pacíficos por naturaleza, siempre han preferido desplazarse a combatir. Pero ahora ya no tienen adónde replegarse.
Actualmente, en el bush hadza hay pastores de vacas y cabras, y cultivadores de cebollas y de maíz, y cazadores deportivos, y furtivos. Los excrementos de las vacas contaminan las charcas. Las pezuñas del ganado pisotean la vegetación. El matorral se roza para abrir paso a los cultivos; la poca agua que hay se usa para regarlos. Los animales de caza han migrado a parques nacionales, fuera del alcance de los hadza. Los bosquecillos de bayas y los árboles que atraen a las abejas han sido arrasados. A lo largo del último siglo los hadza han perdido la posesión exclusiva de hasta el 90 % de su tierra nativa.
Ninguno de los otros grupos étnicos que habitan la zona (los datoga, iraqw, isanzu, sukuma, iramba) son cazadores-recolectores. Viven en chozas de adobe, muchas veces rodeadas de cercados para el ganado doméstico. Muchos miran a los hadza por encima del hombro, con compasión y repugnancia: los intocables de Tanzania. Una vez fui testigo de cómo un datoga impedía a varias mujeres hadza acercarse a un pozo comunal hasta que hubiesen bebido sus vacas.
Hoy hay pistas de tierra que penetran en el bush hadza. A cuatro días de viaje a pie hay una carretera asfaltada. Desde muchos puntos elevados los móviles tienen una cobertura aceptable. La ma­­yoría de los hadza, entre ellos Onwas, ha aprendido a defenderse en swahili para comunicarse con otros grupos. Algunos de los cazadores más jóvenes me preguntaron si tendría una pistola para ellos, pues les facilitaría la caza. Aunque apenas se ha aventurado más allá del bush, el propio Onwas intuye que se avecinan cambios profundos. Eso no parece inquietarlo. Onwas, como me dijo en repetidas ocasiones, no se preo­cupa por el futuro. No se preocupa por nada. De hecho, ninguno de los hadza que conocí parece tener tendencia a la preocupación. Esa actitud me dejó perplejo, pues a mi entender tienen mo­­tivos fundados de preocupación. ¿Comeré ma­­ñana? ¿Algo se me comerá a mí? A pesar de todo llevan una existencia centrada en el presente.
Tal vez esto explique por qué la agricultura nunca ha atraído a los hadza: llevar a término una cosecha exige planificación; las semillas que se siembren hoy no darán alimento hasta dentro de varios meses. A los animales domésticos hay que cebarlos y cuidarlos antes de que estén listos para la matanza. Para los hadza, nada de eso tiene sentido. ¿Para qué cultivar plantas o criar animales si el bush ya lo hace de forma natural? Cuando quieren bayas, van a buscarlas a un arbusto. Cuando les apetece fruta del baobab, acuden al árbol. La miel aguarda en las colmenas silvestres. Y guardan la carne que cazan en la despensa más grande del mundo: su tierra. Lo único que hace falta es sigilo y buena puntería.
Otras personas, en cambio, sí se preguntan qué será de los hadza. El gobierno tanzano, para empezar. Tanzania es una nación con vocación de futuro, deseosa de incorporarse a la marcha de la economía global. Ser unos cazadores de babuinos no es la imagen que desean proyectar muchos dirigentes del país. Un ministro ha calificado a los hadza de atrasados. El presidente de Tanzania, Jakaya Kikwete, ha afirmado que los hadza «deben ser transformados». El gobierno quiere escolarizarlos, alojarlos en viviendas y colocarlos en empleos como es debido.
Incluso el único hadza que se ha convertido en portavoz oficioso del grupo, un hombre llamado Richard Baalow, coincide en líneas generales con los planes del gobierno. Baalow, que adoptó un nombre de pila foráneo, fue uno de los primeros hadza que pisó una escuela. En los años sesenta su familia vivió en una casa de protección oficial (un intento de sedentarizar a este pueblo, que no tardó en fracasar). Baalow, de 53 años, habla un inglés excelente. Quiere que los hadza se movilicen políticamente, peleen para obtener la protección legal de su tierra y se empleen como guías de caza o como guardabosques. Anima a los niños a asistir a la escuela de la región, que durante el año académico ofrece hospedaje a los alumnos hadza y los traslada de nuevo al bush cuando llegan las vacaciones.
Los chicos en edad escolar con los que hablé en el grupo de Onwas coincidieron en afirmar que no tenían ningún interés en sentarse en un aula. Si fuesen al colegio, me dijeron muchos de ellos, nunca llegarían a dominar las destrezas necesarias para sobrevivir. Serían unos marginados en su propio pueblo. Y si probaran suerte en el mundo moderno, ¿qué pasaría? Las mujeres tal vez pudiesen llegar a ser criadas; los hombres, trabajadores manuales. Es mucho mejor, aseguraron, vivir libres y saciados en el bush que paupérrimos y hambrientos en la ciudad.
Otros hadza se han desplazado a Mangola, una zona tradicionalmente hadza situada en la periferia del bush, donde a cambio de dinero ha­­cen demostraciones de sus habilidades cazadoras ante los turistas. Esos hadza han evidenciado que su cultura despierta un vivo interés en los extranjeros y constituye una potencial fuente de in­­gresos. Pero entre los hadza de Mangola también se ha registrado un incremento de al­­coholismo, un brote de tuberculosis y un preo­­cupante au­­mento de la violencia doméstica.
Aunque los más jóvenes del grupo de Onwas muestran escaso interés por el mundo exterior, éste va a su encuentro. Después de dos millones de años, la era de los cazadores-recolectores ha llegado a su fin. Los hadza pueden aferrarse a su idioma; pueden exhibir sus habilidades ante los turistas. Pero es incontestable que pronto ya no habrá hadza escalando cerros con sus arcos y flechas al acecho de babuinos.
En lo alto del cerro al que nos ha conducido Onwas, sujetando con fuerza mi navaja, me agacho detrás de Maduru mientras el ba­­buino avanza por una cresta de roca. Y en­­tonces, de improviso, el babuino se para. Gira la cabeza. Está tan cerca que podríamos extender la mano y tocarnos. Lo miro fijamente a los ojos, demasiado asustado para parpadear siquiera. Ese momento debe de durar un segundo. Maduru no dispara, seguramente porque el animal está demasiado cerca y podría atacarnos si se viese herido; a menudo es el veneno, y no la flecha, lo que los mata. Un instante después el babuino se aleja de un brinco entre los matorrales.
Por un momento reina el silencio. Luego oigo unos aullidos frenéticos y ruido de golpes. Proceden de la otra punta de la roca y no distingo si los chillidos son humanos o de babuinos. Son ambas cosas. Nos lanzamos como locos a atravesar los arbustos, medio a trompicones, medio a la carrera, hasta que alcanzamos un claro en el medio de un bosquecillo de acacias.
Y ahí está: el babuino. De espaldas, la boca abierta, las extremidades en aspa. Abatido por Giga. Onwas se arrodilla, extrae la flecha del hombro del animal y se la devuelve a Giga. De pie alrededor del babuino, los hombres examinan la presa. Sin ceremonias. Los hadza no son muy amigos de rituales. No hay mucho espacio en sus vidas, o eso parece, para misticismos, espíritus, meditaciones sobre lo ignoto. No tienen una creencia concreta sobre un Más Allá; todos los hadza con los que hablé dijeron no tener ni idea de qué sería de ellos después de morir. Los hadza no tienen sacerdotes, chamanes ni curanderos. Una vez pedí a Onwas que me hablase de Dios, y me contestó que tenía un brillo cegador, era extremadamente poderoso y esencial para toda forma de vida. Dios, me dijo, era el sol.
El ritual hadza más importante es la danza epeme, que se baila en las noches sin luna. Hombres y mujeres se dividen en dos grupos. Las mujeres cantan mientras los hombres, uno tras otro, se van colocando un tocado de plumas, se atan cascabeles en los tobillos y comienzan a pavonearse, golpeando con fuerza el pie derecho contra el suelo al ritmo de la canción. Se supone que en las noches de epeme los antepasados salen del bush y se unen a la danza.
Cuando al dios hadza aún le quedan varias horas de descanso, Giga agarra el babuino por una de las patas traseras y lo arrastra por el bush hasta el campamento. El babuino queda depositado junto a la fogata de Onwas, mientras Giga se sienta discretamente a un lado con los otros hombres. Es costumbre hadza que el cazador responsable de la captura no haga alarde de ella. La caza tiene mucho de suerte, y hasta los mejores arqueros pasan una temporada floja. Por eso los hadza comparten la carne en comunidad.
La mujer de Onwas, Mille, es la primera en despertarse. Lleva puestas las únicas ropas que posee, una camiseta sin mangas y una tela floreada en la que se envuelve a modo de toga. Ve el babuino y, con una levísima señal de placer, un breve asentimiento de barbilla, aviva la lumbre. Es hora de cocinar. El resto del campamento no tarda en despertarse (todo el mundo tiene hambre) y Ngaola desuella el babuino y tensa la piel con ramitas afiladas. En cuestión de días la piel se habrá secado y será un práctico colchoncillo para dormir. Un par de hombres despedazan el animal y se procede al reparto de la carne. Onwas, en calidad de anciano del campamento, recibe la exquisitez más apreciada: la cabeza.
El estilo culinario hadza es sencillo: la carne se pone directamente al fuego. Nada de parrillas ni de sartenes. En las comidas no hay lugar para las cortesías. Por lo general no se reconoce el espacio personal; por muy apretujados que
estemos en torno al fuego, siempre hay sitio para alguien más, aunque eso signifique que acabes sobre las piernas de otro. Una vez asado un trozo de carne, todo el mundo puede hincar el diente. Y cuando digo hincar el diente, digo hincar el diente. Desde el momento en que la carne está lista, se desenvainan los cuchillos y comienza la locura. Todos se lanzan a agarrar, morder, masticar, arrancar. El sistema es el siguiente: con los dientes se tira de un pedazo de carne y luego se usa el cuchillo para desprenderlo de la pieza. Se da por descontado que habrá codazos y empujones. Los huesos se aplastan con rocas para sorberles la médula. Los comensales se untan la grasa en la piel a modo de hidratante. Nadie dice palabra, pero el restallido de los labios y el rechinar de dientes casi resulta cómico.
Onwas, que tiene la cabeza del babuino, disfruta de la comodidad de no entrar en la refriega. Sentado junto a su fogata, come los carrillos, los ojos, la carne del pescuezo y la piel de la frente, usando las suelas de las sandalias como tabla de cortar. Roe el cráneo hasta dejarlo limpio; luego lo deja en el fuego y nos reclama a mí y a los cazadores para una sesión de pipa.
No hay palabras para expresar cuánto le gusta a Onwas, y a la mayoría de los hadza, fumar en pipa. Los cuatro bienes que posee todo hombre hadza son un arco, unas cuantas flechas, un cuchillo y una pipa, hecha de piedra blanda vaciada. Lo que se fuma, tabaco o cannabis, se obtiene de un grupo vecino, por lo general los datoga, a cambio de miel. Onwas guarda una pequeña reserva de tabaco dentro del faldón de la camisa. Lo saca, lo embute en la pipa, recoge una brasa de la hoguera y la enciende. Inflando y desinflando las mejillas, inhala todo el humo que puede. Luego pasa la pipa a Giga. Entonces comienza la diversión. Onwas empieza a toser, despacio al principio, luego con rapidez, después incontroladamente al tiempo que se le saltan las lágrimas, a continuación apretándose las palmas contra la cabeza, y al final rodando por el suelo sin dejar de escupir y jadear. Entretanto Giga ha emprendido una sesión de toses parecida y ha pasado la pipa a Maduru, que a su vez me la hace llegar a mí. Al poco tiempo todos estamos to­­siendo, lagrimeando y rebozándonos por el suelo. La sesión de pipa concluye cuando el último fumador se incorpora con una sonrisa satisfecha y se sacude la tierra del cabello.
Con el cráneo del babuino todavía en el fuego, Onwas se pone en pie, da una palmada y comienza a hablar. Es la historia de la cacería de una jirafa, el género predilecto de Onwas. La entiendo a pesar de que Mariamu, mi intérprete, no está a mi lado. Y la entiendo porque Onwas, al igual que muchos hadza, es un cuentacuentos nato. En el campamento no hay televisión, ni juegos de mesa, ni libros. Lo que no significa que no haya entretenimiento. Las mujeres cantan. Y los hombres cuentan historias de campamento, un kabuki en versión bush.
Onwas alarga el cuello y camina a cuatro patas cuando representa el papel de la jirafa. Salta, se agacha y hace ver que dispara con arco cuando se interpreta a sí mismo. Las flechas silban. Las bestias rugen. Los niños vienen corriendo hacia nosotros y se sitúan en torno al fuego, escuchando con enorme interés; ésta es su escuela. El cuento termina con la muerte de la jirafa. Como colofón, un juego de preguntas y respuestas.
«¿Soy un hombre?», pregunta Onwas, extendiendo las manos.
«¡Sí! –exclama el grupo–. Eres un hombre.»
«¿Soy un hombre?», pregunta de nuevo, más alto esta vez.
«¡Sí! –vuelve a exclamar el grupo, también más alto–. ¡Eres un hombre!»
En ese momento Onwas alarga las manos hacia el fuego y recupera el cráneo. Lo parte de un tajo, como un coco, y a la vista quedan los se­­sos, que llevan una hora cociéndose. Parecen una sopa de fideos chinos, blancos amarillentos, humeantes. Onwas tiende el cráneo y los hombres, yo entre ellos, nos acercamos con rapidez para introducir los dedos en el cráneo y hacernos con un puñado de sesos, que sorbemos de una vez. Y con esto concluye la velada.
La caza del babuino, por lo visto, fue una suerte de iniciación para mí. Al día siguiente Nyudu corta una rama de mutateko y empieza a tallar lo que será mi arco. Otros me fabrican varias flechas. Onwas me regala una pipa. Nkulu se ocupa de enseñarme a disparar. Comienzo a llevar siempre conmigo el arco, las flechas y la pipa (junto con mi kit de purificación de agua, la crema solar y el repelente de insectos.)
También me invitan a bañarme con los hombres. Caminamos hasta una charca lodosa y poco profunda (en la que flotan pedazos de bosta de vaca) y nos desnudamos. Nos frotamos la piel con barro a modo de exfoliante y nos enjuagamos con el agua. Aunque los hadza tienen un término para denotar el olor corporal, los hombres me dicen que prefieren que sus mujeres no se bañen: cuanto más tiempo estén sin bañarse, dicen, mayor es su atractivo. Nduku, mi profesora de idioma hadza, me dijo que a veces no se baña en varios meses, aunque no acaba de entender por qué su marido lo quiere así. También descubro, al escuchar a Mille y Onwas, que las peleas conyugales deben de ser un rasgo humano universal. «¿No te tocaba a ti ir a por agua?» «¿Por qué te echas a dormir en vez de ir a cazar?» «¡Ya me explicarás por qué el último animal que trajiste estaba tan mal desollado!»
Envidio a los hadza en algunos sentidos, sobre todo por la ausencia de ataduras de la que parecen gozar. Viven sin posesiones. Apenas tienen obligaciones sociales, y las responsabilidades familiares son mínimas. No están sujetos a restricciones religiosas. No son esclavos de horarios, trabajos, jefes, facturas, atascos, impuestos, leyes, noticias, dinero. Están libres de preocupaciones. Disfrutan de plena libertad para eructar y ventosearse sin necesidad de pedir disculpas, para coger la comida que desean y dedicarse a fumar y a correr a pecho descubierto entre los espinos.
Pero yo no podría vivir como ellos. Toda su existencia –tengo esa impresión– es una acampada llena de peligros. No hay un médico en kilómetros. Te caes de un árbol, te pica una mamba negra, te ataca un león, y no hay nada que hacer. Las mujeres dan a luz en el bush, de cuclillas. Uno de cada cinco bebés muere antes de cumplir un año, y casi la mitad de los niños no llegan a los 15. Tienen que soportar un calor extremo, sed y nubes de moscas tse-tse y mosquitos portadores de malaria.
Los días que pasé con los hadza transformaron mi percepción del mundo. Obraron en mí lo que yo llamo «el efecto hadza»: gracias a ellos me siento más sereno, en mejor sintonía con el momento, más autosuficiente, un poco más va­­liente y menos acuciado por una prisa constante. No me importa que suene sensiblero: gracias al tiempo que pasé con ellos soy más feliz. Se despertó en mí el deseo de que exista algún modo de prolongar el reinado de los cazadores-recolectores, aunque sé casi con toda seguridad que es demasiado tarde.
Fue mi cuerpo, más que otra cosa, lo que me avisó de que era hora de irme. Estaba lleno de picaduras y moratones, me dolía la barriga y estaba exhausto y quemado por el sol. Así pues, tras quince días en el campamento, anuncié que debía partir. La reacción fue muy discreta. Los hadza no se andan con sentimentalismos. Ni siquiera se arma demasiado revuelo cuando muere uno de los suyos. Cavan un hoyo y entierran el cuerpo. Hace una generación ni siquiera lo hacían: lo dejaban sobre la tierra para que fuese pasto de las hienas. Hoy siguen sin marcar las sepulturas. No hay funerales. El enterramiento se lleva a cabo sin ritos de ningún tipo. Tiran unas ramitas secas sobre la tumba, y siguen su camino.

Enlace al texto original:

http://www.nationalgeographic.com.es/2009/12/23/los_hadza_2.html?_part=1

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