lunes, 10 de octubre de 2011

Saná, Sana, Sanaa, Sana'a, Sanaá...


Curtida por los años y las guerras, erigida sobre los cimientos del mítico reino de Saba, Saná sobrevive inmersa en el pasado. En su calles, los varones lucen con orgullo las ostentosas yambias o dagas tradicionales; las mujeres, sin embargo, no lucen nada: pasean cubiertas de negro su papel secundario.



En Saná, también conocida por Sana, Sanaa, Sana'a o Sanaá, el  Islam acapara vidas y pensamientos. Esta condena a la mujer, este aislamiento ciego, contrasta con el carácter amable y cercano que ofrecen los hombres. La arquitectura del casco urbano deslumbra por su belleza y majestuosidad. No hay dos casas iguales.


Hermosos dibujos decoran las ventanas, los frisos, las puertas, los tejados. Una explosión creativa única en el mundo. Entre calles estrechas, laberínticas, bajo la sombra de los minaretes, el paseante se sumerge en rincones inolvidables, al calor de los talleres y de zocos palpitantes.


La tradición situa su fundación en la era Noé. Leyendas aparte,  existen evidencias del siglo I. El nombre de la ciudad, Sana’a, significa "plaza fortificada". Se cuenta también que el Profeta Mahoma dio instrucciones para la ubicación exacta de la Gran Mezquita y para el espacio abierto para la plegaria fuera de la ciudad, siendo construida en vida del Profeta y posteriormente ampliada en el año 705.



Se trata, en cuaqluier caso, de una joya única que la UNESCO ha declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad.  Pero es mucho más que eso. Es un cuadro palpitante, templado e  irrepetible de lo antiguo. Es el presente y es el pasado conviviendo en armonía dutante siglos, sólo alterados en los últimos meses por el futuro incierto que encarna la revelión popular (segregada: hombres y mujeres separados) y sus ansias ante una palabra enorme, difícil de manejar, llamada libertad.  


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